Ve aquí nuestra Entrevista con Carlos Lenin
5 recomendaciones de Carlos Lenin para verse en el encierro
Carlos Lenin nos responde, para él, ¿Qué es el cine?
No abundan los cineastas, ni aquí en México, ni en ningún otro lado, que entiendan de modo natural la esencia del cine, de qué está compuesto, cómo se articula un discurso para el cine, adaptándose a las características propias del medio, utilizando sus elementos y sus posibilidades. Sobre ello escribió el cineasta ruso, Andrei Tarkovski, de forma esclarecedora, y también vehemente. Y, como así lo entendía, así lo plasmó en sus propios filmes. Es evidente que Carlos Lenin lo ha estudiado pero, por encima de ello, lo ha comprendido y asimilado. El cine posee su propio lenguaje. Y guarda su propia capacidad para formular y plasmar el tiempo y el espacio en la pantalla. En La Paloma y el Lobo, su primer largometraje, Carlos ha ofrecido una cátedra sobre cómo hacerlo; cómo esculpiendo imágenes, cincelando sonidos que no existían, que antes no estaban ahí y que él, junto con sus colaboradores, han ideado y capturado con la cámara, lo que se quiere decir adquiere no solo un registro de identidad único, sino que cobra una fuerza que lo hace más poderoso.
En el primer plano de su ópera prima, es una voz la que escuchamos en off (fuera de cuadro), sobre una oscuridad de la pantalla que gradualmente va aclarándose. Durante los primeros segundos no entendemos qué pasa, ni dónde estamos. Un código de confusión del que se servirá el director para ir sembrando algunos enigmas a lo largo del filme. No como divertimento lúdico, más bien a manera de representación de la confusión en la que estamos todos atrapados, constante, reiteradamente en nuestras propias realidades pero, en este caso, particularmente en la que viven Paloma (Paloma Petra) y Lobo (Armando Hernández), en su contexto diario, en su cotidianidad. También para permitir que el espectador vaya participando en la construcción del filme. “¿Por qué estás llorando? ¿Qué te hicieron? ¿Qué hiciste?”, pregunta una dulce voz femenina, mientras escuchamos a un hombre gimiendo, por instantes con lamentos de los que salen de un alma mancillada. En segundo plano auditivo se escucha un sonido como de presión en el vacío y, poco después, se aprecia el movimiento del agua al tiempo que el negro de la pantalla se torna ligeramente azul y en los bordes vamos descubriendo un tenue reflejo, como el de una corriente. Cuando los ojos nos permiten descifrar que lo que vemos, y a lo lejos escuchamos, es a un hombre que nada en una presa, sabemos que es apenas una ínfima figura dentro de la enormidad en que se encuentra; el primero de una larga lista de símbolos que Lenin irá urdiendo a lo largo del filme. Y el plano, que transcurre durante muchos minutos fijo, paciente, revela la profundidad que puede tener cabida en el espacio retratado; se suceden los segundos y no se agota su exploración.
Cuando el hombre por fin alcanza una orilla, lo vemos, lejano, y lo escuchamos quejarse y, posteriormente, lanzar un alarido proveniente de lo más profundo de sus entrañas; después, finalmente un corte, que nos traslada a un espacio íntimo, en el que aparecen dos cabezas, pegadas la una con la otra. En primera instancia, de nuevo, no es fácil distinguir pero, una vez más, es la luz paulatina que entra por una ventana la que nos va develando los rostros de ellos, de Paloma y de Lobo. Están recostados en una cama, dentro de la habitación de una vivienda humilde y, en esta ocasión, es el ruido de trenes lo que captamos en el fondo. Ella se incorpora y él, sin voltear a verla, le dice “Te amo”. Ella no contesta, ni se inmuta. Unos segundos más tarde, sobre el título del filme en negros, entonces responde: “Yo también te amo”. Después, al final de un callejón, está ella parada frente a unas vías del tren y, del lado contrario, aparece él pero su intención de llegar a ella se ve impedida por el paso del tren que los deja parados, uno frente al otro, en costados opuestos de la vía, sin poder alcanzarse. El tren les imposibilita estar juntos y a ellos solo les queda verse, impotentes, por el hueco de entre los vagones, de modo intermitente. Otro símbolo se ha cimentado.
