5 recomendaciones de Natalia López para verse durante la pandemia
Varios de los mejores filmes que se han hecho en México en los últimos años han sido dirigidos por mujeres. Y no se trata de una aseveración políticamente correcta, mucho menos una que busque simpatías del momento, particularmente durante esta semana. Es una realidad certificada incluso en el plano internacional. Sin señas particulares de Fernanda Valadez, Noche de fuego de Tatiana Huezo, son obras de ficción que han ganado trascendentes premios internacionales, y han sido incluidas en los listados de lo mejor del año (en sus respectivos calendarios de estreno) de medios de prestigio internacional del nivel de los diarios The Guardian (Gran Bretaña) y New York Times (EEUU). Pero más allá de ello, lo particularmente notable de estos tres ejemplos (y algunos otros, en distinta medida) es lo que prueban en términos cinematográficos. No se trata solo de filmes que representan las tan mentadas miradas y sensibilidades femeninas. Sí, lo son, pero también algo mucho más estremecedor: son obras que exponen la experiencia vivencial de mujeres que habitan un país estrangulado por la violencia; más bien por muy distintos rostros que muestra la violencia y que en México es padecida en mayor medida por ellas, tanto en la calle, como en la casa, en todas partes, de distintas formas. Su estado de indefensión es a un tiempo síntoma y consecuencia. Las mujeres sufren física y psicológicamente por el estado de descomposición en el que se encuentra el país; porque, además, son golpeadas cuando les arrebatan sus hijos(as), padres, madres, esposos, pero también amigas, e incluso desconocidas con las que se solidarizan. El dolor las atormenta y las carcome, pero ni así las inmoviliza.
En esa eminente categoría está afiliada Manto de gemas, la ópera prima de Natalia López Gallardo (cocreadora en el montaje de buena parte de las películas de Carlos Reygadas, editora de algunas de Amat Escalante y Lisandro Alonso), filme que hace un año ganó el Premio del Jurado (segundo en importancia) dentro de la Competencia Oficial de la Berlinale, uno de los tres festivales de cine más relevantes del mundo. Se trata de una obra de una madurez inusitada para alguien que está debutando, que muestra un profundo conocimiento de las posibilidades del cine como arte, como medio de expresión personal, pero también como dimensión en la que es posible canalizar las congojas, frustraciones, impotencias y miedos de una comunidad. Natalia posee un instinto particular para la construcción de las imágenes y para diseñar los sonidos que las acompañen, complementen, sustituyan o susciten; para conjurar atmósferas que provoquen reacciones en el espectador, sin necesidad de explicitar acciones, ni situaciones. Lo que no se dice, lo que se sugiere es para ella igual o más valioso que lo que se muestra y se escucha. El enigma como elemento de poderosa persuasión.
En un poblado a las faldas del Tepozteco, en el estado de Morelos, a unos 80 km de Ciudad de México, recién se ha mudado Isabel (Nailea Norvind) con sus dos hijos (niño y niña entrando en la adolescencia), en el proceso que rubrica el fin de la relación con su marido. El ambiente está cargado de una tensión opresiva, pese a la belleza del lugar y la paz que ofrece la naturaleza que la rodea, con sus sonidos, sus vientos y sus colores, aunque también sus rasgos intimidantes. La espaciosa casa con vistoso diseño arquitectónico de líneas rectas pronunciadas, muy barraganesca (aunque en versión pálida, para mimetizarse con el entorno), alberca infinita en agudo rectángulo, permaneció deshabitada por mucho tiempo, y la están remozando gradualmente. Pese a lo descuidada que está, empero, contrasta bruscamente con la mayoría de las viviendas de la zona, construcciones rudimentarias, en las que en poco espacio viven muchas personas, en condiciones precarias.
En el estado de ofuscación interna por el que pasa Isabel, además, descubre que una hermana de María (Antonia Olivares), una de las personas que la ayudan con las labores domésticas, lleva ya más de un año desaparecida, y se ofrece a ayudarla. “Con perdón, pero no entiendes como es aquí; nosotros lo vemos diferente”, le revira la chica quien, para complementar sus ingresos, también labora en la “casa de seguridad” de un grupo de jóvenes narquillos que gobiernan la región. Uno de ellos, Adán (Juan Daniel García Treviño), es hijo de Roberta, La Policía (Aída Roa), una mujer que con dóciles modos compensa la brusquedad de su pareja (de patrulla) y, compasiva, ofrece algunos consejos a las buscadoras, familiares de la persona desaparecida que siguen buscándola.
