Por Sofía Ochoa (@SofOchoa)
Es inolvidable la manera de comer de Adèle (Adèle Exarchopoulos). Revela mucho de quién es: mastica con la boca abierta, habla con la boca llena, la comida juega dentro de su boca, salpica sobre sus labios sin pena, ella se limpia con los dedos o con la mano, devora con la confianza de quien está solo (aunque esté acompañada) y disfruta como si no hubiera engullido alimento alguno en días… bueno, como si se hubiera saltado una comida. “Golosa”, le dice Emma (Léa Seydoux). Y sí, lo es en muchos sentidos. También es de educación poco refinada, proveniente de clase trabajadora. El director, Abdellatif Kechiche, descubrió a su actriz comiendo, e hizo de esta actividad un motivo en ella. Le gustó tanto su protagonista que le dejó su nombre real al personaje que interpreta y lo incorporó al título: La vie d’Adèle (a pesar de que en la novela gráfica en la que está libremente basada, Le Bleu est une couleur chaude, el personaje se llame Clémentine). Incluso le dedica unas líneas a su significado cuando habla por primera vez con Emma, su amor, en un antro gay: “Espera, es árabe, creo que significa ¿sol… esperanza… amor…?” “Justicia”, espeta la aludida. Es obvio qué tipo de justicia podría clamar una mujer como Adèle, tan llena de atributos, tan en disposición de que éstos se diluyan en su contexto.
La primera vez que Adèle y Emma se ven, también es inolvidable. Adèle camina hacia su primera cita amorosa con un compañero de la escuela. Emma va abrazada a otra chica, muy seguramente su novia. Una calle las separa y, cuando la cruzan en sentidos opuestos y sus miradas se encuentran, apenas pueden desprenderse del campo de visión de la otra. Es la gravedad del momento lo que las aleja, la inercia. Pero pronto saldrán de órbita para volverse a unir y entrar al carril que esta colisión les ha marcado. No hay duda de que así es el amor a primera vista, como la tragedia, inevitable. Aunque Adèle ya había sido preparada para este momento. En una lección escolar, en clase de literatura, estudió un pasaje en La vida de Mariana de Pierre de Marivaux en el que la heroína comienza a sucumbir a la mirada de su amado y reprime de manera natural el deseo de agradar en pos del amor. El profesor de literatura insiste en que analicen la predestinación de los encuentros. El interés de Adèle por lo que dice su maestro, su deseo por verse sometida a una situación similar es evidente: Kechiche la encuadra atenta, curiosa, pasmada, deseosa. Es tan transparente en cada gesto que es casi imposible no asombrarse por la calidad de su actuación no solo aquí, sino siempre. Kechiche es implacable, la cercanía con la que filma es grosera pero necesaria, morbosa hasta cierto punto, pero con una lealtad a la belleza, a las pinceladas de la luz más evocadora, a la verdad del momento, fulminante. No deja que un ápice de alma se manifieste en el rostro de su protagonista, de sus actores, sin que la cámara lo capte.
En close-up’s, el director nos muestra todo sobre Adèle. Su mirada miedosa, sus labios carnosos casi siempre entreabiertos en triángulo, su dificultad al respirar, su tendencia a sorberse los mocos, su cara redondeada –reminiscencias de una niña–, su inseguridad escondida bajo una inocencia deliberada, su entusiasmo por la literatura, su cariño por los niños, su deseo de ser madre, su agitación en las mejillas cuando se enoja y parece que la lengua va a salírsele del hocico mientras ladra arremetiendo contra sus adversarios, su cuerpo: todo –reluciente–, su vida, pero más que nada, su absoluto y determinante enamoramiento de Emma. Adèle queda infatuada en cuanto mira a esta mujer mayor, de proporción más pequeña y más fina que ella, de cabello azul, en una plaza de Lille. Y aunque dice que ha llegado al bar gay, donde se conocen, por “casualidad”, su mirada curiosa y totalmente rendida al amor, demuestra que las palabras de Emma, en este caso, son ciertas: “las casualidades no existen”.
Muy a la francesa, La vie d’Adèle intercala reflexiones existenciales a partir del análisis de piezas de la literatura, la filosofía y la pintura, con episodios de la cotidianidad de Adèle, principalmente con ella como el punto de vista desde el que vemos la historia, y señalando siempre la esencia misma del arte, que es darle un sentido de trascendencia a la aparente banalidad del día a día de nuestras vidas. Está el ya mencionado pasaje de Marivaux, que tiñe de obligado el encuentro “fortuito” entre las amantes. Después, también en una lección literaria escolar, una alusión a Antígona, la hija de Edipo, se usa para hacer hincapié en la existencia de la “esencia” del ser humano y en el momento doloroso de transición de la niñez a la adultez que va acompañado de la desobediencia. Al terminar esta lección, Adéle comienza a asumir un gusto fuera de lo normal pero no necesariamente por su aparente homosexualidad (Kechiche es sumamente ambiguo, para el bien de la película, en el sentido de no encasillar a Adèle con esta etiqueta; así, su amor adquiere un sentido universal y no marginal), sino por la fuerza con la que se le ha metido al cuerpo el deseo por otra mujer. Las confrontaciones sociales son intrínsecas. Adèle es vapuleada con saña por algunos de sus compañeros. Y, en gran medida por el entorno social al que pertenece, más conservador que el de la burguesa Emma (sus padres, por ejemplo, no conciben que una artista pueda ser independiente, y empujan a Adèle a que busque un empleo “seguro”, el de institutriz), Adèle nunca puede acabar de hacer pública su relación con Emma, incluso cuando ya viven juntas. Esta postura, entendible por su entorno, contrasta con la liberal Emma, que ha crecido con padres que parecen estar felizmente divorciados, rodeada de arte, a quien no se le cuestiona por la profesión de artista que ha elegido ni por sus preferencias sexuales y que, durante sus años de crecimiento (los años por los que está pasando Adèle cuando se conocen), encontró en la filosofía de Sartre los elementos teóricos para responsabilizarse por su personalidad. ¿Qué es la libertad sino la asunción gustosa de uno mismo, de tus propias acciones, a través del compromiso? Pero Adéle, a pesar de su enorme disposición, no parece estar lista ¿aún? para asumirse. Y en lugar de intentar comprender las citas del filósofo que Emma le comparte concentrada, recurre a Bob Marley para trivializarlo: “stand up for your rights”, dice, es lo mismo que Sartre. Y para ella, este llamado en reggae significa acudir a manifestaciones políticas a entregarse al canto, al baile, al momento, con absoluto talento para el goce.
