Los intentos de Hernández Cordon
Por Sofía Ochoa (@SofOchoa)
Ya decía Samuel Beckett que hay que fracasar y luego fracasar mejor. Porque fracasar una vez es fácil, pero para volver a hacerlo hay que tener templanza para levantarse y algo de imaginación para encontrar un nuevo camino que conduzca directo a la angustia y al infortunio. De eso está hecho el filme de Julio Hernández Cordón, Las marimbas del infierno, de una sucesión trastabillada de empresas frustradas, de una serie de malabarismos originados por un tropiezo que acaecen en un aterrizaje forzoso, de boca y sin meter las manos.
Don Alfonso (Tunche) lo ha perdido todo ante las amenazas de los Maras: su familia, su empleo, su casa. Todo menos su marimba. Para recuperarse, se alía con el ex convicto Chiquilín (Monterroso) y el rockero Blacko (González), otro par de desempleados. Juntos forman una banda de “metal con marimba”, dicen ellos, aunque el vocalista, Chiquilín, poco entiende de este género que se empeña en arrastrar con sus carraspeadas líricas hacia el hip hop. Eventualmente, don Alfonso lo pierde, ahora sí, todo.
Hernández Cordon, retomando lo ensayado en su primer largometraje Gasolina (2007), parte de la realidad, utilizando recursos del género documental, para contar una historia que es, como él ha dicho, tan absurda como Guatemala, el país en el que se origina. Su película ensambla las tragedias reales de los tres actores (que narran a cuadro cuando se les investiga) con la ficción que él tenía planeada en sus escasas 35 páginas de guión (la historia sobre la formación de la banda imposible). Su intención es que realidad y ficción se alimenten la una de la otra.
En la primera secuencia, un entrevistador que no sale a cuadro interroga a don Alfonso. Le pregunta por su pasado, por su soledad. El músico, acechado por la cámara, en una esquina, visiblemente incómodo, llora mientras narra sus pesares. Algo hay, sin embargo, en el espíritu de este pobre hombre, que lo empuja a buscar a Chiquilín y Blacko para iniciar un proyecto que evidentemente (sólo hay que escucharlos ensayar) se vendrá abajo. Pero no se nos revela qué es. Aunque los elementos formales del documental (close ups, cámara fija, algunos no actores en escena) se entremezclan indistintamente con la ficción, no hay un hilo que comunique al don Alfonso real con el personaje de Hernández Cordón. Queda sin explicarse, por ejemplo, por qué un marimbero querría estar en una banda en la que su sonido se perderá entre la batería desbocada y las guitarras eléctricas, en el mejor de los casos. Este vacío narrativo se siente, más que por su disonancia, porque hace evidente el abuso de imágenes de la realidad para transmitir una atmósfera –de frustración, en este caso.
El filme está dedicado a todos aquellos que se empeñan en lograr empresas imposibles en Guatemala. Una cosas queda clara en Las marimbas del infierno: la sensación de impotencia entre sus habitantes, que se mueven de un lado a otro a medio despertar. Perder parece inevitable, pero hay quienes se empeñan en intentar lo imposible.