Cuando con su ópera prima, El regreso (2003), ganó el León de Oro en Venecia, de inmediato el ruso Andrey Zvyagintsev fue comparado con su compatriota, Andrey Tarkovsky. La docilidad con que movía la cámara, la creación de atmósferas taciturnas acentuadas por iluminación evocativa, el doblaje de los diálogos, los cambios de foco, juegos de profundidad en el espacio, la puesta en escena aprovechando todas las posibilidades del cuadro, la ambigüedad de las situaciones, lo enigmático de la trama, la peculiar forma en que se desenvuelve el tiempo, provocaban la sensación de que lo que se estaba viendo era producto de la memoria, del recuerdo de alguien, muy a la manera que solía hacerlo el gran maestro. Pero no sólo esos detalles de la forma disparaban la referencia; también en los temas, en la utilización de símbolos, sobre todo en el carácter espiritual de la obra se percibían ecos de aquel genio. Aunque en realidad solo eran eso, ecos. Zvyagintsev, desde entonces, demostraba que tenía voz propia y la capacidad y talento de sobra para darle cauce.
Tanto en El regreso, como posteriormente con The Banishment (2007) -uno de mis filmes favoritos en el London Film Festival del 2008, adaptado de una novela del armenio William Saroyan-, y después con Elena (2011) –su única cinta urbana, hasta el momento-, Zvyagintsev patentizó la fuerza con que puede plantear intensos dramas, concebir personajes complejos llenos de vida interior y la naturalidad con que consigue plasmar distintas postales, todas hondas, de la Rusia contemporánea.
Es notorio, sus filmes previos lo avalan, que la preocupación fundamental de Zyvagintsev no se orienta a la disección de la realidad política de su país; el suyo no es un cine de denuncia. Él, más bien, es un dignísimo heredero del linaje de artistas rusos capaces de escrutar con sensibilidad, maestría, elegancia y, por encima de cualquier otra cosa, verdad (tanto en la rectitud del propósito, como en la precisión con que lo ejecuta) el alma de los distintos miembros que conforman el pueblo ruso. Esa minuciosidad y lo certero en la auscultación del comportamiento humano de los personajes que el realizador crea, desarrolla y expone en sus filmes, les confiere un carácter universal, un atributo que permite a sus historias arraigarse en los espectadores de todo el planeta. Siendo así, incluso pareciendo paradójico en un inicio, se vuelve inevitable que su discurso adquiera rasgos políticos. Imposible establecer el perfil completo, exhaustivo de un individuo sin otorgarle una cualidad política a su personalidad. El hombre es un zoon politikón, decía Aristóteles. Los filmes que lo ignoran suelen sentirse inacabados. Por eso en las obras de Zyvagintsev, en las cuatro, la política se hace patente, ya sea de forma directa o a través de referencias simbólicas. Es cierto, empero, que en ninguna se había insertado con tanto ímpetu como lo hace en Leviathan.
Kolya (Aleksey Serbriakov), un hosco mecánico que oxigena su vida permanentemente con vodka, vive con su hermosa y joven esposa, Lilya (Elena Lyadova), y con Roman (Sergey Pokhodaev), su adolescente hijo –de la primera esposa, que lo dejó viudo-, en una vetusta y desvencijada casa que por generaciones le ha pertenecido a su familia, en un vasto terreno, al pie de la montaña, con privilegiada vista al Mar de Barents. Su localización estratégica hace que Vadim (Roman Madyanov), el alcalde de la zona (un tipo corrupto, sin escrúpulos y también aficionado pertinaz al vodka), se obsesione con la propiedad y emita una resolución judicial obligando a Kolya a vendérsela por un puñado de rublos. Dimitri (Vladimir Vdovichenkov), amigo de Kolya de sus días en el Ejército, ahora es un abogado de los círculos influyentes de Moscú que viaja para intentar defenderlo contra la arbitrariedad que el Estado le quiere infligir. Dimitri es un tipo apuesto, ateo confeso (sólo cree en los hechos) que tolera los exabruptos de Kolya, comparte sus recuerdos, posee la capacidad, contactos y mañas para poner en jaque a Vadim, y el atractivo para mover el tapete de Lilya. Su llegada convulsiona, para bien y para mal, el estado de las cosas en la región. Vadim, protegido por la ley y sus guardaespaldas, es un semidios intocable e intratable; solo se cuadra ante el jerarca de la Iglesia Ortodoxa de la zona, de quien escucha consejos espirituales y al que ofrece regalos y dádivas; es un tipo rastrero, pendenciero y rencoroso que no se dejará intimidar por Dimitri y utilizará todo cuanto está a su alcance y poder (que no es poco) con tal de quitárselo de en medio y despojar a Kolya de su propiedad… y de todo lo demás.
