Por Alo Valenzuela (@AloValenzuela)
Vivir es agotador, y el cuerpo y la mente humana son cruelmente traicioneros. Al tiempo que vamos adquiriendo experiencia y entendimiento sobre lo que nos rodea, la fuerza física y la cordura nos abandonan día a día. Debe ser dura la vejez, porque muchos de tus sueños –los hayas logrado o no– ya han caducado; las opciones parecen estar reducidas a aceptar la muerte, vivir dignamente (lo que quiera que eso signifique para cada quien) nuestros últimos días y confirmar –o resignarse a– que se ha dejado en el mundo un rastro de nuestro paso por él, por mínimo o (in)deseado que sea. En Nebraska (2013), esta búsqueda por despedirse lo mejor posible de la vida se manifiesta en Woody Grant (Bruce Dern) de una forma sencilla y, hasta que logramos comprenderla, aparentemente banal: cree que se ha ganado un millón de dólares y se empeña en ir a cobrarlo.
“Sólo necesita un motivo para vivir.” le dice David (Will Forte), el hijo de Woody, a su hermano Ross (Bob Odenkirk), intentando suavizar su reacción ante la necedad del padre de viajar desde su casa en Billings, Montana, hasta Lincoln, Nebraska, para cobrar ese inexistente dinero. Inexistente, porque tanto los hijos como Kate (June Squibb), la madre, saben que la carta que le informó a Woody del premio es sólo un viejísimo truco de marketing para vender revistas. Kate dice que “no sabía que quisiera ser millonario; si eso quería, se hubiera puesto a trabajar para lograrlo”. Pero lo que el viejo hombre ve en ese millón de dólares va más allá de la camioneta que dice que se quiere comprar: en esa riqueza espontánea ve lo que quizás sea para él el único gramo de esperanza de cumplir algunos deseos que le permitirían dar el último adiós con mayor libertad. El motivo para vivir del que habla su hijo es para Woody la posibilidad de dotar de sentido a su existencia, pero él ya está cansado de hablar y eso no nos lo va a explicar. Es sólo a través de la mirada de su hijo David que podremos llegar a descubrir lo que Woody necesita y cree que podrá encontrar en el jugoso premio.
Como hizo hace unos años con The Descendants (2011), Alexander Payne vuelve a abordar el tema de la familia desde un ángulo original pero bajo la misma mirada taciturna y romántica sobre la unidad entre los que comparten sangre. Esta vez se enfoca en la relación entre un padre y su hijo adulto; este último parece ser el único dispuesto a por lo menos darle por su lado al viejo en su incomprensible afán de buscar lo inexistente. Es sobre David en quien recae gran parte del flujo de la cinta. La empatía que él despierta se debe probablemente a su capacidad para ser conmovido por su padre. Es esto lo que lo hace decidir emprender el viaje junto a él y, de paso, comprenderlo y permitirnos a nosotros a conocer y entender su historia juntos.
El hecho de que la brecha entre Woody y David se estreche durante la odisea a Nebraska inserta a esta cinta en un género que a Payne no le es para nada ajeno: la road movie. Si en Sideways (2004) los personajes debían enfrentar su presente y futuro catando vinos californianos de un lado a otro; aquí, Woody, de la mano de David, deberá enfrentar su pasado haciendo una parada en el camino, en el pueblo en el que pasó la mayor parte de su vida. Si dos personas pasan una gran cantidad de horas encerradas juntas es probable que acaben amándose o matándose (en la realidad o en el privilegiado mundo de la mente). Esta cinta, como otras road movies, funciona un poco así, con la ventaja de que, además, las dos personas se enfrentan a los mismos enemigos que, en este caso, comparten más por decisión que por obligación: se trata tanto del senil presente de Woody como de su confrontación con el pasado. David es un Sancho Panza que ha decidido adormecer su cordura ante los otros para serle fiel a su Quijote.
Si es triste que Woody se tenga que aferrar a una estafa para darle sentido a su vida, más triste es que cuando le pide a su hijo que lo lleve, le pregunte “¿O tienes algo que hacer?”, y que este sutil chantaje emocional que encierra lo vacío de la vida del hijo sea la manera de convencerlo. Y es que aunque el cuerpo y la mente de David siguen en buena forma, su vida no tiene mucho más sentido que la de su padre. A su edad ya está también combatiendo con la bebida, fue abandonado por su mujer y tiene uno de esos trabajos que Douglas Coupland bautizó como McJobs, como uno de los vendedores de una tienda de equipos de audio. Tal vez David le está haciendo un amoroso favor a su padre, tal vez sea un roto para un descocido o simplemente sabe que su futuro no pinta grandes promesas y quizá dándole sentido a la vida de Woody podría terminar por encontrarle uno a la suya.
