Muchos estudiosos del arte narrativo coinciden en defender la postura de que los artistas deben hablar en su obra, fundamentalmente, de lo que mejor conocen, de lo que les es más próximo. Por supuesto que pueden basarse en experiencias propias, de gente cercana o, incluso, de cuestiones que hayan investigado y explorado a detalle. Al final siempre, insisten, se obtendrán mejores resultados mientras más intimidad se tenga respecto a lo que se está contando y, nadie podría dudarlo, la opción óptima no puede ser otra que hablar de la propia vida. No necesariamente que cada trabajo sea un retrato plenamente autobiográfico (pronto podrían quedar agotadas las líneas a explorarse), pero sí que cada uno contenga dosis importantes de experiencias del autor aunque éstas sean repartidas en la historia entre distintos personajes o tramas. Para el lector o el espectador no debe ser importante conocer la biografía del autor, sino sencillamente creer e involucrarse decididamente con lo que lee, ve o experimenta. Por supuesto, es preciso aclararlo, otros tantos estudiosos del arte narrativo están absolutamente en desacuerdo con esta postura; un auténtico artista debe tener la capacidad de hablar de lo que sea, tener el talento para idear, imaginar o inventar las realidades que podrían serle más ajenas y hacerlo con total autoridad. Lo cierto es que, al menos en la historia del cine, la mayoría de los más grandes realizadores generalmente han desarrollado la capacidad de convertir sus exploraciones personales en postulados universales.
En Post Tenebras Lux, Carlos Reygadas sintió necesario acercarse tanto a su ámbito más íntimo que estableció el hogar de sus protagonistas en su propia casa, e involucró a sus hijos en algunas secuencias del filme. La colección de episodios, recuerdos, procesos de la imaginación y proyecciones a futuro a través de los que, intercalados, va hilvanando su historia de forma en buena medida acertada, no logra cuajar en el desenlace debido a las incapacidades histriónicas de su actor y actriz principal (no profesionales, él en el filme llamado Juan; ella nombrada Natalia) para proyectar la turbulencia interna que se supone están procesando los personajes que interpretan. Para Nuestro tiempo, Reygadas no quiso correr riesgos por lo que decidió que él y su esposa en la vida real (editora, además, de Luz silenciosa y de Post Tenebras Lux), Natalia López, interpretaran a la pareja principal del filme (esta vez él se llama de nuevo Juan y ella Esther) y que sus dos hijos (Rut y Eleazar) fueran hijos de sus personajes (Leonor y Gaspar, respectivamente, con la adición de otro hijo mayor que en la realidad no existe y que en el filme es Juan Jr.), aunque esta vez no vivieran en una idílica cabaña a un constado de un lago a las faldas de un conjunto de montañas en una región arbolada, por Tepoztlán, sino en una ganadería de toros bravos, por Amatlán, de la que son dueños. Él siendo, además, un poeta, admirado y reconocido, ella ayudándolo con la administración de las tierras y los animales y, de vez en vez, estando al tanto de sus hijos. Toda similitud con la realidad, ¿es mera coincidencia?
Unos niños pequeños, de entre 5 y 12 años, se divierten nadando y aventándose entre sí en una presa fangosa; también, obvio, se arrojan lodo. A unos metros de distancia, un grupo de niñas, de entre 5 y 12 años, platican plácidamente dentro de una lancha inflable; los niños planean y ejecutan un ataque a la lancha. A orillas de la presa, un grupo mezclado de jóvenes entre 13 y 18 años, conversan, toman cerveza, fuman mota y, alguna pareja, se besa apasionadamente. La sensualidad de los cuerpos retratados, en el ambiente que se desenvuelven, tal vez anticipa un futuro de mucha libertad. Mientras tanto los padres de unos de ellos (cuando menos los de Leonor, Gaspar y Juan Jr.) beben mezcales y cubas al tiempo que disfrutan viendo una tienta y compitiendo a caballo. Al concluir una carrera que Esther le gana a Juan, mientras unos se disponen a seguir la fiesta en la casa principal, Phil (Phil Burgers), un gringo caballerango se despide de Juan (Carlos Reygadas), quedando de verse pronto para echar unos mezcales, pues tiene que regresar a Ciudad de México aprovechando que Esther (Natalia López) viajará para allá pues, entre sus diligencias programadas, tiene pensado revisar algunos asuntos con él. Juan, al despedirse de su mujer, le hace una broma pasivo-agresiva de corte sexual al respecto. A la mañana siguiente, un toro mata a una yegua a la que, aparentemente, la familia le tenía especial cariño. Al volver de la ciudad, Esther nota agobiado a Juan y éste le cuenta lo ocurrido, además de cuestionarle sobre su encuentro con Phil. Primero, ella se muestra nerviosa y poco le dice, pero él espía su teléfono y descubre que estuvieron junto. Esther termina confesándoles que se emborracharon y se besaron, nada más.