Para muchos, me incluyo, Leviathan debió ganar la Palma de Oro en Cannes. Se trata de la veloz consolidación de una carrera aunque breve, seria, sólida y punzante. Se llevó el merecido Premio a Mejor Guión por un trabajo cuidado en extremo, inmaculada base sobre la que la construcción fue igualmente impoluta. Leviathan es cine en su máxima expresión. Es un filme de un brío devastador, que presenta una colección de tragedias personales, cada una rociada de enigmas y misterios, todas formando parte de una tragedia mayor, que es el estado actual de la vida política, social y económica de la Rusia que lleva años dominando Vladimir Putin. Zvyagintsev no admite concesiones, ni ofrece redenciones, aparentemente. El panorama que pinta es desolador y no parece haber salvación posible; al menos no en este plano de la existencia. Porque, a pesar del propio título del filme, y de varias secuencias –una en particular- ilustrativas, a través de los diálogos, de la profundidad de sus cavilaciones, y de los símbolos a los que recurre (de forma notable el del esqueleto de la enorme ballena, los cascajos de los barcos, las ruinas de una antigua iglesia; vestigios de un pasado, una vida que expiró), pocos han reparado, o se han atrevido a señalar la dimensión completa de cuanto el director ruso ha expuesto en esta obra maestra. Es una brutal historia ocurrida en realidad en Estados Unidos de la que se enteró Zvyagintsev y decidió adaptarla al contexto de su país, colmándola además de teoría política y social, así como referencias bíblicas que enriquecen su lectura.
Leviathan es un monstruo descomunal, según se lee tanto en el Génesis como en el Libro de Job del Antiguo Testamento. “Delante de él se esparce el desaliento”, señalaba Job; “Es rey sobre todos los soberbios”, remata él mismo. En el tratado de política del mismo nombre que escribió Thomas Hobbes, el filósofo inglés, Leviathan es –aludiendo también a la Biblia- un monstruo pero creado por el hombre en la forma de un Estado integrado por lo secular y lo espiritual que ostenta un poder absoluto que ejerce con severidad para evitar que los hombres se acaben entre sí. El filme de Zvyagintsev está conformado a partir de esos elementos; y de otros tantos. Su interés primordial, lo ha clarificado él mismo en diversas ocasiones, es examinar las relaciones humanas (fundamentalmente aquellas enmarcadas en la familia y las que manifiestan rebelión contra una figura de autoridad), el comportamiento del hombre, en especial cuando éste es puesto en situaciones apremiantes. En el caso de Leviathan, un individuo confrontado al sistema, a uno opresor y despótico. Sucede que, a partir de esa pugna, de la que es poco probable que salga bien librado, se encadenan una serie de infortunios que lo hacen perder todo: pertenencias, familia, amigos, incluso su libertad. No es únicamente el monstruo del poder del Estado el que es inclemente con sus súbditos; son los iguales, los cercanos, los que terminan lastimando, traicionando a quien intenta llevar una vida de la forma más decorosa posible. Es la catástrofe moral, y es otra alusión, más avanzada, al término Leviathan. El hombre está solo y así es incapaz de dar la batalla contra el sistema. ¿Qué le queda? ¿La desdicha y la fatalidad? Así pareciera. Así lo leen muchos en el filme. Seguramente ese sería el corolario si la meditación proviniera de otro artista.
El pueblo ruso ha sido continuamente sometido por gobiernos represores, abusivos, que han escamoteado su libertad. Es una historia tan añeja que el ciudadano común desconfía de su posibilidad de incidir en las decisiones gubernamentales que dan destino a sus vidas. Alexander Solyenitzin escribió de forma abundante respecto a este rasgo del carácter ruso y a sus causas. Después de los años de apertura, a partir de la asunción de Mijaíl Gorbachov a la Secretaría General del Partido Comunista de la URSS (1985), pero también del caos posterior, de la independencia las repúblicas soviéticas, crisis económica y de identidad de los rusos, el surgimiento de la figura de Vladimir Putin (procedente de la burocracia del Partido Comunista), en un mundo diferente, que ha cambiado, y con un pueblo que tampoco es ya el mismo, ha sido desmoralizador para quienes confiaban que el pasado autoritario no volvería a repetirse nunca. Desde el año 2000 en que Putin llegó al poder, ha establecido un régimen que paulatinamente ha retomado el dominio que se ejercía en la antigua URSS, con base en un gobierno enérgico, despiadado, que restringe las libertades individuales, que elimina las voces discordantes, aterroriza a la oposición y a quienes piensan diferente. Lo ha conseguido en buena medida gracias al control impuesto sobre los medios de comunicación y con el apoyo y complicidad de la Iglesia Ortodoxa Rusa. Es decir, un programa que parece emprendido a partir de los postulados del libro de Hobbes.