Tres vidas de tres mujeres (espléndidamente interpretadas, combinando una actriz profesional con dos naturales) en un ámbito de violencia y zozobra generadas por hombres, entrelazadas, pero además enmarañadas por toda una serie de situaciones y relaciones que parecen imposibles de desanudar. Los afectos, los temores, los anhelos, las culpas, los intentos redentores se encuentran, pero no necesariamente en favor de una causa en común, sino que se interponen (quizá incluso en varios puntos del camino), complicando y hasta imposibilitando que los esfuerzos reditúen en un beneficio compartido. Las buenas intenciones, sabemos, por lo general no bastan. Además, a la complejidad que envuelve cada vida particular, la embrolla el contexto. Las tres mujeres provienen de y se desarrollan en situaciones sociales muy diferentes entre sí; sus problemas son distintos y, por tanto, así son las maneras que tienen para encararlos.
Isabel atraviesa una crisis de mediana edad. Se está divorciando, roza constantemente con su madre por rencillas añejas que no han sido limadas, ama a y es amada por sus hijos pero los tiene descuidados (“se me va el tiempo, se me olvidan mis hijos”, reconoce en algún momento), no tiene un sentido claro para su vida, pensó que el simple cambio de geografía se lo daría, y quiere encontrarlo, forzadamente, en la búsqueda de la hermana de María, metiéndose temerariamente (¿irresponsablemente?) en territorios que le son ajenos, poniéndose en peligro, y a los suyos. En el otro extremo, María vive afligida, arrastrando la ausencia de su hermana, mientras cumple afanosamente con sus deberes en la casa de Isabel (muestra genuino afecto por ella y por los niños), pero involucrada con el grupo de malandros que han dinamitado la paz de la zona -y muy probablemente estén involucrados en la desaparición de su hermana-, con tal de aligerar su apremiante situación económica. Y la Policía, en un escalón intermedio, desempeña un trabajo que le otorga autoridad y respetabilidad, mantiene a su padre e hijos, cumple con su deber y se afana por hacerlo de manera profesional y diligente; pero el comportamiento de su hijo Adán la preocupa, las personas que frecuenta, las cadenas que cuelgan de su cuello, la ropa que viste y los obsequios que lleva a casa (una tele inteligente para su abuelo, a quien consiente, quien lo adora) la obligan a investigarlo y descubrir que pasa buena parte de su tiempo en la “casa de seguridad”, la misma donde trabaja María, lugar en que esconden personas secuestradas.
Si bien las tres viven en el mismo pueblo, las tres padecen la turbulencia de vivir en un sitio asediado por amenazas constantes y eso, trenzado con sus propias congojas internas, las coloca en posiciones de gran vulnerabilidad que, paradójicamente, las obligan a asumir posiciones de fuerza; si bien las tres ultimadamente son seres humanos que ansían desarrollarse en paz, tranquilidad, felicidad alrededor de sus seres más queridos, su posición social y económica, la existencia que han tenido a partir de ella, hace imposible en un país como el nuestro, por desgracia, que pueda haber un auténtico entendimiento a plenitud entre ellas; hay distancias que, a partir de la imposibilidad de entrar a y encajar en esos mundos ajenos, para unas, otras, todas, se vuelven infranqueables; son mundos que corren paralelos y que, esos sí, no encuentran intersección, por desgracia; en lo más hondo de ellos parecen irreconciliables. Como en buena parte de los filmes de Reygadas (incluso aquel corto, Éste es mi reino), vemos a los adinerados dispensando un trato familiar a los empleados (nombrándose con cariño, abrazándose, hasta nadando juntos en la alberca), como si fueran de casa aunque sin poder eludir la condescendencia, con lo que solo logran evidenciar lo insalvable de la distancia. Existen vínculos y códigos inaccesibles para quienes no pertenecen a esos mundos, unos y otros. No todo mundo se atreve a hablar y abordar estos espinosos temas de clase, menos en los tiempos actuales. He ahí una de las causas de fondo del deterioro social que tiene a México incendiándose sin reparo, a niveles nunca antes vistos.
Contar algo así, sin paternalismo, sin condescendencia, sin dramatizar de más lo que en sí mismo es dramático, requería un talento especial, y Natalia López ha demostrado con creces que lo tiene. No se presentaba sencillo el desafío de articular una historia con estas características y ella eligió una ruta muy cinematográfica. La de explorar el cuadro minuciosamente y explayarse en el uso del espacio (constantemente teniendo acciones simultáneas ocurriendo en primer, segundo y hasta tercer plano), tanto en composición de imagen como de sonido (a la Lucrecia Martel); con frecuencia dándole prevalencia a éste en el dominio de escenas en las que a cuadro aparentemente no ocurre nada (un rostro que no habla, por ejemplo, mientras escuchamos voces que no se dirigen a éste) o, por el contrario, fijando la cámara en pies o manos que manipulan objetos y desde fuera del cuadro recibimos lo que hablan. En todo momento (desde el plano inicial) el paisaje sonoro integra constantemente recitales de grillos, moscas y demás insectos, parloteo de niños o adultos en el fondo, o perros ladrando; es crucial la atención al sonido, al grado que parecería formular un filme en sí mismo. Por lo mismo, se entiende como una decisión deliberada el que repetidamente no se escuche o entienda con claridad lo que dicen algunos personajes en ciertos diálogos (si su parlamento no está en primer plano, por ejemplo), lo que contribuye -aunque no sea el único elemento en ese sentido- a acentuar el carácter enigmático de mucho de lo que sucede a lo largo del filme.
