En Desobediencia civil, Thoreau expone la idea de ser siempre fieles primero a los principios personales y, solo después, a lo que nos imponen las leyes o el gobierno: “Creo que antes que súbditos tenemos que ser hombres. No es deseable cultivar respeto por la ley más que por lo que es correcto. La única obligación que tengo derecho de asumir es la de hacer siempre lo que creo correcto.” Estas ideas fueron retomadas por personajes históricos como Mahatma Gandhi y Martin Luther King para dar pie a movimientos pacíficos que defendían su derecho a hacer lo querían hacer. Algo similar podemos ver en el esfuerzo del director Jafar Panahi en No es una película donde, lejos de realizar un panfleto político o exhibir su activismo, desobedece cuidadosamente el veto que el gobierno de Irán le impuso para dirigir filmes, y realiza esta no-película dándole prioridad a lo que sabe que es su derecho. El creador se muestra incapaz de extinguir su pasión por el cine y se las arregla para llevarla a cabo, burlando y criticando sutilmente a quienes lo quieren atar de manos, voz y mente.
Como cineasta, Panahi es conocido internacionalmente por filmes como El globo blanco (1995) y Talaye sorkh (2003), ambas reconocidas con distintos premios en el Festival de Cannes, y Offside (2006), con la que obtuvo un Oso de Plata (Gran Premio del Jurado) en el Festival de Cine de Berlín, entre muchas otras. Pero además, Panahi es integrante de las filas del Partido Verde, la oposición al gobierno oficial de Irán. En julio de 2009, fue arrestado por manifestar su apoyo a las víctimas de la represión de las protestas que ponían en duda la veracidad de las elecciones que regresaron a la presidencia a Mahmud Ahmadineyad. En diciembre de 2010, el gobierno teocrático de Irán sentenció al director de cine a seis años de arresto domiciliario y veinte sin realizar películas. Fue acusado de propaganda contra la República Islámica, pues se aseguró que trabajaba en un documental subversivo. Desde entonces, la presión ejercida por la comunidad internacional ha logrado ciertas libertades para el cineasta, aunque las prohibiciones para que pueda volver a filmar persisten.
No es una película es un documental en el que el director nos hace testigos de esta engañosa restricción. Arranca con Panahi solo, desayunando tranquilamente en un departamento amplio, iluminado y con todo lo necesario para llevar una vida lo suficientemente cómoda, sin que la pobreza lo amenace; nadie adivinaría que le falta libertad. Al poco rato entra a su habitación en donde suena el teléfono; él deja que la contestadora se haga cargo. Al otro lado de la línea, escuchamos a su esposa hacer comentarios coloquiales y después pasar el teléfono a su hijo quien le explica a Panahi que dejó la cámara encendida sobre una silla. Sabemos entonces por qué vemos todo desde un rincón: sea o no verdad que el hijo hizo lo que dice, el director tiene el cuidado de que se mencione en la película que él no encendió la cámara que lo está grabando; no está violando el veto. Conforme avanza el día, esta precaución se irá diluyendo frente a la necesidad de hacer cine; la cautela del censurado se debate con la necesidad del creador.
Unos minutos después, una conversación de Panahi con su abogada deja claro que este no es un día cualquiera: hay malas noticias, el director se entera que es prácticamente imposible que se le retire la condena, aunque puede aspirar a una reducción de la pena de veinte años sin hacer cine, si la presión internacional es suficientemente intensa. Él no sabe lo que sucede en otros países pues, al tomar su computadora para buscar noticias, lo escuchamos quejarse de que el internet al que tiene acceso también está censurado; lo que sí sabe es que puede usar el cine para fomentar este apoyo. Al hacernos testigos de esta llamada, también nos está pidiendo ayuda.
El día continúa sin que sepamos muy bien hacia donde se dirige el filme. Los muebles, la computadora, el iPhone, la televisión e incluso las personas con las que se cruza Panahi podrían ser parte de la vida de cualquiera de nuestros vecinos. Incluso, en ciertos momentos, el cineasta habla y se comporta con tal naturalidad que se nos podría olvidar que este hogar se ha convertido en prisión, que al hombre que vemos lo han intentado despojar de su pasión y que lo que atestiguamos es un grito de auxilio.
