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Apichatpong Weerasethakul nos responde, para él, ¿Qué es el Cine? (Cartagena)
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Ve aquí un ensayo visual de Uncle Boonmee Who Recall His Past Lives
¿Qué es la realidad? Bien podríamos decir que es contestando esta pregunta que los auténticos autores de cine formulan su discurso y propuesta fílmica. El neorrealismo italiano se estableció, por ejemplo, a partir de la intención de reproducir la realidad tal cual ocurre, o al menos como era registrada en los documentales; eliminando todo artificio y afectación posible. Decía Alain Bernstein, profesor de análisis cinematográfico en London Film School, que al verse un filme neorrealista se debería tener la sensación de que si, de pronto, intempestivamente, el operador de cámara decidiera panear hacia cualquier lado fuera del cuadro en el que ocurría la secuencia planteada, la cámara captaría la vida sucediendo tal cual; no tomaría por sorpresa al personal del staff de la filmación atento a cuanto sucede en la puesta en escena: se vería la continuación de la vida que ocurría frente a la cámara, simplemente desarrollándose con toda normalidad.
Para Andrei Tarkovski, a quien mucha gente del cine (incluyendo a importantes directores como Ingmar Bergman) considera el más grande autor de la historia, si la realidad verdaderamente quería ser retratada en toda su riqueza y complejidad, debía incluir también los sueños, los recuerdos, las proyecciones del futuro, pues los seres humanos dedicamos un tercio del día a dormir (soñando), y durante la horas de la vigilia pasan por nuestra cabeza también imágenes del pasado o, incluso, elucubraciones mentales sobre cosas que aún no han sucedido. El mundo de Apichatpong Weerasehtakul, el admirado autor de cine tailandés, ganador de la Palma de Oro en Cannes con su maravilloso filme El tío Boonmee que recuerda sus vidas pasadas, agrega al razonamiento de Tarkovski elementos que son propios de su origen, de su cultura, como la creencia en la reencarnación, la íntima relación con la naturaleza, la intensa conexión con vidas de otros mundos. Para comprender y disfrutar su cine en toda su dimensión, es imprescindible tener en cuenta estas nociones.
Desde su inventiva ópera prima, Misterious Object at Noon (2003), Apichatpong expuso una auténtica declaración de principios. Su propuesta fílmica eludiría toda relación con la convencionalidad, si bien no por simple pose, sino obedeciendo a la intención del director de, sencillamente, hablar de lo que él conoce bien, de su bagaje de vida, haciéndolo de la forma que a él le resulta más personal. En su debut eligió, por ejemplo, elaborar una construcción narrativa que, por un lado, emulara el planteamiento de una instalación artística que vio en un museo de Chicago (mientras estudiaba arte en esa ciudad), establecida a partir del concepto del juego de mesa surrealista llamado “exquisite corpse” que lo dejó maravillado: armar una historia en secuencia, de forma colectiva, en la que cada nueva persona solo se entera del final de lo que la anterior dijo y a partir de ello contribuye con su propia idea hacia dónde debe dirigirse el relato, agregando elementos que pueden o no pertenecer a la realidad. Por otro lado, le interesaba que esa misma dinámica hiciera eco de la tradición oral tan común en los pueblos antiguos, de Tailandia y de muchas otras partes del planeta. Pero, además, integrando tres cuestiones que están presentes en buena parte de su filmografía: la participación de presencias que no son de este mundo pero que se integran de forma orgánica en él (fantasmas o entidades animistas); la idea de incorporar el acto mismo de la filmación de la película, ya sea en forma de metacine (film within film) u obedeciendo metáforas; y su intención de mostrar las peculiaridades de la vida en su tierra, Tailandia, desde su aspecto físico (ya sea en la ciudad o en regiones rurales), sus costumbres y los comportamientos de sus habitantes.
Conforme ha ido construyendo su filmografía, Apichatpong ha ido depurando su estilo tanto visual como narrativo, consolidando una bien equilibrada fusión de un concepto de cine trascendente, fuertemente imbuido por una aspiración espiritual, de encuentro permanente de los personajes con ellos mismos y con todos los aspectos de la realidad que los rodean en cada instante (algo así como una meditación), pero asimismo permeado por la intensa presencia de la cultura popular tailandesa con su proclividad a lo kitsch y al melodrama de telenovela. De alguna extrañísima manera, el tailandés ha logrado consolidar con éxito, con soltura, con espontaneidad y fervorosa honestidad ese excéntrico maridaje.
