Pocos hombres podrán explotar el poder de la mente como lo ha hecho Stephen Hawking, un científico que además de ser uno de los más grandes astrofísicos de nuestros tiempos, también ha sido una persona capaz de hacer a un lado las barreras físicas que lo han mantenido anclado a una silla de ruedas, dependiente para desempeñar las tareas más básicas desde hace cincuenta años, apenas pudiendo controlar los movimientos de sus ojos y mejillas, para ser libre solo a través del pensamiento. Actualmente puede comunicarse a la velocidad de una palabra por minuto, ha escrito más de quince libros, impartido conferencias y recibido reconocimientos en todo el mundo, pero nunca se había hecho una película que abordara su vida personal. Para quienes solo conocen a Hawking de oídas, y lo ubican por su silla de ruedas y su máquina para hablar, por sus fotografías al lado de otras grandes personalidades de nuestros tiempos, será una sorpresa saber que se casó sabiendo ya de su enfermedad y que tuvo tres hijos. The Theory of Everything (La teoría del todo) da muchos detalles sobre su vida al lado de su esposa Jane, pero poco intenta desentrañar la personalidad íntima que sostiene a la pública.
Hawking supo del declive que sufriría su cuerpo a los 21 años, mientras estudiaba el doctorado en Oxford y fue diagnosticado con una enfermedad motoneuronal; en un corto tiempo padecería una degeneración de los músculos hasta no poder caminar, comer, hablar, respirar… pero su cerebro se conservaría intacto. Le daban dos años más de vida y, en ese entonces, llevaba poco de haberse enamorado de Jane. Éste es el punto de arranque. La película está dulcemente basada en la autobiografía de Jane Hawking, esposa durante 26 años del científico, Travelling to Infinity: My Life with Stephen. Es su personaje (Felicity Jones) quien brinda el principal punto de vista, al menos a partir de que Hawking (Eddie Redmayne) comienza a usar la silla de ruedas un tiempo después de casarse; a partir de entonces poco sabremos sobre los sentimientos y la vida interior de Hawking, más allá de su devoción por la ciencia. Lo que se muestra antes, el cortejo, el romance, las discusiones bizantinas sobre la rivalidad entre la fe en Dios (de ella) y la búsqueda de la verdad a través de la ciencia (de él), y los brochazos con los que se nos da a conocer la abrumadora inteligencia de Hawking, está contado con un tono y un deseo de complacer de fórmula, que exalta los atributos, pausa las sorpresas y fuerza las coincidencias. La teoría del todo hace lo necesario para mantener un ritmo excitante. Y lo adereza con música a la medida de las emociones que busca desencadenar.
Cuando la tragedia comienza y el diagnóstico de la enfermedad de Hawking parece que no solo derrumbará el incipiente amor entre ambos, sino que acabará con su vida (aunque todos sabemos que no será así), el tono complaciente continúa, ahora adaptado al drama marital que guía la historia, y jugosamente aderezado con la lucha por lo imposible. Pero la originalidad y contundencia de la trama, acompasada por los bien medidos diálogos plagados del distintivo humor inglés que vuelven digerible el drama y el excelente trabajo actoral (de Redmayne: con sus constricciones corporales, obligándolo a ser meticuloso con cada parpadeo; de Jones: vibrante y consciente, inteligentemente entregada hasta colmarse), permiten que la fuerza de la lucha de la pareja sobresalga con el heroísmo que le corresponde, aunque sin el humanismo que nos acercaría al lado más vulnerable de los personajes.
Ambos son superlativamente optimistas, la confianza en sí mismos apenas y vuelve a verse amenazada tras la boda, al menos no con la misma intensidad que sucedió cuando recibieron el fatal diagnóstico. El cansancio y la frustración no existen para él, quien presumía de trabajar solo una hora diaria durante su época de estudiante, pero no sabemos qué hacía durante el resto del tiempo, cuando no estaba descubriendo cómo funcionan abstractos conceptos del universo a través de brillantes fórmulas algebraicas. El filme tampoco indaga en la relación que tenía con sus tres hijos, ni en cómo ellos se sentían en una familia tan única. De su vida sexual, es evidente que fue capaz de procrear y hay una alusión dialogada al respecto, pero una de las condiciones que estableció la verdadera Jane, en una de esas largas pláticas que sostuvo con el director, James Marsh (Man on Wire, 2008), durante tres años, antes de dar su aprobación para la filmación de la película, fue que no se abordaran sus relaciones íntimas.
