Los puntos de encuentro entre los directores Michael Haneke y Markus Schleinzer son varios: los dos austriacos, aún habiendo trabajado de alguna u otra manera para la industria, estrenaron su ópera prima hasta pasados los 40. The 7th Continent, el primero; Michael, el segundo. Las coincidencias entre estos filmes son tantas que podrían hacerse pasar como obras de un mismo autor. Desde las aparentes trivialidades: ambas tienen su origen en notas periodísticas. Pasando por la atención, precisión y estilo en los detalles –encuadres, iluminación, cortes–, así como la economía en estos. Los temas son los mismos: contrastan las facetas humanas más aberrantes con la cotidianidad; descubren la hipocresía de la burguesía austriaca que esconde escabrosas perversiones detrás de la maquillada fachada de sus cómodas casas, y muestran la manera atroz en que, disfrazada de educación, las familias transmiten el mal a los niños. El estilo de los dos autores es igualmente seco, simple, carente de sensacionalismo y contundente. Y, más importante aún, ambos directores, al enseñar y aclarar poco, exigen al espectador ser copartícipe y cómplice en las situaciones de violencia que inteligentemente plantean, sacándolos de la zona de confort desde la que mira cómodamente, para confrontarlo con la realidad.
Michael lleva en su centro un tema que de haber sido abordado sin responsabilidad, fácilmente pudo haber seguido una vertiente morbosa, la pedofilia. Cuando la austriaca Natascha Kampush, protagonista de uno de los casos en los que está inspirada la película, dio su primera entrevista para narrar su historia de ocho años de encierro a partir de la edad de diez años, éste se convirtió en el programa de televisión más visto. La otra referencia real de Michael es el caso Fritzl, sobre un electricista que mantuvo a su hija encerrada en un sótano durante 24 años, a la que violaba y con la que tuvo siete hijos. Michael va más allá de la anécdota y evade los pormenores malsanos sobre la captividad o las violaciones. Su objetivo no es sorprender sino conmocionar y confrontar al espectador.
En el filme, la pedofilia no es un mal que pueda delimitarse fácilmente; hay a su alrededor una atmósfera que contamina a cualquiera. Las persianas de la casa protegen las perversidades del protagonista. Las actividades diarias sirven para disfrazar de 'normal' lo que está lejos de serlo. Un hombre prepara la cena, pone la mesa para dos y llama a un niño para que se siente. Parece su hijo. Pronto, a través de tres jump cuts -él se lava los dientes, él se mete al cuarto del niño, él se lava el miembro en el lavabo-, queda claro frente a qué clase de ser estamos.
Pero este monstruo no tiene forma de monstruo. Se asemeja más bien a un padre soltero que cuida y educa a su hijo, y lo deja ver televisión antes de ir a dormir. (También en usar la televisión como motivo, el filme coincide con Haneke; este aparato acompaña y conecta a los personajes con un mundo que se regocija con las anécdotas y se adormila frente a sus implicaciones.) Cuando Michael saca a Wolfgang a pasear y en el camino de una montaña se topan con otra pareja de adulto y niño, el efecto de espejo es tétrico. Ellos parecen padre e hijo, pero los otros podrían ser víctima y victimario.
El retrato del pedófilo es atroz. No solo por la perversión en sí, sino, por un lado, por lo mucho que a primera vista se parece a varias de las personas que conocemos, incluso a nosotros mismos y, por el otro, por la complejidad con la que lo presenta. Michael está construido con la complejidad de cualquier persona. Sufre de una ansiedad --no solo en el aspecto sexual- que lo consume y la sobrelleva de la manera más correcta que él, desde su perspectiva, vislumbra. Al ser una perspectiva distorsionada de origen, pervierte su normalidad al punto que todas las normalidades, incluso la nuestra, parecen pervertidas. Es un sádico, pero también padece él mismo su mal. La situación está planteada de tal manera que, aún sin justificarlo, podemos pensar que este secuestro es la única salida que una persona así tiene en este mundo, además del suicidio.
El niño, por su parte, es tan niño como cualquier otro. Juega, pinta, se ilusiona al pensar que otro niño irá a visitarlo; tiene que ser educado; cumple con sus obligaciones. Y guarda con sigilo la violencia que se le administra. ¿Quién lo culparía en una situación así? Y, justamente eso: ¿quién lo culparía? Las máscaras, la herencia social, la suciedad que se respira en las relaciones que nos forman, buscan dar respuesta a una pregunta que agobia a los austriacos: ¿por qué aquí?, ¿por qué en una sociedad en la que la paz, el confort y el bienestar tendrían que ser el día a día de sus habitantes? El resto del mundo no está al margen de estos métodos de infiltración del mal: esa es la advertencia de Haneke y, ahora, de Schleinzer-
Pocos filmes realizados en la actualidad tienen la fuerza y el efecto de Michael. Schleinzer le ha aprendido al maestro (con quien, por cierto, trabajó como director de casting en varias producciones, The White Ribbon entre ellas), quizá de manera excesiva. El resultado es excelente en gran parte porque remeda su metodología al punto que incluso el diseño de arte emula una película de bajo presupuesto de los ochenta, como las que hizo Haneke al inicio de su carrera. El título, más que ser un guiño a la realidad (el actor tiene el mismo nombre) es un homenaje a quien le debe su existencia.