Pero para Memoria, por primera vez en su carrera como autor de cine, no sólo decidió salir de su país, de su espacio (que estaba tan íntimamente ligado a su propuesta y discurso), sino que tampoco tendría al tailandés, un idioma tan musical, como la lengua en la que se comunicarían sus personajes. Memoria, su octavo largometraje, se sitúa en Colombia, es protagonizado por la fenomenal actriz británica, Tilda Swinton, y es hablado tanto en inglés como en español. Y, sin embargo, el filme preserva buena parte de las características más idiosincrásicas de su cine (si bien más contenidas, más delimitadas), de la esencia de Apichatpong. Porque su voz es tan propia, tan especial, que no le fue del todo difícil encontrar los puntos de identificación con lo que él domina y adaptarlas en un espacio distinto que, pese a inicialmente serle ajeno, termina haciendo suyo. Porque, en última instancia, su materia prima es el tiempo, y ése, para alguien como él, se desenvuelve de idéntica forma en todos lados, en cualquier lado; tiempo y espacio, los dos principales pilares del auténtico cine, arcilla para que el tailandés esculpa su creación dondequiera que necesite hacerlo. Él, siempre perceptivo a cuanto ocurre en donde se encuentra, en cada instante, permite dejarse influir y reaccionar espontáneamente porque así es como moldea sus creaciones: explorando el momento.
Un extraño sonido taladra la mente (podría decirse que también el alma) de Jessica (Tilda Swinton), una mujer inglesa en Colombia, dedicada al comercio de flores, que vive en Medellín pero se encuentra en Bogotá visitando a su hermana, Karen (Agnes Brekke), hospitalizada debido a una extraña dolencia respiratoria que, piensa ella, quizá es consecuencia de una maldición. Jessica cree que el sonido proviene de una obra vecina en construcción, pero Juan (Daniel Giménez Cacho), esposo de Karen, le aclara que no hay tal junto a su casa. Pronto Jessica se percata de ser la única persona que lo escucha; pero además, cuando sucede, coincidentemente se activen las alarmas de coches aledaños, armando un irritante y ruidoso coro. ¿Acaso será algún tipo de aviso?
Con la intención de encontrar el sonido que la atormenta, Jessica visita a un joven ingeniero de sonido, Hernán (Juan Pablo Urrengo), quien en el estudio de grabación de la Universidad de Colombia intenta replicar digitalmente las descripciones que ella le hace. También, ahí, en la universidad, Jessica conoce a Jeanne (Agnes Cerkinsky), una antropóloga francesa que trabaja en las excavaciones de un túnel en las montañas colombianas, donde han encontrado restos de personas; uno de ellos (quizá de hace más de 6000 años) el de una niña con el cráneo perforado para, por ahí, liberar “malos espíritus”. Tanto con Hernán como con Jeanne, Jessica entabla relaciones que le permiten mantenerse vinculada con una realidad que parece resultarle ajena. Entonces, cuando un día visita a Hernán y ahí es enterada -por otros jóvenes de la universidad- que en ese sitio no trabaja ni ha trabajado nunca ningún Hernán con las características que ella les detalla y, además, siente que un perro la persigue por las calles de Bogotá, Jessica decide ir a visitar a Jeanne, que viajó a supervisar las labores con los fósiles encontrados. “Siento que estoy enloqueciendo”, le confiesa; la otra le responde que ella también, pero que “hay cosas peores” que eso. En esa zona selvática, dando un paseo por el río, Jessica encuentra a un hombre singular de nombre Hernán (Elkin Díaz) -¿el mismo pero en versión más antigua que el otro?-, que como Funes, el memorioso de Borges (también similar al Tío Boonmee), dice recordar cada mínimo aspecto de su vida (incluso de otras), por lo que nunca ha salido de ahí, de su pueblo, para no perturbar de más su mente. De inmediato se establece un firme nexo entre ellos, que les permitirá complementarse en el entendimiento de cuanto uno y el otro perciben del mundo y de todo lo que éste guarda, incluyendo la memoria colectiva de un lugar.