Por el modo en que fluye la conversación, resulta evidente que entre ellos hay algún pacto que no convierte en infidelidad lo de Esther; ambos tienen permitido involucrarse con otras personas, a condición de comunicárselo al otro. Sin embargo, parece que en la práctica a Juan le cuesta trabajo asumirlo. Particularmente mientras pasan los días y la idea le corroe la cabeza. Nota extraña a Esther, la arrincona, ésta reacciona a la defensiva, no le comparte lo que piensa y lo que siente (como él le recuerda tienen acordado) y ella se siente asfixiada, confundida y, es cada vez más claro, enamorada o ilusionada o, cuando menos, liberada por su nueva relación. Las vacaciones veraniegas están por terminar así que Juan Jr. debe regresar al sitio donde estudia y los pequeños retoman su rutina escolar, mientras Juan intenta canalizar su turbulencia emocional escribiendo poesía y Esther trata de asimilar la complejidad de lo que está sintiendo, con el añadido de que Juan constantemente la inquiere, la presiona, la persigue, la manipula emocionalmente. El dilatar los márgenes de las convenciones no solo sociales, sino particularmente las de las apetencias personales suele resultar ser mucho menos gozoso a nivel emocional de lo que se vive en el plano físico, o incluso el mental. Al menos así parecen vivirlo Juan y Esther.
Carlos Reygadas ha asumido la decisión de interpretar a un tipo complejo, atribulado y, al hacerlo, se pone en una posición vulnerable. Juan es un ser sensible, un artista que pese a ser gente de campo (o gracias ello) es un hombre que se siente sofisticado y que, además, tiene la necesidad de mostrar y demostrarse evolucionado, alguien a quien los condicionamientos sociales le quedan cortos, que es capaz de aventurarse en territorios escarpados que tienen que ver con temas como la forma de abordar el sentido de propiedad de la pareja, con su pareja y, como consecuencia, el modo en que se manejan los celos y la manera en que se canaliza el deseo; por la manera en que lo plantea en su relación, Juan sería algo así como la antítesis del macho, más siendo mexicano. Lo que nos muestra el realizador mexicano es, sin embargo, la realidad opuesta: debajo de la superficie se encuentra un individuo controlador, autoconsciente, sin escrúpulos, equipado para utilizar a quien sea con tal de obtener satisfacciones de distintos tipos. Mediante la relación de Esther con otro hombre busca satisfacer una fantasía sexual (incluso vouyerística), pero al mismo tiempo probar su temple, el alcance de su tolerancia, su carácter. Al experimentar inseguridad, celos, la congoja emocional que le da sentir que los sentimientos de su mujer tienen independencia respecto a los planes y designios que imagina o quisiera gobernar, sucumbe ante el tormento mental y emocional que experimenta y también creía dominar, reaccionando de forma cruel, y al mismo tiempo patética. Su misión entonces, siente, es impedir que se consume el enamoramiento de su mujer con el gringo y, para conseguirlo, arma una puesta en escena en la que él funge como director y, utilizando su poder (incluso el económico) mangonea a Phil, atormenta a Esther e, incluso, la trata (aunque dizque jueguetonamente) de modo similar a como probablemente lo haría con una prostituta. No la pone a merced de otros para conseguir dinero, pero sí la coloca en posición para que sea disfrutada por otro hombre (distinto a Phil) y con ello contaminar lo que ella siente por Phil, mientras él se satisface (además de espiando) sabiendo que Esther no le es fiel al otro; la usa para recuperar el control que sentía perdido. Su perverso plan es, a través de exponerla a la promiscuidad física (que ella, es verdad, con cierta renuencia, pero acepta), asegurarse del monopolio de su amor. El antimacho que termina siendo un macho consumado. Además de exhibirse como un controlador, Juan ejecuta lo que no puede verse sino como una confabulación misógina y narcisista. El estado emocional de su mujer no es parte del repertorio de sus preocupaciones.