De pronto llega una visita; se trata de Mojtaba Mirahmasb, codirector de esta película, que cuenta por su parte con experiencia en documentales. A él sí le está permitido tomar la cámara y enfocar a Panahi y, juntos, nos explican la razón por la que decidieron reunirse: Panahi quiere hacer cine y tiene un proyecto que no fue aceptado, por lo que ha decidido leer el guión y actuarlo frente a la cámara. ¿Esto es una violación al veto que el gobierno le impuso al cineasta? Ellos aseguran que no: el gobierno le tiene prohibido dirigir, dar entrevistas y escribir nuevos guiones y este plan no rompe ninguna de esas tres prohibiciones. El objetivo es claro: Al tiempo que Panahi libera un poco de la represión a su pasión por el cine y nos da una probada de una película que no le dejaron hacer, burla las prohibiciones gubernamentales esquivándolas con gracia. Cuando considera que la explicación ha quedado clara, Panahi grita “¡corte!” pero Mojtaba le señala que está faltando a la reglas del plan: él no puede dirigir y no puede decirle en qué momento parar de grabar.
Después de un breve paseo por la casa en el que Panahi nos muestra posibles locaciones y nos explica las señales que ha marcado en la alfombra para que podamos imaginar la película, comienza la actuación. El guión cuenta la historia de una niña que fue encerrada por sus padres -una situación que remite claramente a la del cineasta- y en la lectura dramatizada se incluyen detalles sobre la filmación imaginaria (tomas, encuadres etc.). De pronto, la voz de Panahi se rompe y, para ocultar su inminente llanto y evitar victimizarse, se retira después de afirmar “Si se pudiera contar una película no tendría sentido hacerla”.
El plan que parecía simple se derrumba rápidamente cuando el cineasta vislumbra el fracaso. Aún así tiene algo que decir y basta con seguir acompañando a nuestro protagonista a lo largo del día y verlo reflexionar –no sobre el tema político sino sobre las ataduras que limitan su creación– para entender que el objetivo de relatar su película no era lo más importante, o al menos dejó de serlo. Mientras documenta su cotidianeidad podemos ver la frustración de una vida mutilada, al menos temporalmente.
Cuando se empieza a hacer tarde Mojtaba y Panahi se despiden. La cámara sigue encendida sin ser tomada por el cineasta vetado quien, sin embargo, ya ha comenzado a juguetear con su iPhone grabando la despedida que se une con la llegada de un joven que pasa a recoger la basura. El cineasta y el desconocido, quien parece estar al tanto de quién es Panahi, platican con el celular aún grabando. De pronto, tras una provocación del joven, las precauciones se diluyen y la cámara llega a las manos del director desobediente; la necesidad de hacer cine vence, en los últimos minutos de la no-película, a la cautela que es fruto de una prohibición injusta.
El valor de No es una película reside en un gran porcentaje en el acto mismo de su realización; en el hecho de no sucumbir a la censura usando cualquier medio al alcance y valiéndose de las ventajas de la tecnología. Más que ideologías políticas, hay convicciones humanas de las que parte la mayor protesta. Panahi no pone bombas, nunca lo ha hecho, pero sí lanza pequeñas piedras al gobierno jugando su juego y venciéndolos en su cancha. Tan claro tenía que lo que hizo no les iba a gustar, que lo sacó a la luz a escondidas. Si la no-película salió de Irán fue solo porque el director se las arregló para enviarla a Francia en una memoria USB escondida dentro de un pastel.
En este filme, como en muchos otros, es imposible separar a la obra de su autor y de su contexto, y no solo porque se trate de un documental autorreferencial. En condiciones distintas podríamos estar escribiendo sobre una película que se sumara a la vitaminada filmografía de un reconocido director. En cambio, tenemos aquí solo el aliento que se puede escurrir de su silencio obligado. El título es más que elocuente; Panahi se apropia del de la conocida obra “Esto no es una pipa” del surrealista René Magritte para adaptarlo a su situación. Lo que vemos aquí no es una película, no es la película que el cineasta quería hacer, es el reflejo de una película, y es lo único que nos puede mostrar desde el encierro al que han intentado someter a su creatividad.