Por Gabriel Lara Villegas (@chanwilin)
Mi otro yo comienza con un “príncipe” deprimido. Su estructura, digamos, es la de un cuento de hadas de fundamento bíblico, evangélico: “Vosotros sois la sal de la tierra: y si la sal se desvaneciere ¿con qué será salada? no vale más para nada, sino para ser echada fuera y hollada de los hombres” (Mateo 5:13).
La trama ya la habrás escuchado: Walter Black (Gibson) preside una compañía juguetera al borde de la bancarrota. Su puesto no fue ganado, sino heredado, y el peso de la herencia –y acaso de su padre, aunque jamás lo vemos– terminó por vencerlo. Walter se sabe mediocre y ha dejado el negocio en manos de la vice-presidenta (Jones), bastante más virtuosa y templada que Black. Encima, su esposa Meredith (Foster), decide dejarlo tras dos años de aguantar la tristeza.
Walter compra litros de chupe, encuentra en la basura un títere de castor (¿creación de su compañía? no queda muy claro) y se recluye en un hotel con la intención de mandar todo al carajo, pero sufre un accidente torpísimo –inverosímil, pues– y despierta con el títere en la mano izquierda y dándole voz con acento australiano. El personaje se hace llamar Beaver, habla en nombre de Walter y su misión es rescatarlo de la depresión y la esterilidad intelectual. Y lo logra, pero –en los ojos de Meredith y de su hijo– ese no es Walter, sino algo más.
A la par está el conflicto de Porter (Yelchin), hijo mayor de Walter que cursa el último año de la prepa. El tipo es astuto –cobra por hacer tareas ajenas– pero su motor es el resentimiento contra Walter, a quien utiliza de anti role model. Su pequeña fama lo lleva a trabajar con Norah (Lawrence ♥), quien lleva el mejor promedio de la escuela pero no se ha podido inspirar para el discurso de graduación. Porter descubre que Norah no es mala pintora, que perdió a su hermano hace tiempo y no logra superarlo y que su madre vive prácticamente oculta.
Contado así, no hay demasiados pecados. De hecho es posible hallar virtudes: narrativas, porque la historia sola de Walter difícilmente aguantaría sin el contrapunto de Porter; y dramáticas, porque Porter entabla una relación modestamente entrañable –las actuaciones de Yelchin (que no es hermoso, pero logra ser atractivo) y Lawrence (que es hermosa y atractiva) ayudan mucho: hay intercambios de miradas y cariño por los diálogos; se antoja estar en esa relación. Pero el problema de Mi otro yo está en la forma, que a su vez denota una horrible falla de origen: la solemnidad.
El esqueleto de la película, hemos dicho, es el de un cuento de hadas, pero su coraza es cómica –o “cómica”. Hallar humor en medio de la depresión de Walter no es difícil –su caso es ridículo–, pero al final Jodie Foster prefirió el drama: uno falso, forzado, sin agonía. La existencia de Beaver –el personaje– demuestra que Walter padece más güeva que depresión, y sin embargo el tratamiento es distante: Walter está “enfermito” y pues “pobrecito”.
Jodie Foster tenía un buen juguete que requería, vaya, jugar con él, pero eligió el camino Hallmark: el de la familia por sobre todas las cosas, el de la felicidad a costa de la originalidad. De cualquier forma su originalidad es pequeña, casi nula y, sobre todo, ñoña. En el colmo de la bobería, Walter se pelea a golpes consigo mismo con la misma seriedad que Edward Norton en El club de la pelea (1999), aunque con la misma torpeza que Jim Carrey en Mentiroso mentiroso(1997); con un registro intermedio, pues, con humor involuntario.
El ridículo –esto no lo sabe Jodie Foster– es un arma poderosísima: bien usado, puede liberar al más jodido, subvertir cualquier poder. Ejemplos en el cine: La casa del sorriso (1992), de Ferreri, o Napoleón Dinamita (2004), de Jared Hess. Frente al ridículo hay varias posibilidades: seguirlo con locura idiota o frenesí (el caso de Ferreri y Hess), de frenarlo con tedio escéptico (como en Canino [2009], de Giorgos Lanthimos) o ser cristiano (evangélico) y condescendendiente. Foster vota por lo último y lo hace con temor. El resultado es ese: una película compasiva y sin ganas de arriesgar. En el corazón de Mi otro yo, lo más preciado que uno tiene es la tribu y no la individualidad. Hay tribus pequeño burguesas encantadoras –la de La habitación del hijo (2001), de Nanni Moretti, por ejemplo. La de Mi otro yo es amable, pero sin chiste. Y pues a otro perro con ese hueso.