Ve aquí nuestra entrevista con el director de Navajazo, Ricardo Silva
En Navajazo, la opera prima de Ricardo Silva, el fin del mundo es solo un pretexto para mostrar un espacio y personajes de por sí apocalípticos. En la frontera de Tijuana, tierra revuelta, donde las violentas diferencias entre un país colonizador y otro colonizado están a distancia de una línea, se acurrucan personajes marcados por sueños frustrados, por anhelos fracasados, por expectativas que irán adelgazándose con el paso del tiempo bajo un sol inclemente. Entre la pobreza y el olvido, la marginación social y la falta de educación, la desesperanza económica y la segregación de clases, aparecen los residuos de un capitalismo descarnado: migrantes encallados, prostitutas, pornógrafos, drogadictos y sus hijos, un espectáculo de sobrevivientes dispuestos a armar un circo de historias extremas a cambio de unos cuantos dólares.
El orquestador, Silva, es un vivo entre zombies, que con su cámara ha creado un interesante “producto” (palabra suya) de explotación, clasificado por él mismo bajo un género rimbombante, usado originalmente en el ámbito literario: la etnoficción, que alude al problema –quizá la imposibilidad– de la recuperación del discurso del Otro. Las etnoficciones son ficciones creadas –en principio– por grupos indígenas reinterpretando su identidad frente al colonizador. Y posteriormente el colonizador recreando –artificialmente– el punto de vista indígena a través de la escritura, una tecnología que dotaba de superioridad a los blancos.
En Navajazo, el ecosistema de los personajes está sumido en la posmodernidad y la sociedad del espectáculo. No son necesariamente indígenas los que la protagonizan, lo importante es que conforman el submundo de una pirámide de clases. Entonces, un pobre, drogadicto, medio pirado, se sabe un foco de entretenimiento del burgués si a su condición de ‘exótico’ se le adereza con los agravantes de la paternidad semiirresponsable, la violencia y de cierta esquizofrenia. Lo mismo pasa con un asesino encapuchado que confiesa frente a la cámara sus crímenes con un ligero vaho de arrepentimiento. O con una prostituta enamorada, varada entre sus sueños y la apremiante necesidad resuelta con la carne más íntima. Las viñetas que conforman Navajazo parecen salidas de la nota roja del periódico amarillista local. Las drogas, el sexo, la muerte, no es secreto de nadie: los tres venden y más si se les combina. La receta de Silva es descarnada, into your face, y pone sobre la mesa –como la etnoficción debe hacerlo– el problema de la mediación.
En el cine, la mediación del otro a través de un discurso que tenderá a ser tecnológicamente superior, incluso en sus casos más independientes, se plantea problematizando las lindes entre la realidad y la ficción, entre el documental y las películas bajo guión. Navajazo, además, exige cuestionar una dimensión ética y moral. ¿Qué tanto se transgrede la dignidad del otro para explotarlo? ¿Qué tanto se solidariza el director con lo que filma, y qué tanto saca ventajas personales? ¿Para quién y para qué está retratando determinada realidad?
Para Silva es importante dejar en claro el grado de intromisión que hay de su parte en la puesta en escena, aparentemente improvisada: lo hace al dejar su voz en la edición pidiéndole a dos hombres que se golpeen para la cámara (uno frente a su hija pequeña), u ordenándole a una chica durante plena felación, que se mueva para que la cámara pueda acercarse más al miembro de un hombre drogado, casi o completamente inconsciente de lo que está sucediendo a su alrededor. O al montar escenas de pornografía explícita con no actores pornográficos. Es decir, a pesar de que el armado del filme es un vaivén de testimonios y postales, que juega con el pasar del tiempo no adhiriéndose a su linealidad, aunque remite por momentos –en la edición experimental, en su afán por recuperar testimonios orales y de desenmascarar y cuestionar el quehacer cinematográfico– a Mysterious Object at Noon (2000), una de las obras primigenias de uno de los directores actuales más consolidados, vanguardistas y espirituales, Apichatpong Weerasethakul, para Silva es primordial dejar en claro que más que estar lanzándose a un abismo, el abismo del desconocimiento del otro, está explotando a los personajes. Es la muerte del espíritu.
Silva cuenta que cuando comenzó a filmar a estos personajes, antes de querer hacer una película, cuando él trabajaba en Televisa, Laura Bozzo lo buscó para que la ayudara a hacer castings para su programa, donde –como siempre ha hecho– presenta testimonios de casos familiares extremos de los sectores más golpeados de la sociedad. Bozzo, como todo mundo sabe, es una presentadora peruana que tuvo que huir de Perú por estar estrechamente ligada a Fujimori, por haber sido inculpada de formar parte del brazo propagandístico de su régimen asesino, y que se refugió en México donde actualmente trabaja para Televisa. No faltará quien encuentre kitsch este antecedente de Silva. También habrá quien lo ponga en duda por la poca confiabilidad que da la autoridad de un director en cuya honestidad resuena cierta falsa inocencia. Pero está claro que hay vínculos de abuso entre Laura y Navajazo, entre el entretenimiento hecho a pesar de los entretenedores. Y si de entrada pareciera que Navajazo está en el extremo opuesto de un programa de Televisa de este tipo, en realidad se trata de la misma aura para diferentes públicos. En la que hay valentía, pero no hay humanidad. Donde el espectador es más importante que la cotidianidad del Otro. Es una brecha socioeconómica acentuada por la frialdad de la cámara, refugiada cobardemente por el afán de ‘conocimiento’. Donde el morbo desplaza a la empatía. Donde el observador no solo no se mantiene indiferente, sino que es desvergonzado frente al dolor ajeno.
Navajazo pudo ser una inmersión al infierno, pero acabó como un tour por carpa de fenómenos de circo, en la que lo decadente y sórdido se disfraza de monstruos y seres desproporcionados para satisfacer las necesidades mórbidas de los ociosos. Navajazo, a diferencia de lo que sí logró el poema del siglo XIX de Baudelaire, “Al lector”, pudo propinarle un hocicazo al hipócrita lector/espectador, pero acabó como un paseo turístico en el que el más culpable de todos será el que llegue con sonrisa sardónica al final y haga elocuentes comentarios.