Apichatpong (a quien también se le conoce como ‘Joe’) suele estructurar sus filmes en dos actos. Por lo general, la transición entre uno y otro implica el movimiento físico entre dos lugares, normalmente el viaje de la quietud del campo al caos de la ciudad, o viceversa. Fuera de eso, en una lectura inicial, no es sencillo descifrar qué es lo que en el fondo plantea Joe. Él mismo lo sabe; nos lo comentó en una charla que sostuvimos hace unos años: al principio sus filmes pueden dejar perplejo al espectador, que después quizá irá encontrando la personalidad de la obra, algo similar a lo que ocurre cuando conoces a una persona; el proceso exige tiempo y, sí, también compromiso.
El hecho de que en la epidermis parezca que lo que presenta sea en clave realista (incluso en este filme, con todo y el par de elementos enigmáticos que se insertan en la narración: el sonido en la cabeza de Jessica con el coro de alarmas y la no-existencia del joven Hernán) puede confundir más, no únicamente a los neófitos, incluso a quienes conocen su cine. De cualquier forma, eventualmente, llega el momento en que la realidad se disloca, el orden de las cosas se sacude y la narrativa se interna en un paisaje onírico que invita al espectador a despojarse de sus certidumbres y quedar abierto a absorber lo que sea que sucede, confiando en que el maestro tailandés hilvanará con coherencia (bajo sus preceptos, claro) la evolución de la historia que cuenta, o de las búsquedas propias que comparte. Porque, además, lo que Joe intenta decirnos es que esas situaciones aparentemente extrañas que ocurren (en este caso, la colección de los recuerdos de Hernán que no son solo suyos, sino que pertenecen también a otros; las manifestaciones perceptibles de una naturaleza que ha sido ultrajada; el misterio que envuelve esas dinámicas de entendimiento; la comunicación con entidades de otros mundos), también forman parte de la existencia, de una más amplia, más rica, que para ser entendida como tal exige que se abra el rango de la conciencia. Lo que para muchos entraría en el terreno de lo sobrenatural, para Apichatpong es sencillamente representación de lo que es natural.
Y nada hay más natural que la naturaleza. Así que cuando Jessica entra en contacto con ella, es que Memoria se dispara a otra dimensión. Es entonces que esta mujer, con ayuda de la versión madura de Hernán, va encontrando el sentido al sonido mental que el joven Hernán le había materializado en un mp3. Por un lado, recupera remembranzas personales que tenía enterradas, además de fungir como filtro de los recuerdos de Hernán, de dolor, de sufrimientos añejos; por el otro, se convierte en una especie de depositaria de la reverberación del trauma de la tierra (¿por la devastación de árboles para construir el túnel; por los fósiles humanos encontrados durante su obra; o por todos los cadáveres que aloja la tierra, desaparecidos o no, inocentes o no, después de años de violencia entre el narco, la guerrilla y los grupos paramilitares en Colombia?). El dolor parece acumulable. "Los recuerdos no son un relato apasionado o impasible de la realidad desaparecida, son el renacimiento del pasado, cuando el tiempo vuelve a suceder", nos dice Svetlana Alexiévich, escritora bielorrusa, Premio Nobel en Literatura. El ejército colombiano, como el tailandés en casi todos los filmes de Apichatpong, aparece brevemente en pantalla, pero despliega una sombra que abarca un espacio más significativo del que ocupa dentro del cuadro, en el gran nudo de los enigmas planteados.
Poco sabemos del personaje de Tilda Swinton, Jessica, y ella poco nos permite conocer. Aparentemente estuvo casada, hay alguna sugerencia de que enviudó, pero de lo que no hay duda es que su presencia revela una figura espectral, entre alma en pena y sonámbula; a veces una pintura que se funde con el entorno. Se ve permanentemente angustiada, vaga, expectante, perpleja, como hipnotizada (“tratando de convertir en virtud el encontrarse perdida”), Tilda Swinton misma ha reflexionado sobre su personaje, reflejando muy probablemente la forma en que el propio director se sintió en su encuentro con un paisaje de filmación distinto para él. Asimilando todo lo que se cruza a su paso, al hallarse desacoplada del funcionamiento habitual del mundo. Es hasta que deja atrás la ciudad y cruza el umbral de territorio rural, que recupera íntegramente su sentido de presencia, reconecta con ella misma, con su pasado y con la concepción más amplia del mundo y la realidad que Apichatpong plantea en este filme, en toda su filmografía.
