Ambientada a finales de los años sesenta, Ignacio Carrillo, un famoso juglar, decide hacer un último viaje para devolver el acordeón a su viejo maestro. En el camino encuentra a Fermín, un joven que desea aprender a tocar este instrumento y convertirse en un juglar. La historia está ubicada en 1968, año en el que se inauguró el Festival de la Leyenda Vallenata, que marcó la introducción de esta música a la industria comercial y también la desaparición de los juglares. De tal modo, el viaje final de Ignacio es una alegoría del fin de estos legendarios personajes.
Segundo largometraje de Ciro Guerra que vale la pena ver para conocer la riqueza cultural colombiana y alejarnos de la idea común que se tiene de este país, en el que la violencia y el narcotráfico es lo único que sucede. Ciro Guerra es oriundo de Río de Oro, región del norte de Colombia, creció empapado de leyendas sobre juglares y de música vallenata. El juglar vallenato era un músico que iba de pueblo en pueblo acompañado por su acordeón, amenizando fiestas o simplemente parrandeando, viviendo de la caridad de las personas que le ofrecían posada y comida por unos días.
Cansado de la vida de juglar, Ignacio decide que no quiere tocar más, pero no lo puede hacer mientras cargue con el acordeón. Por lo que emprende un largo viaje para devolvérselo a su dueño: el maestro Guerra. Fermín le acompaña porque ha escuchado de él y anhela poder tomarlo por maestro. Ignacio se rehúsa, pero es tanta la insistencia y la persistencia del joven que termina aceptando su compañía. El viaje significa para Carrillo el final de una vida errante y para Fermín el inicio de una vida nómada.
En el camino a la Alta Guajira, donde se encuentra el maestro Guerra, Carrillo y Fermín conocen diversos territorios en los que las costumbres locales son heterogéneas. Los valores morales son establecidos y respetados por la comunidad. Vemos un duelo entre dos hombres que pelean a muerte en medio de un puente, en el que no se explica cuál es el motivo del enfrentamiento. Sin embargo, la pelea es observada y autorizada por el pueblo.
Al ver la película se vuelve casi indispensable pensar en Cien años de soledad, la novela de Gabriel García Márquez, en pueblos fantásticos en los que se mezcla lo real con lo mágico, impregnados de historias ancestrales, leyendas, mitos y cuentos. Esta es la Colombia que retrata Ciro Guerra en Los viajes del viento, territorios donde la tradición es milenaria. Abundan las historias sobre personajes mágicos, en las que la brujería y las creencias religiosas guían las acciones de los provincianos. Así, por ejemplo, una de las pausas que hacen Ignacio y Fermín es para localizar al único hombre capaz de reparar el acordeón dañado, el hermano de Ignacio que vive solo en medio de las montañas. Él cuenta a Fermín la historia del acordeón: fue propiedad del diablo, pero un talentoso juglar se lo ganó en un duelo musical; aunque, como venganza el demonio, condenó con una maldición a todo aquel que lo tocara: la soledad.
También observamos un rito iniciático, en el que Fermín es aprobado como músico con sangre de lagartija. Es la primera película colombiana donde se introducen algunos de los muchos idiomas que se hablan en esa nación.
Los paisajes recorridos por maestro y alumno o, tal vez, por padre e hijo, son captados por el fotógrafo Paulo Andrés Pérez, quien hace un excelente trabajo, sin luz artificial en la secuencias de día, logrando mostrar los cambios de luz de los diversos panoramas, desde la luz inclemente del desierto hasta la luz tenue de la selva. Filmada en super 35, permite contemplar ampliamente los lugares por los que pasan los protagonistas.