Spoiler alert
La vida le cobra factura de la manera más cruel. El miedo que trae colgado de la mirada, sus inseguridades, esa actitud de ensoñación que le permite equivocarse sin que acabe de darse cuenta de lo que ha hecho (hasta que la realidad se le estampa en la cara) la empujan a montar los cimientos de su propia desdicha. Pierde a Emma. En parte, porque nunca se ha tenido a ella misma totalmente. No ha logrado reconocerse y, aunque las –tan comentadas por la crítica– secuencias en las que ellas hacen el amor muestran una relación colmada de sinceridad, de deseo de penetración espiritual a través de la carne, Adèle no ha podido mantener el paso continuo, fuera de la cama, de esa insaciabilidad física. Cuando en el cumpleaños de Emma conoce a sus amigos, artistas, estudiosos, más educados que ella académicamente, se siente incómoda de inmediato y se refugia en la conversación sutilmente laudatoria de un doble que ha trabajado en una película de Hollywood como terrorista árabe. A Adèle la atrapó la mirada de Emma, pero no ha podido trascender su condición pasiva, de objeto que es mirado, para convertirse en su propia guía. En la fiesta, Emma la presenta como su “musa y la que preparó todo”. En la fiesta, ya está ahí quien será la próxima amante de Emma.
En la fiesta está también un importante crítico de arte, al parecer, el más importante de Lille, el que podría lanzar a Emma como pintora a la fama. Y es precisamente él, el único de una edad notoriamente dispar entre los asistentes, quien, junto con su anfitriona, pone sobre la mesa la siguiente discusión intelectual: el acotado placer masculino, frente al místico, femenino (el orgasmo de una mujer es una experiencia fuera del cuerpo, alega) y recuerda al adivino ciego y tebano, Tiresias, que experimentó el placer como hombre y como mujer, y concluyó que esta última disfrutaba nueve veces más un orgasmo que él. Este articulado y curioso personaje lo usa Kechiche para anticiparse a la más difundida crítica sobre su propio filme que, debido a las tres explícitas, sensuales y largas secuencias de sexo entre las dos mujeres, ha sido acusado de explotar sus cuerpos, recurriendo a fantasías masculinas más que a la realidad lésbica del contacto sexual. El personaje del crítico señala que en el arte se representa el placer de la mujer, y el del hombre únicamente cuando hay una mujer de intermediaria. Y cuando alguien dice “se lo imaginan, son fantasías”, recurre nuevamente al hecho de que el placer femenino es más profundo e intenso, y aduce que frente a éste él, como hombre, no puede sentir sino frustración. El grado de detalle extenuante que Kechiche usa en cada segundo de su metraje, justifica que lo haga también en las secuencias sexuales a partir de su propio bagaje, imaginación y poder de creación, que son los recursos de todos los artistas. La conmoción de estas secuencias es tan intensa como cuando se cruzan y se miran por primera vez o cuando Adèle está siendo acusada de lesbiana por sus compañeros o en el momento del feroz rompimiento o cuando vuelven a reencontrarse en un pequeño restaurante. Que estas secuencias sean las que más atención han merecido, dice más sobre el tipo de sociedad que somos que sobre la moral de la película, y a nadie le gusta sentir que su traje es más transparente que el del emperador.
El eje de La vie d’Adèle, la película (no el ruido alrededor), es la manera revolucionaria en la que el amor, el profundo encuentro con el otro, nos obliga a conocernos y transformarnos. Por el tratamiento tan fino que le da Kechiche, rápidamente vemos el corazón del filme y se nos olvida que la relación que exploramos es entre dos mujeres; lo que importa es que la relación es entre dos personas. Y gracias a que los rasgos que hacen a este vínculo algo único (las diferencias sociales, de edad, la aparente homosexualidad, la fase de maduración por la que pasa Adèle) están tan vivamente expuestos, el resultado final apela a la universalidad. En el último encuentro entre ambas, durante la primera exposición importante de Emma (avalada por el crítico de arte de la fiesta), la pintora ha perdido todo rastro del azul que las unía. El cabello le había crecido ya desde un poco antes de separarse, dejándola güera, y ahora va vestida de rojo. Adèle va con un coqueto vestido azul, soñando con llamar la atención de su ex. Pero los cuadros colgados en las paredes le hacen ver con claridad el estatus en el que se encuentran. El azul que distinguía su unión ha sido reemplazado por el rojo que corresponde a la nueva mujer de Emma. Adèle se marea, pierde el apetito, tiene que huir de la galería. Lleva sobre la piel la marca de su relación anterior, pero los caminos se le abren con incertidumbre. Algo está claro: tendrá que acostumbrarse a que de ahora en adelante llevará a cuestas los cadáveres del pasado.