La carga de la enfermedad y el trabajo que implica recaen psicológicamente en ella, quien a lo largo de los años se ve cada vez más acorralada con tantas tareas, abrumada con una inmovilidad que parece detenerla más que a él. Y se muestran solo algunos bandazos de la personalidad imponente y narcisista de él. Como la biopic abarca alrededor de treina años, era casi imposible que se concentrara en algún detalle, así es que mucha de la información que se recibe requiere de investigación previa para comprenderla a cabalidad. Uno de los puntos clave en la trama es el hecho de que él, durante mucho tiempo, se rehusó a que hubiera más ayuda en su casa, lo que hubiera liberado a Jane de tanta carga. La decisión, sin embargo, no es explicada. ¿Es un capricho, un deseo de control? La película se lo atribuye únicamente a la falta de dinero, pero no el libro.
Spoiler alert
Tratando de superar una de sus crisis derivadas del exceso de trabajo, Jane conoce a Jonathan (Charlie Cox), que también le cambiaría la vida, primero apoyándola con su familia, y más adelante, establenciendo una relación de amor con él que derivó en matrimonio. Pero lo que acaba por romper la relación de casi 30 años es la llegada de Elaine Mason (Maxine Peake), quien también se casó posteriormente con Hawking. Ella es una cuidadora que de inmediato despierta una tremenda admiración y empatía por el científico, aunque el matrimonio llevaba ya años fracturado y Jane lo resume en una dura frase (parafraseo): “…te habían dado dos años de vida; han sido demasiados años”. La separación es narrada con tal naturalidad que pareciera que se hubiera dado en los términos más maduros y cordiales, aunque en el libro Jane cuente algo distinto.
Fin del spoiler
Uno de los retos de La teoría del todo es acercar nociones científicas muy complejas al público común. En 1965, al ganar el premio Nobel, un periodista le pidió en una entrevista para la televisión al físico estadounidense, Richard P. Feynman, que explicara a la gente promedio el hallazgo que lo había llevado a esa posición, y él, no sin cierta arrogancia, dijo que si sus ideas pudieran sintetizarse hasta ese punto, no sería merecedor del galardón. Hawkings no ha ganado el Nobel, pero sus teorías no dejan de ser complejas. Y la película no siente la necesidad de ahondar en ellas, aunque tampoco se atreve a dejarlas de lado: para explicarlas, las simplifica usando metáforas visuales (como una fogata en la cornea del ojo) y la reiteración: una misma idea es sintetizada y explicada de maneras distintas por diversos personajes subsecuentemente. Sin embargo, el método resulta insuficiente para comenzar a entender la relevancia de Hawking en el mundo de la ciencia, sus ideas y su pasión por conocer el universo. Como no puede demostrarnos la importancia de su trabajo, el director intenta amarrar la impresión que los pensamientos de Hawking deberían dejar sobre quien los entienda, con comentarios sobre su genialidad pronunciados por los personajes a su alrededor, sobre todo por colegas de la universidad.
Después de recibir un reconocimiento en el Palacio de Buckingham de manos de la Reina Elizabeth II, Hawking, orgulloso, le dice a Jane (quien en ese momento lleva varios años sin ser su esposa): “Mira lo que hemos creado”, mientras observa a sus hijos, ya mayores, correr entre los fastuosos jardines. Este mensaje optimista, luminoso, amoroso y familiar, es la médula del filme que pretende dejar una sensación dulce en el público, aunque tenga que sacrificar la verdad en el camino y los detalles jugosos. Por ejemplo, la discusión, que en un inicio es parte del cortejo entre ambos, sobre la existencia de Dios, poco a poco se va diluyendo conforme el tiempo avanza de forma cada vez más acelerada, y aunque el tema vuelve a ser tocado en un par de ocasiones, acaba más como un adorno y no como una convicción fundamental en la personalidad de cada uno. El filme no está interesado (como sí lo estuvo su personaje) en salirse del redil de las películas de fórmula que exponen los éxitos de los grandes sin demasiados contrapesos, sin exhibir matices, sino más bien apuntalando el talento y los logros; exhibiendo los traspiés solo como accidentes que pusieron a prueba una voluntad de hierro. Aunque todo está convenido con simpleza y gracia, y aunque es un filme que mantiene al espectador interesado, carece de la libertad que lo haría trascender.