Zvyagintsev insiste en que si bien en su filme reflejó una realidad que él conoce y padece porque es en la que vive, su intención no fue ahondar en las características específicas de un sistema en concreto, en este caso el ruso. Lo dice quizá por prudencia, para evitar ser colocado en un círculo rojo de enemigos del gobierno; también es posible que lo haga en defensa de su posición de artista que, piensa él, debe responsabilizarse por explorar las problemáticas más íntimas del hombre, sin asumir posturas políticas. Es cierto. También lo es que la historia narrada en el filme perfectamente puede ser imaginada en muchos países (está pensada como una parábola universal, ha dicho), la mayoría, en los que la corrupción y la criminalidad de la autoridad aplasta los derechos de quien se le venga en gana con tal de obtener cuanto quiera, como quiera. Es fácil pensar que algo similar pueda ocurrir en algún municipio de cualquier región mexicana, o de cualquier otro país latinoamericano, africano, asiático, e incluso varios europeos. La anécdota de la que partió Zvyagintsev sucedió, como apunté antes, en Estados Unidos. Pero también es nítido que el director, una vez que la situó en los territorios que le son familiares, afiló sus observaciones para exhibir el grado de descomposición social imperante en su país, en buena medida como consecuencia de la administración “gangsteril” que Vladimir Putin ha depurado. Un cuadro suyo adorna la oficina del siniestro alcalde; en algún momento aparece en la televisión la noticia del arresto de las integrantes de Pussy Riot; y en una maravillosa secuencia dotada de gran comicidad –elemento constantemente injertado, con gran juicio, dentro de tan intenso drama-, en la que con una buena colección de vodkas en el cuerpo, varios personajes organizan una competencia de tiro en un día de campo, utilizando fotografías enmarcadas de Lenin, Stalin, Khrushchev, Brezhnev y hasta Gorbachov como blanco para sus disparos.
La periodista Anna Politkóvskaya escribió en muchas columnas en contra de las formas antidemocráticas con que Putin gobernaba su país, y terminaba de escribir su libro, Diario ruso, que revisaba con frustración e impotencia el nivel de cinismo, crueldad y avaricia con que se conducía el gobierno, cuando fue asesinada en Moscú, por un sicario, en el 2006. Muchos analistas rusos y de países europeos siguen sospechando de la responsabilidad de Putin; no es descabellado hacerlo. El libro concluía con una nota de total pesimismo pues no veía posibilidad de que las cosas cambiaran pronto. En 2015, Putin sigue ejerciendo el poder; cada vez con menor recato y de modo más déspota. De forma impensable, Leviathan fue elegida por las autoridades de cine ruso para ser elegible a la terna para Mejor Película Extranjera en los próximos premios Oscar. Cuando el filme ganó el premio en Cannes, Putin incluso felicitó a Zvyagintsev recalcando que el premio era “evidencia del enorme potencial creativo de la cinematografía y su vigoroso desarrollo”. Pero con la inminencia de los Oscar (en donde es favorita en su categoría, pues los norteamericanos querrán, más allá de sus incuestionables méritos artísticos, premiar en estos momentos de tanta tensión entre Occidente y Rusia un filme que critica a su propio gobierno) y su estreno justo en estos días en cines rusos, el Ministro de Cultura, Vladimir Medinsky, ha reiterado sus duros reproches a la película, además de aprobar leyes que permitan a su ministerio negar permisos de exhibición a cintas que amenacen la “unidad nacional” o “denigren su cultura”. Importantes miembros de la Iglesia Ortodoxa Rusa también han desacreditado Leviathan aunque, aceptando, que ni siquiera lo han visto. Un sacerdote de la localidad donde se filmó la película la consideró fiel a la realidad que ahí se vive.