Como suele suceder en las cintas de Payne, nadie podrá envidiar la vida de la mayoría de sus personajes salvo contadas excepciones. En Nebraska, la probable excepción es Ross, quien aparentemente tiene una carrera en ascenso como periodista televisivo, aunque poco sabemos de esto porque poco interesa a la desesperanza de Payne. Por la cinta corre sin duda el estilo ya característico del cineasta que nunca deja de lado el humor aunque lo incruste de manera un tanto incómodo, sirviendo como herramienta para enfatizar el pesimismo.
Sin duda el desarrollo de la relación padre e hijo no sería tan emotivo si no fuera por las interpretaciones de Bruce Dern y Will Forte. Este último, quien ha trabajado principalmente en comedias de indudable etiqueta estadounidense, mantiene aquí el toque gracioso del característico humor ácido de Payne, sin dejar la seriedad del lado patético y melancólico de su personaje. Por otro lado, Dern mantiene la mirada perdida y el gesto tranquilo de quien ya ha vivido demasiado con una actuación contenida y cruda. Su personaje es un exalcohólico, veterano de guerra, que creció en un pueblo del sur estadounidense; ha recorrido mucho más que el trecho de Montana a Nebraska, y eso se puede leer en sus moderados. Es un personaje de la vieja escuela del sur de Estados Unidos y lleva a cuestas todo lo que esto conlleva.
Payne no es para nada el primero en enfocar gran parte de su trabajo en retratar el sur de los Estados Unidos. Desde Faulkner hasta los hermanos Coen, una gran cantidad de autores ha encontrado en la crudeza de la vida del granjero blanco y sureño, equiparable con la aspereza del paisaje, un buen alimento para sus historias. De ese mundo salió Woody y a ese mundo vuelve durante su travesía en la que casi de casualidad visita a su hermano, un hombre de tan pocas palabras como él, culpable de la existencia de dos hombres gordos con sangre criminal y bajísima capacidad intelectual que no paran de burlarse de su primo David. También se encuentran ahí, padre e hijo, con viejos amigos que en algunos casos más parecen enemigos, amores del pasado pero, sobre todo, historias. En el caso de Woody, las historias son las suyas, y son éstas las que ayudan a que David se sienta cada vez más cercano a él y pueda entender las razones de la marcha que emprendieron juntos. Los viejos relatos cumplen aquí la misma función que la buena ficción: asistirnos en la comprensión del otro y, de pasada, de nosotros mismos.
Nebraska retrata un mundo completamente estadounidense impulsado por el score del jazzman, Mark Orton, que le da el toque sureño con su música principalmente de cuerdas bañada en folk. Los largos tramos en carretera serían muy distintos sin esos tracks que coquetean con el western recordándonos constantemente el contexto de la historia a la vez que exacerban su naturaleza nostálgica. Por si lo anterior no bastara, está la fotografía del habitual de Payne, Phedon Papamichael (Walk The Line), que igual nos muestra los amplios paisajes de las carreteras azotadas por el viento y los pequeños poblados del sur americano, que los rostros endurecidos de sus habitantes. Payne se vale de los elementos básicos del cine para envolver su película: la narrativa dramática, el lenguaje de la fotografía y la expresividad de las interpretaciones. Quizás la decisión de utilizar el blanco y negro tenga, además de razones estéticas, una intención de mantener su cine en un lugar más cercano a la vieja escuela, como una especie de declaración del lugar donde desea ser colocado como realizador. Es una película que apuesta por lo hermoso de la sencillez tanto en su realización como en su relato.
Nebraska compite en varias categorías por los premios de la Academia en donde algunas contendientes han impactado por lo espectacular de la maestría técnica de sus realizadores o la exaltación de los valores del sueño americano. Aquí, aunque hay una indudable habilidad técnica en la dirección, reina la capacidad expresiva y Payne mantiene la obra lejos del espectáculo. Aunque como se mencionó antes, la historia es completamente estadounidense, no son sus valores los que se reflejan sino lo más terrenal y decadente de muchos de los habitantes del país vecino. Este es un ejemplo de que es posible seguir haciendo cine sin necesidad de despilfarrar por estar a la moda, y de que se puede conmover y hacer reír al espectador al tiempo que se discuten a profundidad ideas sobre la condición humana, utilizando únicamente los recursos que han estado ahí desde hace muchos años para los cineastas que deciden utilizarlos.