Por Daniela Tena
“Mother, you had me but I never had you, I wanted you but you didn´t want me.”
John Lennon, Mother (1970)
Cada tanto, el Dr. Salazar gustaba de soltar con una sonrisa irreverente una de sus teorías favoritas sobre la genialidad. Gesticulando con sus manos fuertes de pintor, nos explicaba que por algún motivo (que no estaba en sus manos decifrar), gran parte de la gente que había logrado algo significativo en el arte habían sido hijos de madres “abandonadoras”, perturbadas o alcohólicas, “para qué queremos buenas madres sobreprotectoras si terminarán haciendo de sus hijos unos buenos para nada”. Vaya usted a saber si el pintor buscaba en la elaboración repetida de esta frase la esperanza de resolución a un problema personal, lo cierto es que hacia el interior de la intimidad de universos tan prolíficos como el jodorovskiano, el nietzcheano o el proustiano, por mencionar sólo algunos de una larga lista de ejemplos, podemos encontrar una fuerte resonancia de la madre como figura conjetural.
Es en este conflicto primigenio que la artista visual londinense, Sam Taylor-Wood, quien decidió debutar como cineasta motivada por Anthony Minguella (Cold Mountain, 2003), centra su mirada. Taylor-Wood ahonda en la problemática coyuntural que vivió John Lennon (Johnson) durante su adolescencia en el puerto de Liverpool. Sus primeros años de juventud estuvieron marcados por un batirse a duelo entre sus dos figuras maternas; la primera, la de su Tía Mimi (Scott), madre adoptiva, severa, autoritaria y responsable quien fue la mujer que realmente lo crió, y la de la mítica Julia (Duff), su madre biológica, aérea, rebelde, alegre, entusiasta e igualmente trastornada, quien lo abandonó en su primera infancia.
En medio de un incipiente despertar sexual y la alborada de un espíritu creativo e inconforme, es el explosivo reencuentro con Julia ⎯quien lo introduce al rock and roll y le enseña a tocar el banjo⎯ y su repentina y definitiva segunda pérdida, que detona la primera carga de combustión en el motor de búsqueda de este músico genial e intuitivo.
Aaron Johnson, quien interpreta a Lennon, tuvo una tarea titánica por delante porque, hay que decirlo, para los fans de hueso colorado, no existe actor, por más bueno que sea, que pueda estar a la altura de cumplir satisfactoriamente con las expectativas y fantasías que del personaje nos hemos formado. Sin embargo, justamente uno de los mayores aciertos del filme es el casting; la realizadora supo sacar provecho de la propia ambigüedad física de sus actores principales para atizar el conflicto central de la cinta. Johnson tiene un físico que suscita sensaciones agridulces, algo que se crispa entre el encanto y la extrañeza, como el propio físico de Lennon. De igual manera, juega con la edad indeterminada que nos arrojan Johnson y Anne-Marie Duff, logrando establecer entre ellos una extrema complicidad que oscila entre la relación de madre e hijo, hermano y hermana o de dos amantes.
Como un científico que busca dar con los factores cardinales que hicieron posible el Big Bang, Matt Greenhalgh, el también guionista de Control (2007), un filme que trata sobre la polémica vida de Ian Curtis vocalista de Joy Division, presenta los elementos clave que formaron parte de la nebulosa contextual que parió a esta estrella como una antorcha encendida e imparable, en el fragor incendiado de sus tiempos.
Fueron los cielos apenumbrados de Liverpool o el olor a nostalgia que soplaba el viento helado sobre los bosques húmedos, fue Elvis y los ritmos que venían del otro lado del océano, fue el abandono de su madre o la figura emborronada de un padre desconocido, fue el destino o el latir sísmico de una época. Tal vez todas y ninguna de las anteriores. Pero, basta. No hagamos psicoanálisis, que no hay necedad más grande que querer diseccionar el misterio. El genio de John Lennon es una ecuación cuyo resultado conocemos pero cuyos factores alquímicos nos son desconocidos.