Para que una idea del mundo como éste pueda ser compartida a cabalidad, Apichatpong recurre como le es habitual a los planos abiertos, amplios, estáticos (solo en pocas ocasiones nutridos por dollys cadenciosos, y por tracking shots en un par de secuencias) y prolongados, que le permiten dejar que la vida misma se exprese con soltura en ellos, sin interferencias; mientras el tiempo fluye sin interrupción (excepcional trabajo de iluminación y posicionamiento de cámara de Sayombhu Mukdeeprom, en 35mm.). Tiempo y espacio como el lienzo para que los intérpretes (incluso los animales, la lluvia, la corriente del río, las hojas de los árboles…) se muevan con libertad, se desplacen o permanezcan quietos, respiren, por lo que la actuación se vuelve más intuitiva, incluso reactiva, más que intelectual. Entonces es que cobra tanta relevancia el sonido en Memoria, porque en buena medida es a través de él que adquieren sustancia concreta los otros mundos que pueblan las cabezas; que se manifiestan quienes desde otros planos de la existencia necesitan hacerse sentir. La naturaleza, con toda su fuerza, habla otro idioma que puede ser entendido por quien se detiene a escucharla, por eso es que el Hernán mayor le dice a Jessica que él es un disco duro y ella es una antena, a través suyo le resulta a él más terso leer los mensajes, la memoria del lugar y de los que antes lo habitaron, ahí, pero también las de otros sitios, acaso remotos y pasados.
En la secuencia medular del filme, Apichatpong ofrece una cátedra de cómo se conjuga el sonido, el tiempo y el espacio en el cine para tallar un momento de catarsis que resulta purificador, para Jessica y Hernán, y también para los espectadores. Al tocarse las manos ella se convierte en un radio que capta distintas frecuencias, diferentes hechos que él le transmite y traduce, ocurridos en otros tiempos y lugares. El sonido del viento y de la lluvia van y vienen, se interrumpen, permiten que el silencio se exprese, que concurran otros momentos. Que el presente se escarcee con el pasado.
Importante también es el sonido en virtud de las reflexiones que sobre el cine, de manera directa o tangencial, gusta hacer el maestro tailandés. Es gracias a un archivo de sonidos cinematográficos que el Hernán joven consigue encontrar el que aturde a Jessica: “los sonidos del cine como traductores de sensaciones desconocidas para el cuerpo”, como apuntó James Lattier en Sight and Sound. La explosión sonora, igualmente, como alerta permanente para quienes, como en Colombia (y en muchos otros lugares del mundo) han tenido una relación cercana con la violencia y su propensión a anunciarse entrando por los oídos. En un principio podría resultar curioso que en un filme en el que el sonido es un elemento fundamental, abunden las secuencias silenciosas (el plano con que abre Memoria se desarrolla en absoluto silencio por casi un minuto hasta el primer “bang”, y después sucede lo mismo durante los siguientes cuatro, apenas interrumpidos por algún tenue sonido incidental; y en buena parte del resto del filme sucede algo similar), aunque es precisamente por ello que cobra mayor relieve cuando el reposo es interrumpido.
Todos los seres humanos estamos solos, lo sabemos. Y hay momentos en la vida en que ese sentimiento de soledad se acentúa; cuando estamos en duelo, por ejemplo. Jessica es una persona a quien vemos, mesmerizados, atravesar por una fase de intensa soledad, en un proceso de viaje hacia su interior para encontrarse o reencontrarse porque solo así podrá conectar o reconectar con lo que ha sido y está siendo. Apichatpong nos muestra cómo la relación de Jessica (de cualquiera) con la vida es intransferible e imposible de compartir, en toda su extensión, con nadie más. Sin embargo, al hacerse consciente de ello, de su aflicción, de su vibración interna (con todo y mensaje), al aceptarlo es que encuentra la posibilidad de sintonizar con quien se encuentra en una frecuencia similar. La vida te lleva a donde debe llevarte si, como Jessica, estás suficientemente atento. Que el resultado final le brinde mayor claridad o, por el contrario, le produzca mayor confusión, está por verse. No es fácil cargar con el peso de las revelaciones que son inaccesibles para los demás. Aunque desde el plano místico que lo plantea Apichatpong, queda claro que es apenas desde el sosiego que se consigue al arribar a ese punto en el que todo, absolutamente todo, comienza a adquirir nuevos significados.