Esther es un personaje menos trabajado que Juan, pero valientemente interpretado por Natalia. Se trata de una mujer muy bella y atractiva, que sabe gozar el sexo y hacer gozarlo a sus distintos beneficiarios; es una mujer sumamente inteligente, con la capacidad para analizar a detalle el sitio que ocupa dentro de la maraña que es su vida (maravillosa la secuencia aérea por Ciudad de México con su voz en off desmenuzando la historia de su relación) y desde ahí atina a descifrar el auténtico significado que ella ha desempeñado dentro de la relación y, particularmente, para la vida y los planes de Juan.¿Por qué una mujer como ella acepta formar parte de un acuerdo de este tipo? ¿Simple convivencia, ansia de experimentar, como forma de satisfacer sus propios deseos, o genuinamente como prueba de un compromiso de amor superior? Más allá de su capacidad intelectual, el talento que muy brevemente le vemos como jinete y la fuerza (o resignación) emocional que le vemos procesar, a Esther no le es atribuido ningún talento especial que se aprecie en pantalla (más allá del que muestra en las escenas íntimas con sus parejas). Mientras Juan nos es permitido saber que es un poeta admirado y exitoso (incluso lo vemos escribir algún poema), ella lo ayuda en la administración del rancho y, en ocasiones, se ocupa de sus hijos (que por lo general más bien parecen accesorios del rancho), aunque incluso en ese punto es Juan quien se encarga de las actividades que crean los mayores vínculos afectivos: les lee los cuentos antes de dormir y les ofrece consejos de vida. A pesar de lo anterior, es Esther quien se aprecia más empática que Juan a lo largo de la historia. Tiene menos herramientas su personaje para afrontar las complicadas secuencias en que debe desenvolverse y, sin embargo, Natalia las resuelve con delicadeza, soltura y, cuando es necesario, también haciendo uso de sus entrañas. El que ella sea retratada desnuda y teniendo relaciones sexuales en varias ocasiones, e igualmente drogándose a cámara, mientras que el personaje de Juan no es captado haciendo ni lo uno ni lo otro, también permite apreciar el coraje con el que Natalia ha abordado su trabajo actoral para este papel y el desequilibrio en que fue puesta por el director con respecto a su coprotagonista, que es el mismo director.
Pese al estado de permanente turbulencia emocional (y sensorial) que Nuestro tiempo plantea, y a la tensión constante en que la atmósfera creada sumerge al espectador, conociendo el cine de Reygadas sería impensable la posibilidad de que cayera en la tentación del melodrama, por lo que a partir de recursos cinematográficos de distintos tipos, desdramatiza secuencias de fuerte intensidad sin que por eso pierdan su nervio. Unas veces utilizando con mucha habilidad el relato en off a la manera de narrador pero acudiendo a la voz de la niña Leonor, o el diálogo en chat telefónico o epistolar por mail escuchando tanto en la ida como en la vuelta la propia voz del emisor a quien vemos en pantalla (pues es quien también está leyendo la respuesta), pero sobre todo en la elección del posicionamiento de la cámara y el sitio de colocación de los actores (evitando las tomas muy cerradas y en una ocasión, incluso, haciendo que la reyerta se desarrolle en la habitación de los niños), o recurriendo al humor, como cuando en la traumática escena en que Juan interrumpe la serenidad postcoital de Esther y Phil, tras cuestionarle sus sentimientos a Esther –quien pierde los estribos y desesperada rompe objetos y lo ataca-, Juan, drogado hasta los dedos, solo le dice “¡Uy, qué genio!”. Una vez que se consolida la intensidad labrada, la presión se desinfla aunque la confusión persista.
