“Great moments with Mr. Lincoln” es una atracción que puede verse enDisneylandia. Se trata de un audio-animatronic con el semblante de Lincoln –creado por Blaine Gibson, legendario colaborador de Disney, a partir de la máscara mortuoria de Lincoln hecha por Leonard Wolf– que se levanta y gesticula mientras declama un discurso sobre la libertad, la independencia y la soberanía (armado a partir de varios grandes momentos de las diatribas dadas por el presidente). Creado originalmente para el Pabellón de Illinois en la Feria Mundial de Nueva York en 1964, fue llevado a California en 1965, a cien años de la muerte de Lincoln, donde repetía varias veces al día los movimientos corporales y faciales del presidente. No era visto como una aparición, pero casi. Una presencia in situ de la historia en un lugar como Disneylandia, capital de la evasión. Este portento de tecnología, sentado ahí, listo para levantarse y repetir sus líneas, no dejaba de tener algo de fantasmagórico. Esos cinco minutos en los que se manifestaba el fantasma de la historia en el Reino Mágico, aún como un acto de constricción hecho por sus visitantes antes de seguirse y subir a Dumbo (el equivalente a comerse las verduras antes del postre) no deja de convertir esta mínima aparición del pasado estadounidense en parte integral de un territorio dedicado a rehuir. Lincoln y Mickey Mouse coexisten en el mismo predio. Lincoln es un mito; su vida y leyenda conviven en el rigor de un culto que lo ha convertido en figura ejemplar. Están las aventuras de Lincoln cuando niño, están las vicisitudes del joven Lincoln (referencia obligada es la película dirigida por John Ford en 1939, con Henry Fonda), y están también las luchas de Lincoln como presidente, promulgador de la Enmienda XIII sobre la abolición de la esclavitud que provocó la Guerra de Secesión. Se trata de una figura tan omnipresente que resulta inasible, semejante a las monedas de un centavo, que llevan su perfil. ¿Cómo puede relacionarse el siglo XXI gringo (evanescente y paranoico, con una visión de videojuego de la realidad y el mundo) con su pasado histórico? La respuesta la tiene el joven novelista de culto Seth Grahame-Smith (famoso por sus versiones con zombis de las novelas de Jane Austen), cuya novela Abraham Lincoln: Cazador de vampiros (2010), fue llevada a la pantalla en el 2012 por el realizador rusoTimur Bekmambetov (veterano posmoderno y figura de culto del “nuevo” cine de vampiros): para relacionarse con Lincoln hay que volverlo a inventar, convertirlo en un superhéroe que arrastre (o mejor, que lleve) consigo la dignidad americana. El sur confederado es liderado por vampiros, símbolo de antiguas prácticas inconfesables: hay que liberar al sur de su pasado vergonzoso, de su idiosincrasia, de su estrechez de miras. Olvidémonos deMargaret Mitchell y de todo Lo que el viento se llevó (1939). Siempre se puede hacer bellísimo de la opresión, si no, ¿qué sentido comercial habría tenido el realismo mágico latinoamericano? Un proyecto semejante en México sería la lucha de Benito Juárez contra naguales, los cuales aparecerían, por supuesto, afrancesados y conservadores.
Las razones de Seth Grahame-Smith para su Abraham Lincoln tuvieron que ver con las necesidades siempre por ser saciadas del folclor pop gringo. Es un thriller lleno de malestar cultural. Lincoln es actualizado según los puntos de identificación que vive la juventud estadounidense en este momento: la Guerra de Irak, la amenaza de una recesión económica y la continua invasión de inmigrantes. Son síntomas sociales proyectados a la feliz dicotomía de lo maniqueo.
Las razones que tuvo Steven Spielberg para hacer este filme, también estuvieron relacionadas con los acercamientos posibles de esta figura con el público masivo (el pueblo, para citar a Lincoln). Sin embargo, no se lanzó en pos del retrato monumental y mesiánico, consecuencia de la grandilocuencia cívica de los gringos (ese mismo que conjuró y revaloró Smith desde lo fantástico). Simplemente buscó representarlo como un hombre, con sus manías y sus mañas, en sus pequeñas trifulcas domésticas y en la cálida elocuencia de sus presentaciones públicas; decidió separarlo del lastre histórico que lo convierte en monumento.
A pesar de esto, en Spielberg, la figura de Lincoln (el perfil en las monedas de un centavo, el robot en Disneylandia y el monumento en Washington) se destaca emblemática. Es insignia en el claroscuro de los escenarios diseñados por Rick Carter, capturados por su viejo colaborador, el fotógrafoJanusz Kaminski. Cada uno de los encuadres brilla con los matices y el trabajo de la luz de los maestros luministas estadounidenses; parecen escenas que se han evadido del Museo Smithsoniano para ser traídas a la vida. Kaminski y Carter consiguen en pantalla un catálogo de retablos preciosistas donde son los actores los que logran –heroicamente– darle verosimilitud a todo el asunto. No hay desperdicio, todos se lucieron. Daniel Day-Lewis, Sally Field, Tommy Lee Jones, David Strathairn, Hal Holbrook, James Spader, Jared Harris… puedo seguir hasta hacer la lista del elenco completo; todos dieron lo mejor de sí. Lincoln, como tantos otros filmes de Spielberg, puede celebrarse por su producción, su fotografía y el trabajo de sus actores.