Porque uno de los timbres más distintivos, pero también más significativo para el concepto del filme es ese carácter de misterio que lo va permeando, que casi ronda lo etéreo recurrentemente, y que mucho tiene que ver con el modo en que Natalia va sentando las diversas atmósferas en cada secuencia. Para que tenga consistencia esa apuesta, es imprescindible la función del otro pilar eminentemente cinematográfico, el fundamental, y en el que la directora ha tenido su mayor experiencia fílmica, que es el montaje: el proceso en el que -muchos de los grandes directores coinciden- verdaderamente nace el filme; el soplo en el que se moldea el tiempo. Y aunque, en estricto sentido, Manto de gemas cubre un recorrido narrativo lineal, lo cierto es que el modo fragmentado en que Natalia estructura su película (como a través de viñetas que pudieran existir en autonomía una de otra y que después ensambla como armando un collage que apela más a la intuición que a la racionalidad) la vuelve elusiva y hasta opaca, críptica, no obstante, en realidad, en su construcción espejea lo fragmentado de la fibra que recubre la sociedad que retrata. Lo incierto que es buena parte de lo que se ofrece al espectador, de igual manera refleja el clima de confusión continua bajo el que se desenvuelven los personajes; la autora elige no explicar todo, con premeditación va sembrando dudas, para que quien vea el filme comparta la incertidumbre (hinchada de temor y zozobra) en la que existen sus personajes (que es en la que sobreviven cotidianamente millones de personas en México). Nunca, pues, pierde el magnetismo para mantener intrigado y expectante al espectador curioso.
Visualmente (notable el trabajo de Adrián Durazo) abundan los planos fijos, con juegos de composiciones, en ocasiones delineadas incluso a partir de cambios de foco (que a veces parecen fundir a los personajes con el paisaje), muy delicados y lentos desplazamientos de cámara, reflejos en cristales o espejos, transiciones de luz (que asimismo complican descifrar a detalle lo que ocurre en pantalla) o, simplemente, la circulación de distintos personajes a lo largo o ancho del cuadro. Y, sin embargo (sin romper con el flujo estilístico tramado), destaca un breve pero magnífico plano secuencia, planteado en un Ministerio Público del pueblo, en el que la cámara flota desplazándose mientras registra tragedias que se superponen; en unos pocos segundos resume la desolación y sentido de desamparo de las familias de los desaparecidos en su perpetua derrota frente a la esterilidad y desprecio de una burocracia sistematizada, cuando no descaradamente coaligada con los criminales.
No obstante la tensión que impregna el filme, es cierto que son escasas las situaciones que generan angustia desbordada; más bien la aflicción va siendo fraguada a través de pequeños detalles -hasta en escenas no significativas-, y no de forma creciente, sino más bien acumulativa. Manto de gemas es un filme tremendamente violento sin que la violencia sea registrada en la cámara, ni siquiera fuera de ella (salvo gestos excepcionales), pero sabemos que está ocurriendo mientras vemos lo que sea que veamos; es una violencia psicológica, calibrada, pero tenaz. En distintos episodios la vaguedad de lo que vemos y escuchamos ofrece la impresión de ocurrir dentro de un sueño, aunque uno con la voluntad de precipitarse hacia el fangoso estanque en el que acechan las pesadillas.
Algo en lo que insiste discretamente Natalia, por otra parte, y que dimensiona su discurso, es en mostrar cómo el crimen, los criminales, conviven en cotidianeidades con las que la mayoría de la audiencia puede identificarse (Adán siendo cariñoso con su abuelo; el jefe de su banda avisando que estará ocupado un día porque debe ayudar a sus padres a recoger limones; cuestiones terribles sucediendo en casas donde hay niños y otras personas conviviendo con toda normalidad; una jefa policíaca organizando una acción conjunta con los narcos mientras pide comida a domicilio). Porque esa idea de que quienes crean el terror no son los malos de las películas que habitan un mundo aislado, apartado sino que están integrados en la comunidad, por un lado los humaniza. Por otro lado, también expone el grado en que sus actividades (esas que provocan tanta muerte y tormento para tantos), han sido ya socialmente normalizadas en un país donde la ley ya no rige; peor aún, también normalizado está el ambiente envenenado que domina cada vez más regiones del país, y en el que todos nos hemos tenido que acostumbrar a vivir. Están aquí, a un lado, dentro de familias con las que de una u otra forma muchos tienen contacto. Manto de gemas es un sensacional, reflexivo retrato expresionista que deviene naturalista de un país inmolándose progresivamente (y en cámara lenta), mientras alrededor todos miramos, acaso pasmados, pero sin hacer nada, absolutamente nada.