Con la cara levantada, dirigida al sol, Isabelle Huppert en su personaje de Maria Vial cierra los ojos y disfruta su entorno. Ha soltado el volante de su motocicleta para sentir, con los brazos extendidos, el aire caliente contra su pelo, las copas de los árboles cubriéndola. El mundo le pertenece. Sabemos que esa sensación de plenitud no durará. Basta un mínimo cambio en la expresión de Huppert para intuir que en su estado anímico entre esta y la secuencia anterior, en la que la hemos visto subir desesperada a un camión lleno de negros, hay kilómetros de distancia en vertical. En solo unos minutos, la directora parisina Claire Denis ha impuesto el tono en el que se desarrollará Materia blanca: habrá una caída; será aún más desastrosa que si la moto hubiera tropezado lanzando a Maria por los aires; imperará una falsa calma.
Aunque sepamos poco de África, sabemos que fueron víctimas de una colonización Occidental descarnizada. Hasta el siglo pasado comenzaron los movimientos independentistas que dieron lugar a gobiernos corruptos que paulatinamente intentaron ser derrocados a través de una sucesión de guerras revolucionarias, civiles y golpes de estado. Los imperios europeos, fundados sobre el racismo y la avaricia, dejaron tras de sí una desigualdad irracional y un caos que seguramente tomará varios siglos reorganizar.
Grosso modo, este es el contexto de Materia blanca. Pero Denis no da lecciones de historia ni hace crítica panfletaria. El contexto se devela, como en todas sus películas, en los detalles. Vemos una sola familia blanca en todo el pueblo porque menos del 10 de la población africana es blanca y más de 85 de las tierras le pertenecen. El tema de la culpa blanca no es central como en Disgrace de J.M. Coetzee, pero está presente en el hijo de Maria, un joven incapaz de levantarse de su cama hasta que en su delirio se rapa para despojarse de su pelo rubio e intenta camuflarse con un grupo de niños rebeldes que viven de manera tan anárquica y salvaje como los de El señor de las moscas.
Maria está a cargo de una plantación de café. Vive con parientes cercanos, como su hijo, y lejanos, como su ex esposo. Su pequeña parcela de poder le ha distorsionado la vista y, aunque la guerra de rebeldes contra militares es inminente, el pueblo ha sido evacuado y la gente a su alrededor les aconseja dejarlo todo y volver a Francia para salvar sus vidas; ella cree que a ellos, a su familia y a sus plantaciones nada les sucederá. Mientras la trama avanza, el lugar y las condiciones pierden relevancia. Por eso Denis no situó la película en un país o un pueblo específicos. Los temas políticos e históricos van tomando dimensiones humanas, como la cámara de Denis que tiene siempre el encuadre justo para enmarcar un rostro o un cuerpo, y mostrarnos su tragedia.
Bajo su suave y constante ritmo, observamos el paso de Maria de la ceguera a la angustia. La violencia en manos de los rebeldes, los vaivenes de pasado hacia el presente –acompañados de la música de Tindersticks–, un presente que se expande como para ayudar a Maria a que siga dilatando su enfrentamiento con la realidad, nos ayudan a comprenderla, pero no nos pone de su lado. La directora busca ser honesta en cada momento y eso nos hace entender la miseria de su protagonista, pero no compadecerla. La tragedia de Maria es concreta porque es producto de un contexto poscolonial, pero es tan universal como la caída que sufre el rey Lear por no asumir que el poder no es la condición natural de ciertas personas sino del acomodo de ciertos elementos a su alrededor. El poder no tiene forma humana, ni color, no es, aunque a veces la historia quisiera demostrarnos lo contrario, materia blanca.
Aunque la cámara intenta mantenerse al margen de juicios, la balanza se inclina a favor de los negros. No es tan grave la rebelión salvaje a la que han incurrido, como los años de dominación ciega y soberbia que hay detrás. El final cruel que Denis escoge para su antiheroína es un intento de restitución. Ha caído, pero el infierno apenas comienza y no hay manera de salir bien librado.