Se inflama en rojo el corazón del barrio
Los suburbios de San Salvador son un nido de chabolas y viviendas sociales que lindan con “la nada”, son aquel espacio que separa la capital de su cadena de volcanes. Tierra de nadie, topografía ideal para la violencia.
Cristian Poveda
Un grupo de jóvenes se congrega en torno a un ataúd en medio del calor de las velas y el olor dulzón de las flores funerarias. Después de pasar uno por uno a mirar al difunto con una mezcla de curiosidad y pena, aprietan sus cuerpos unos contra otros para no dejar pasar el frío de la noche. Inclinarse sobre el cristal del ataúd para mirar al amigo, al hermano muerto, es inclinarse sobre un espejo, es acercarse a mirar en aquel rostro su propio destino. Entonces, se escucha la canción “Cuando un amigo se va...”, leitmotiv en la vida cotidiana de esta pandilla salvadoreña. Pareciera que no hay momento más emblemático del sentimiento comunitario que cohesiona a la M-18 que cuando unen sus voces para cantar esa larga despedida a todos aquellos que han muerto en la guerra sin tregua que se libra a diario en las calles salvadoreñas.
El director Cristian Poveda, hijo de exiliados españoles nacido en Francia, presenta un panorama íntimo de la forma de vida de una de las pandillas más fuertes y temibles de Centro América: la pandilla salvadoreña Mara 18.
El Salvador ha sido testigo de una interminable historia de violencia; 75,000 muertos y 400 mil armas que todavía hoy circulan en el país, son las cifras que dejó la Guerra Civil entre 1980 y 1992. El resentimiento y el odio causado por antiguas heridas se combinan en un coctel molotov con la miseria social, el consumo de drogas, la explotación en las maquilas, la prostitución y el desempleo. Esta encrucijada ha tenido durante años a la migración como una vía de salida; más de un cuarto de la población salvadoreña vive en Estados Unidos.
La organización criminal de los Maras surgió como resultado de este sistema pobreza-migración entre las comunidades de jóvenes inmigrantes centroamericanos de Los Ángeles a principios de la década de los ochenta. Hijos de pandillas estadounidenses nacidas en los guetos latinos como la Bloods and Crisps, este grupo de adolescentes se hizo llamar Maras a imagen de las marabuntas, hormigas del Amazonas que devoran todo a su paso. Fue así como se formaron las dos bandas que siguen enfrentándose de manera sangrienta hasta el día de hoy: la Mara Salvatrucha (primera banda centroamericana) y la 18 (que asentaba su dominio en la calle 18, al sur de Los Ángeles), cada una tiene sus propios códigos, insignias, lenguaje y formas rituales.
En 1996, el campo de batalla se vuelve a desplazar a Centroamérica cuando el gobierno de Washington decide expulsar hacia sus países de origen a más de 100 mil pandilleros detenidos. Durante todos estos años, ambas pandillas han librado una batalla campal por el territorio, teniendo como negocio principal la extorsión de la industria del transporte y la empresa privada, así como el robo y la distribución de crack y mariguana en América Central.
Entre la dulzura y la superviolencia asesina
Ellos viven juntos, en un régimen autogestionario, se encargan de la limpieza de la casa, de las comidas frente al televisor, las paredes están recubiertas con ositos de peluche, imágenes religiosas, carteles con las estrellas del fútbol. Debajo del tejado, en cada rincón de los patios, están escondidos cargadores con balas de nueve milímetros… Mezcla permanente de dulzura y superviolencia asesina.
Cristian Poveda
Poveda nos mete de lleno en la vida de la M-18, sin explicaciones y sin anestesia. Poco sabemos acerca de los jóvenes que aparecen en el documental, pero podemos leer en sus cuerpos las marcas de una historia difícil de contar; su piel es un mapa plagado de cicatrices y tatuajes en el que podemos intuir una vida llena de vicisitudes. Estos “hijos de la calle” tienen como constante biográfica el abandono o el desamor filial. La pandilla como un hogar, como una familia; la pandilla como un núcleo de identidad y protección.
Poveda maneja con maestría la cámara emplazándola en el lugar correcto en el instante preciso, aun en los momentos de mayor peligro o vulnerabilidad emocional. El director asume una postura respetuosa frente a la realidad que se impone frente a su lente, permitiendo que sean los propios miembros de la comunidad quienes decidan sus temas de conversación y la forma de mostrarse a sí mismos.
La vida loca es un documento invaluable que implicó tres años de intenso trabajo en la comunidad salvadoreña de La Campanera con miembros de la 18 y que le costó la vida a su director. Poveda muere asesinado a balazos a manos de un ala disidente de la 18 quien lo inculpó de servir como informante a la policía. Sin darse cuenta y a pesar de la distancia que en todo momento se esforzó por mantener, Poveda terminó por convertirse en uno de los personajes de la pandilla y al elegir el personaje eligió el destino.