Lo irrefutable es que, más allá de la discusión política, Leviathan es un filme portentoso. Visualmente es hermoso. Es sencillo, la cámara apenas se mueve (a diferencia de en sus filmes previos), pues se concentra en capturar todo el drama que se desenvuelve delante de ella, suficiente para cautivar la atención del espectador. Cada una de las situaciones que se plantean permiten avanzar en el conocimiento de los personajes, a través de los diálogos, pero igualmente de las miradas, de los gestos, del vestuario, incluso de los silencios. Las interpretaciones están calibradas a un nivel de excelencia; imprescindible para hacer funcionar las interacciones entre los personajes y lo auténtico de la gravedad de cuanto representan. La paleta de colores, inclinada hacia un azul venturoso (como Zvyagintsev acostumbra, con excepción en The Banishment), es puesta en juego con la grandiosidad del paisaje por Mikhail Krichman, el fotógrafo habitual; experto, además, con o sin desplazamientos, en utilizar todo el espacio de los cuadros que plantea, aprovechando objetos, las coreografías de los propios personajes, o simplemente colocándolos de forma a un tiempo estética y eficaz para la trama, recurriendo a los cambios de foco siempre en los momentos adecuados. La edición es ágil pese al respeto que Zvyagintsev guarda por un ritmo que se atiene al pausado desenvolvimiento de la historia. La música de Philip Glass puntualiza el drama o la expectación en algunos episodios claves del filme, pero nunca es tan sobrecogedora como cuando caen los créditos finales.
Es Leviathan un filme demoledor. Tan demoledor como una grúa derrumbando una casa. Un contundente ejemplo del poder expresivo del cine en su búsqueda por desentrañar lo más profundo de la humanidad del hombre. Cuando Kolya cree haber tocado fondo en su miseria, cruza su camino con un sacerdote, no de los que viven su religiosidad en la comodidad y el lujo, distanciados de su grey y en connivencia con los potentados, sino de los que viven la caridad y la humildad, hombro con hombro con los menos favorecidos. Kolya le reclama la ausencia e indiferencia del Señor. El padre le contesta que nunca lo ve orar en misa. La suya, le hace sentir, es de ese tipo de fe cristiana convenenciera de quienes solo recuerdan a su Señor cuando lo necesitan. Pero, más allá de ello, el padre le aclara que Dios actúa de forma misteriosa y que nada en la vida, en esta vida, es necesariamente justo. Y para clarificarle todo le habla primero, en forma alegórica, del Leviathan; después, en un lenguaje más accesible para un hombre sencillo como Kolya, de la vida de Job, un hombre bueno que pierde todo: su fortuna, a sus hijos, su salud, es repudiado por su mujer, y sin embargo se mantiene siempre leal a Dios; nunca le recrimina nada, tiene paciencia, resiste y, eventualmente, recibe su recompensa. El paralelismo con lo que está padeciendo Kolya no puede ser más rotundo. ¿Cuánto más tendrá que soportar Kolya; por cuánto tiempo? El tiempo que vemos en pantalla quizá sea insuficiente. ¿Cuánto tiempo más tendrá que soportar Rusia los pesares que en este período de su vida le ha traído el gobierno de Putin? Zvyagintsev, un creyente declarado, es menos cínico que quienes se niegan a ver la claridad de su mensaje. Job, de nuevo, es el ejemplo que el director decididamente ha propuesto. Como artista que se precia de ser, no se lo impone al espectador, pero la fuerza de la secuencia, aunado a la relación que guarda con el título mismo del filme, evidencia su posición. El hijo de Kolya irá a vivir con sus amigos y, quizá, por lo pronto eso sea lo mejor para todos. ¿Cómo se las arreglan los Job contemporáneos en el mundo actual, en su natal Rusia? “Uno no debería hablar en voz alta acerca de lo sagrado y lo trascendente porque en cuanto empezamos a parlotear al respecto, toda su magia y sacralidad se evapora. Uno debe sugerir lo que es verdaderamente trascendente”, comentó Zvyagintsev en una entrevista a Indiewire en el 2004, y en el 2015 sigue fiel a ese principio.
No por ello (al contario), ha evitado cerrar el filme con una elocuente secuencia, en la que vemos reunidos al poder civil y al eclesiástico, en el acto de consumación del mal perpetrado en confabulación, que patentiza el daño que provoca una iglesia que vive en amasiato con el César. Es la homilía del obispo, frente a la élite política y sus familias, que lo escuchan con rostros piadosos, en la que el religioso se jacta, con vehemencia, de estar despertando (la Iglesia, el Estado) el alma de Rusia y atiza a los congregados a defender la verdad y la fe ortodoxa, todo en nombre de Dios. La ceremonia es solemne, la iluminación es acogedora, el ambiente es de bienestar, pero las palabras son desafiantes. A la luz de todo lo que hemos atestiguado, cuanto vemos y escuchamos se aprecia impregnado de sarcasmo; peor aún, la hipocresía institucionalizada a ese grado, esa fuerza del mal que termina devorándolo todo, insertada en el corazón de los depositarios de la protección civil y espiritual de la sociedad, puede hacer temer que no hay escape ni salvación posible en esta desesperanza existencial. La maravilla de un fastuoso mar que renueva sus aguas a cada segundo, y el recuerdo de las andanzas de Job pueden ayudar, cuando menos a algunos, a ponderar que a pesar de todo, quizá sí las haya.