Yo me pregunto, de todos modos, las razones para que Spielberg ejecutara una producción que le llevó tantos años. Según dijo en entrevista (con Ann Hornaday, del The Washington Post), tuvo que ver con la visita que hizo cuando tenía seis años con su tío al Monumento de Lincoln en Washington. Según dijo, se sintió aterrorizado al ver ese “gigante inmenso” sentado en esa silla enorme. Tuvo tanto miedo que no pudo levantar la vista y verle la cara. Solo llegó a mirarle las manos. Mientras, jalaba a su tío para que lo sacara de ahí. El niño frente a la historia; la inocencia que busca sobrevivir a pesar de los horrores, asida a la ilusión; esto define en gran medida la preocupación esencial de Steven Spielberg a lo largo de su filmografía, lo que une sus extremos: Saving Private Ryan (1998) y The Adventures of Tintin (2011). Esto es lo que puede redimirlo como autor más allá de haberse consolidado dentro de la industria. Este relato, sea cierto o no, más allá de su vinculación con la infancia y la inocencia, pone en evidencia la pregunta que, según mi opinión, determinó la línea que seguiría la redacción del guión de Lincoln, a cargo de Tony Kushner: ¿Cómo asir una figura histórica de un tamaño tan monumental?
Kushner había colaborado con Spielberg como guionista de Munich (2005), filme en que Spielberg revisó el thriller político como género, mientras que buscó mostrar el lado humano detrás de la cacería realizada por el Mossad de los responsables del secuestro y muerte de los atletas israelíes durante la Olimpiada de 1972. Se trató, en los dos filmes, de enfrentar a colosos monstruosos, de despertar polémicas y ofrecer campo de especulación al respecto de las correspondencias y sentido de la oportunidad tenida con la actualidad social y política. No se hicieron esperar las comparaciones entre la situación política de Lincoln, recién electo para su segundo período presidencial, con la situación política de Obama, también recién electo. Esto resulta demasiado sencillo como para convertirlo en la coyuntura que justificara la actualidad del filme. Son más bien los tejemanejes políticos. Las trampas, los ocultamientos y las negociaciones que llevaron a que se aprobara la Treceava Enmienda de la Constitución antes de que los Estados Confederados acabaran por rendirse. Spielberg encontró en el libro Team of Rivals: The Political Genius of Abraham Lincoln, de la historiadora Doris Kearns Goodwin (conocida también por sus libros biográficos de Lyndon Jonson, Franklyn y Eleanor Roosevelt, y la familia Kennedy) el momento justo que describe a Lincoln: dice su origen rural, su gusto por contar historias, su vida en familia y su capacidad visionaria como estadista. Se trata, más allá de su necesidad (por no decir, obsesión) de retratar verazmente la figura de Lincoln y el tiempo que vivió, de un relato ejemplar con aspiraciones cívicas, de una puesta al día de un proceso que se sigue viviendo en los Estados Unidos. Sólo me queda pensar que continúa, en términos formales y temáticos, la veta explotada en filmes de época comoThe Color Purple (1985) y Amistad (1997), recordatorios de un pasado y una lucha que no ha terminado.
El historiador Kevin M. Levin, especialista en la Guerra Civil estadounidense, salió a la defensa de Spielberg con un artículo publicado enThe Atlantic, a partir de las múltiples críticas lanzadas por algunos de sus colegas al respecto de la veracidad de algunos de sus detalles, como también, al respecto de omisiones que le resultan obvias, dado su conocimiento de las fuentes y especialidad en el tema. No hay película histórica que satisfaga a los historiadores, quienes no dejan de aprovechar la oportunidad de comentar al respecto de alguna inconsistencia descubierta. Levin cita al propio Spielberg al respecto, en una declaración hecha –precisamente– en Gettysburg, lugar de una de las batallas más cruentas de la Guerra Civil. Según Spielberg, explorar lo desconocido es algo que traiciona la labor del historiador. El cineasta puede recuperar lo que ha perdido la memoria, pero –en el mejor de los casos– esta “resurrección es una fantasía… un sueño”. Estos tres sustantivos, tomados literalmente de la declaración de Spielberg, describen en gran medida la esencia de su cine, o mejor dicho, su búsqueda como realizador. Podría detenerme aquí para hacer catálogo de las resurrecciones presenciadas, las fantasías cumplidas y los sueños perseguidos que han desfilado como planteamientos argumentales, vueltas de tuerca y epifanías catárticas. El éxito de Spielberg se debe a una fórmula que repite con parsimonia ritual: una progresión aprendida, efectiva como la de un mago que sabe reinventarse sus caminos recorridos, que sabe tomar riesgos y saltar cuando nadie lo espera (o cuando todos esperan otra cosa), al son imprescindible e irremediable de la banda sonora de John Williams.
La ilusión siempre sobrevive, al final.