No es una trama como tal, bien hilvanada, con diferentes actos, sube y baja dramáticos y momentos de catarsis emocional la estructura sobre la que Carlos Lenin decidió hacer la construcción narrativa de su filme; ni tampoco la utilizó para montar su discurso. Poco hay de relato en La paloma y el lobo, y en la escuetas ventanas de información que el autor ofrece, siempre se cuela el misterio. Nos es permitido saber, de cualquier forma, lo más importante: que Lobo y Paloma conforman una pareja, que viven en un área poco favorecida de Monterrey, cerca de unas vías del tren, en la que están constantemente expuestos a distintos tipos de violencia; desde la que amenaza vidas, la que extirpa posibilidades laborales, hasta la que, como evidente consecuencia de las anteriores, echa raíces en los jóvenes que crecen conviviendo de un modo u otro con ella, permanentemente, y la incorporan en su actitud de vida, como artilugio de defensa, pero también de identidad e, incluso, cómo lúdica válvula de escape (han adoptado el léxico, y la agresión para enunciarlo, de los mismos sicarios del narco, aunque sean sus potenciales víctimas). La atmósfera henchida, crispada, ha alcanzado la relación de Paloma y Lobo y la ha dejado herida. El amor en los tiempos de la zozobra, del miedo, tiene un desafío enorme para florecer. Cuando, además, uno de los amantes parece cargar con la culpa o la responsabilidad por algo que cometió, o permitió se perpetrara, el espacio habitado queda sometido a una presión agobiante.
Lobo parece, de modo literal, un alma en pena. Siempre taciturno, invariablemente apesadumbrado; y Paloma saturada, nerviosa, con deseos de que cambie su situación, de que finalmente puedan “estar bien” en el lugar al que llegaron huyendo de una vida que querían dejar atrás. A ella la despiden del trabajo, a él no le quieren pagar su quincena, en su casa nunca hay agua y el calor es agobiante. Los XV años de una prima de Paloma, en Linares, se presenta como la ocasión para, mediante el baile y el pisto, oxigenar la relación, si es que todavía tiene pulmones en los cuales poder recibir nuevo aire. “And then dance, and drink and screw, because there’s nothing else to do” (Y luego bailar, y chupar, y coger, porque no hay nada más que hacer), escribió y cantó Jarvis Cocker con Pulp en lo que se convirtió en un himno de la clase trabajadora británica, que reverberó en el resto del mundo, principalmente en quienes padecen sometidos la asfixia del día a día.
La realidad, en el cine, se puede recrear en forma de imitación, como lo hace el realismo social, o bien hay quienes optan por reinterpretarla, incluso reinventarla, sin que por ello pierda nervio el intento; por el contrario, la faena suele resultar, cuando está bien diseñada y ejecutada, más penetrante y contundente. También estéticamente mucho más bella. Lo que hace Lenin es brillante porque desde una propuesta muy estilizada en su puesta en escena, y a través de una historia de amor, ofrece uno de los retratos más nítidos y, por lo mismo, más descorazonadores, si bien simultáneamente más artísticos (en cuanto a la búsqueda de la belleza y la verdad) que se han articulado en México, en el cine mexicano, sobre la capacidad que tiene la violencia para demoler su entorno y, en su espiral destructiva, carcomer hasta las zonas más íntimas de los seres humanos.
Lenin construye su filme a partir de lo que parecen ser viñetas (como si Roy Andersson visitara la antesala del infierno), la mayoría de ellas construidas mediante planos muy atractivos a partir de los precisos emplazamientos de cámara (que salvo algunos escasos dollys, generalmente está fija), la notable iluminación (soberbio el trabajo de Diego Tenorio), que se expresa constantemente a través de los contraluces –a la Caravaggio- y de cuadros dentro del cuadro ('frames within frames', cajas chinas de aprisionamiento); un diseño de sonido (a cargo de Alejandro Ramírez) que aporta decididamente –dentro y fuera del cuadro - a la generación del ambiente tanto cuando se enturbia como cuando se distiende, dando incluso un carácter al silencio como presencia, como desahogo; el aprovechamiento del espacio como resultado de la relación que con él entablan los personajes; y, por supuesto, del formidable desempeño actoral del elenco, con Paloma nutriendo la historia de naturalidad, de ternura y también de sensualidad, Armando desplegando el enorme rango de habilidades que lo han convertido en uno de los más sobresalientes de México (de un espectacular Julio César Chávez a obrero regio, sin inconveniente), en este caso en una labor de interiorizada contención de fuerza, Mónica del Carmen como de costumbre contribuyendo con sinceridad y talento, y los actores no profesionales filtrando lances de verdad que apuntalan la riqueza de la obra.
Las postales que capturan momentos cuidadosamente elegidos, excepcionalmente ejecutados, se convierten en secuencias que no necesariamente tienen una progresión aparente pero que se van resignificando unas con otras y, de alguna manera, de modo gradual (con la integración de irradiaciones oníricas que interpelan, o en otros casos descifran, la realidad), van agitando un entorno en el que se amalgaman el miedo y la melancolía, sofocándolo, e intensificando el proceso de descomposición y desintegración de una relación amorosa que funge como epítome de toda una sociedad.
