Meditar, especular, descifrar y analizar los cuestionamientos y planteamientos arrojados por Alonso Ruizpalacios (Güeros, 2014) en su más reciente filme, Museo (2018), es similar a visitar un monumental espacio museístico repleto de vestigios arqueológicos y piezas artísticas. Como el cine, un museo es también un espacio que resguarda el pasado pero que quiere hacerse presente, formado por cuerpos inertes que intentan volver a la vida. El visitante no tiene muy claro en dónde comenzar la ruta -aunque haya señalizaciones y guías que orienten- ni cuándo terminarla, siempre con la conciencia de que, incluso después de pasar horas transitando las salas y los pasillos, nunca podrá aprehender el valor histórico de aquellos objetos antiguos. Nunca podrá acariciar ni respirar aquella ‘aura’ a la que hacía referencia Walter Benjamin; ese extraño tejido entre espacio y tiempo, el aquí y ahora que, por más repeticiones que se intenten para volver a vivir el evento original, será imposible de alcanzar. Este obstáculo es comprendido de manera notable por el realizador mexicano que, en lugar de elaborar una minuciosa y detallada reconstrucción del suceso histórico, opta por deconstruir el evento para reflexionar en torno a los conceptos de original, copia, valor histórico y valor artístico.
Desde muy temprano, el director hace una declaración de principios: “esta es una réplica de la historia original”. Lo que estamos a punto de presenciar no es la reconstrucción exacta de la realidad, sino que es una ficción, es la adaptación y la reelaboración, es una copia, al igual que las reproducciones que se instalaron en el Museo Nacional de Antropología después del robo colosal, cometido por los jóvenes Carlos Perches Treviño y Ramón Sardina García en diciembre de 1985, de más de 130 piezas arqueológicas dignas de un valor inestimable, incalculable, no tanto desde el punto de vista económico, sino histórico, artístico y cultural. Inspirado en este hecho, el filme narra la historia de Juan (Gael García Bernal) y Wilson (Leonardo Ortizgris), dos jóvenes cercanos a los 30 años que viven en Ciudad Satélite e invierten sus días de ocio en burdos juegos reinterpretando la manzana de Guillermo Tell con un cubo de Rubik o cobrándole algunos pesos a algunos niños para que puedan disfrutar los videojuegos de la época. Hastiado por la rutina de adulto desocupado, sin la capacidad para impresionar a su exitoso padre (Alfredo Castro), obsesionado con las implicaciones del término «hacer historia» y desesperado por demostrar que puede hacer algo especial, Juan decide ejecutar un ambicioso asalto. Durante la Nochebuena de 1985, los jóvenes se trasladan al Museo Nacional de Antropología para robar varias piezas artísticas y vestigios arqueológicos -casi todos pertenecientes a la cultura maya-. Con un detallado diseño de arte y una pulcra puesta en escena, Ruizpalacios evidencia una plena comprensión de las estrategias de los recintos museísticos, principalmente en el notable uso de una iluminación teatral que, en términos de curaduría, sirve para resaltar -y al mismo tiempo cuidar- las cualidades de los objetos. El cinefotógrafo Damían García (Desierto, 2015) recurre a primerísimos planos para configurar tensas “instantáneas” del dúo desmontando las vitrinas para apoderarse de las piezas, mientras que el diseño sonoro enfatiza los ruidos de las herramientas (pinzas, cinceles, cables, entre otros) que utilizan los jóvenes para cumplir su misión. El ambiente se ve reforzado por las épicas composiciones musicales de Tomás Barreiro (Las niñas bien, 2018), quien reelabora elementos y pasajes de La noche de los mayas, de Silvestre Revueltas, a la que se hace referencia repetidamente en la película.
Muchos espectadores podrían imaginar, después de presenciar el primer tramo de Museo, que se encontraban ante una rebelde declaración antiimperialista sobre la recuperación del patrimonio cultural. Todo en el montaje de apertura gira en torno a la falsedad y el robo. La voz en off de Wilson hace una crítica mordaz sobre la autenticidad, mientras que las imágenes de archivo muestran la operación de 1964 en la que se trasladó la enorme y antigua cabeza de la estatua del dios Tlaloc al Museo Nacional de Antropología. “Querían llenar el nuevo museo con cosas nuevas”, dice la voz, dando a entender que este fue un tipo de robo que molestó a su buen amigo Juan y lo puso en el camino hacia su propio plan criminal. Pero entonces, como dice la voz, “¿dónde comienza la historia?”.
Al enfatizar su naturaleza de duplicado, que es también su esencia, el filme se vuelve -paradójicamente- más auténtico, aunque siempre regresando de manera cíclica a las mismas preguntas y dejando una atmósfera de inquietud como un rastro real: si lo único que tenemos es el testimonio de seres ya muertos, ¿cómo podemos confiar en la historia? Esta premisa conduce a una reflexión sutil pero vibrante sobre el valor de la apariencia y sobre la importancia de una creencia común (ya sea la de los niños en Santa Claus o la de los adultos en el pasado histórico sublime de una patria ahora ahogada en la miseria) que puede inspirar o defraudar a los individuos. En el caso de Juan se manifiesta la ilusión secreta de convertirse en parte de la historia, de la posteridad, y no terminar desapareciendo completamente ante los ojos de su padre, de “sus ancestros mayas”, de sí mismo. El acto de desafiar el pasado y tomarlo con las manos -teniendo en cuenta su corporeidad, pero resaltando su condición efímera- parece darle un último significado a una existencia que ahora considera casi muerta. Juan se siente parte de algo ya terminado, de un presente estancado, de una historia caduca, de una dimensión que es una réplica, donde no hay espacio ni tiempo auténticos; sólo la conciencia de saber que un día, tarde o temprano, terminaremos existiendo como parte de una historia lejana, quizá olvidable para los demás.
Las consecuencias del robo superan con creces las expectativas del par de ladrones -improvisados, más por diversión y autodeterminación que necesidad real-, quienes rápidamente se ven obligados a lidiar con sus acciones durante una larga odisea por otros territorios del país. Una vez que tienen en su posesión los valiosos objetos, incluyendo la máscara verde de Pakal, los amigos se dirigen a Palenque para localizar a Bosco (Bernardo Velasco), un guía de turistas que los pone en contacto con el señor Graves (Simon Russell Beale), un coleccionista británico, posible comprador que los espera en su lujosa mansión de Acapulco, y con quien tienen una acalorada discusión en torno a la apropiación de artefactos culturales mediante la arqueología y el gasto de recursos para cuidar los tesoros que otras naciones han descuidado. En ese momento, al percatarse que la mercancía robada está demasiado expuesta, surge la primera crisis de conciencia de Juan, quien comienza a darse cuenta de la gravedad simbólica, incluso más que económica, de su acto criminal. El botín vale un millón de dólares, luego medio millón, luego nada, mientras que la recompensa es alta para encontrar lo que no tiene precio. Brota una atractiva paradoja en la que el robo es inútil, la recompensa vale más que los bienes robados y por eso Juan es orillado a una serie de confusiones: ¿Aceptar esas bofetadas que le da la vida y seguir adelante? ¿Regresar a casa y confesar su culpabilidad?
Desde la jungla mexicana hasta la famosísima Quebrada, el filme adquiere un tono de road movie juvenil que recuerda a Y tu mamá también (2001), de Alfonso Cuarón, en el que el propio García Bernal ejecuta un viaje de descubrimiento, en compañía de su mejor amigo, a través de México. A partir de entonces, el filme de Ruizpalacios enfatiza sus mecanismos de representación; erigiéndose como una película de artefactos que empuja el juego de la concordancia entre el sonido y el cuerpo, entre el ruido y el silencio, entre la ilusión y la realidad. Siendo el cuerpo de Museo, Gael García Bernal, mediante Juan, también se convierte en una réplica de sí mismo, jugando con los límites entre ficción y realidad, quizá dándose cuenta de que él también es una pieza -no de museo, pero sí del filme-, un cuerpo en performance. El actor sabe que también es parte de una película que es una réplica del pasado, de 1985, compuesta de piezas falsas, de historias ficticias, de una realidad que no le pertenece, pero de la cual, al menos por el momento, se ve obligado a realizarla, a hacerla suya.
Toda esta insistencia en revelar cómo opera la ficción cinematográfica hace que Museo pierda paulatinamente su capacidad reflexiva. Ruizpalacios introduce una serie de anécdotas menores y poco convincentes -por ejemplo, el encuentro de Juan con una exuberante actriz llamada Sherezada (Leticia Brédice) que termina trabajando como bailarina exótica en un tugurio de Acapulco- distanciándose de la posibilidad de ofrecer respuestas a las discusiones planteadas en un principio; entre tanto despliegue de dominio de capacidad para dirigir y narrar la historia de forma no sólo atractiva sino eficiente, falta profundizar en los temas con mayor convicción. No obstante, perderse o desviarse no significa hacer desaparecer el camino recorrido, e incluso si Museo se aleja de su fuerza inicial, de una forma u otra siempre brinda herramientas para volver a casa, para encontrar el lugar al que pertenecemos, la ventana donde se encuentra el verdadero reflejo, la galería definitiva de cada uno de nosotros. A partir de este segundo largometraje de ficción de Ruizpalacios surgen cuestionamientos sobre los errores humanos, sobre el sentido de la responsabilidad, sobre planes inconclusos. Se asoman reflexiones sobre el tiempo, sobre la rebelión, sobre el significado de la existencia, sobre la identidad, sobre las obras, sobre los museos que los albergan y, principalmente, sobre la ficción y la realidad, sobre los personajes, sobre las soluciones de puesta en escena, sobre la naturaleza del cine que atrapa imágenes al igual que los museos atrapan objetos y que, con la misma facilidad, puede mentir, robar, romper reglas para «hacer historia», o tal vez no.