El amor, en México, ha sido (La Paloma y el Lobo no deja sitio para la duda) uno de los damnificados fundamentales del clima de violencia que ha imperado en nuestro país desde hace años, pero que se ha intensificado de modo grotesco y trágico en fechas recientes. La imposibilidad del amor como daño colateral en un lugar abandonado a las fuerzas del mal o, quizás, como la ruptura medular donde en realidad inicia el ciclo del cataclismo en el que estamos inmersos. La sangre se empeña en gritar desde el suelo implorando justicia. Ahí donde es imposible que prospere el amor, nada más puede florecer. Un círculo vicioso, perverso y, sí, también muy cruel. La violencia acentuada. De cualquier forma, Lenin deliberadamente opta por no mostrarla en pantalla, no lo considera necesario y, me parece, es uno de los grandes aciertos del filme. Le parece suficiente con que los personajes la vivan, la sientan, la vean, para que nosotros, como espectadores, la suframos a través de ellos. Como en una secuencia que deberá convertirse icónica de nuestro cine, en la que unos soldadores observan con atención el celular que sostiene uno de ellos, mientras detrás se sucede una erupción de chispas lumínicas, y escuchamos –proveniente del dispositivo- lo que claramente es un video de alguien siendo torturado de forma salvaje; el contraplano nos revela a Lobo, a quien entregan el celular para que atestigüe algo que él ya parece conocer; y, al contemplarlo, atormentado, absorbiendo un proceso emocional desgarrador, entendemos que la explosión lumínica que lo envuelve representa el corto circuito que está experimentando su alma y del que, es muy probable, no podrá reponerse.
Y sin embargo, aunque ese es el tipo de violencia que más tememos, y que suele resultar más llamativa, no es la única que incide directamente en las vidas de quienes se desenvuelven en contextos como el de Paloma y Lobo, que es el de la mayoría de la gente que vive en países como México: otra secuencia formidable es en la que una señora de 56 años solicita empleo en la oficina de una fábrica. Es desconsolador verla, sintiéndose humillada por su edad, casi implorando por una oportunidad, además para un empleo de mierda, de los que desgastan el espíritu y son poco remunerados. Inmediatamente tras ella le toca el turno a Paloma (en una de las mejores secuencias de la actriz), y también es doloroso verla tan vulnerable y expuesta. La violencia psicológica que padecen quienes solo quieren encontrar una forma digna para sobrevivir. Las aflicciones de quienes nos rodean, conocidos o no, no importa si son exaltadas o serenas, se quedan tatuadas para siempre en quienes las atestiguamos.
No es fácil hacer poesía, auténtica poesía en imágenes, mucho menos cuando la violencia es uno de los ejes principales del filme y cuando ésta se desarrolla en espacios poco fotogénicos, aparentemente. Carlos Lenin, evidente admirador de Andrei Tarkovski, logra edificar una propuesta visual evocativa, no de la que tiende al preciosismo estéril, sino de la que dignifica lo que retrata cuando sirve a la búsqueda honesta de la verdad y se convierte en espacio fértil para pensar otros mundos posibles. Y si, además, está infundida de poderosas cargas simbólicas, pensadas, planteadas y ejecutadas con imaginación y denuedo, abonando al enriquecimiento de las lecturas, incentivando a la reflexión sobre nuevas interpretaciones de realidades que para muchos pueden ser ajenas, el filme consigue que su discurso logre penetrar con mayor decisión en el espectador empático. La forma de utilizar el lenguaje (con modismos y términos regiomontanos), las dosis de punzante humor, en buena medida conseguido, precisamente, en virtud del habla, y la música urbana (rap y cumbia norteña) terminan por apuntalar una propuesta sólida y redonda de expresión cinematográfica.
Para quienes viven en el vértigo contemporáneo y se les dificulta detenerse un momento a contemplar la vida, cómo ésta se compone de cada segundo en el que algo, aunque sea casi imperceptible, sucede e importa, La Paloma y el Lobo podrá parecerles de un ritmo lento o, más bien, pausado. Evidentemente es una apuesta intencional del autor para dejar que la vida misma respire en su filme, para que el reflejo de los sucesos (pequeños o grandes, indistintamente) que trastocan las existencias de sus personajes se manifiesten en ellos (en sus miradas, en sus movimientos, en sus silencios, en sus muecas, en sus anhelos de paz); pero, definitivamente también, para permitir que el espectador se detenga, junto con ellos, en un acto casi solidario, a reflexionar, a cavilar sobre la condición de ese alud que parece estarles cayendo encima a la Paloma y al Lobo, precisamente como si ocurriera en cámara lenta, y con enorme impotencia descubriera que nada puede hacer para evitar la hecatombe que se despliega ante sus ojos y sus sentidos.
La Paloma y el lobo inicia y termina de modo similar. Una historia que exigía una narración circular porque así se va labrando la vida de los protagonistas: un círculo tras otro, enganchados, de los que parece no haber escapatoria posible. Pero, no obstante, empieza y concluye en el agua, el elemento de vida por naturaleza, justo lo que está ausente en el día a día de Paloma y de Lobo, que han quedado atrapados en la aridez agobiante que los envuelve. En la posibilidad de romper esos círculos se juega su porvenir. En el agua, tal vez, podrían encontrar la respuesta y, acaso, la redención. Aunque por desgracia, es muy posible, su destino se encuentre ya atado a una realidad que, hagan lo que hagan, terminará por rebasarlos.