Una de las características fundamentales de los filmes de Carlos Reygadas es el modo en el que tanto el espíritu de la naturaleza como los reflejos de la tensión social inciden de una u otra manera en la trama principal, la informan y, muchas veces, la dominan desde el fondo. En este caso, por un lado el trapío y la bravura de los toros recortados contra imponentes paisajes, la forma en que se relacionan entre ellos, con los caballos y con los humanos no solo permite la confección de secuencias de gran plasticidad y belleza (igualmente crudeza, como en la que un toro destaza un caballo o en la que dos toros se enganchan en un duelo a muerte, que hacen difícil pensar que “ningún animal fue lastimado en la realización del filme”), sino que fungen persistentemente como alegorías de las batallas que los humanos están librando contra su propia animalidad, y crean el contraste con las luchas que esgrimen para dar cauce a sus instintos, el trabajo que hacen para reconociendo sus impulsos (y dándoles libertad de acción) tratar de amaestrarlos con el razonado ejercicio de ceremoniales de civilidad. En última instancia, parece, para Juan y Esther el dejar que esa animalidad se exprese libremente es un triunfo de la evolución humana (cuando en realidad se logra), por contradictorio que pudiera sonar. Las secuencias, por otro lado, le sirven a Reygadas para imprimir una cualidad lírica en el filme, así como para oxigenar la narración y, es cierto, también para ocultar algunos de los bemoles de la obra, como lo es la disparidad del tratamiento que se da a los personajes principales; una historia lineal como ésta (a diferencia de los trabajos previos del director, que insertan secuencias oníricas o generadas por la imaginación o el recuerdo), sin esos pasajes, habría expuesto con mayor claridad cómo el rol que funge la figura de Esther no solo está eclipsada, sino abiertamente disminuida cuando se le coteja con la de Juan. Reygadas es lo suficientemente hábil y talentoso para, a lo largo de las tres horas que dura la película, tejer finamente los episodios humanos con las postales naturales.
Con relación al tema de clases, en todos los filmes de Reygadas la pulsación de las infranqueables diferencias sociales que existen en México está siempre incomodando, aunque sea desde un segundo o tercer plano (con excepción de su punzante experimento en el corto Este es mi reino), el fluir de la trama. Las personas “del servicio”, que desempeñan su trabajo en México para las clases más acomodadas suelen ser tratadas de forma despectiva, con vejaciones y agravios, en el mejor de los casos invisibles casi por completo, o bien, como se muestra en Nuestro tiempo, son consideradas desde una aparente empatía, pero siempre distante. Los protagonistas les hablan con un tono amable que no puede evitar ser paternalista (el llamarlos en diminutivo como sello de diferenciación); se desarrolla la relación entre empleadores y empleados (entre quienes tienen y quienes carecen) bajo un sistema de códigos que a los patrones les permiten siempre mantener a quienes les sirven a distancia, marcando el territorio de manera que sea impenetrable. La división de clases es tajante, no hay forma de acercar dos mundos que parecen ser ajenos entre sí, imposibles no solo de reconciliar, sino incapaces de poder establecer dinámicas de convivencia auténtica de iguales, de humano a humano.
A nivel visual, Reygadas contrasta secuencias en interiores, filmadas con tenue iluminación en las que por lo general elige registrar la acción en planos medios, con escenas abiertas en exterior, exprimiendo todas las posibilidades de la luz (incluso cuando la niebla domina el paisaje, como en la hermosa secuencia final que parece salida de Angelopoulos), dejando que se imponga el campo, el horizonte y las diversas formas en que la naturaleza se manifiesta, se ostenta y se impone. El trabajo fotográfico de Diego García (Cementery of Splendour) es soberbio; su talento para aprovechar el amplio formato de la pantalla en tomas largas (de las que dejan respirar lo que en ellas ocurre) contribuye al óptimo desenvolvimiento de la historia, para fiel al estilo de Reygadas dejar que el espectador contemple con calma lo que normalmente no le es permitido ver en el cine, además de que encuentra belleza constante incluso bajo las restricciones que podría presentar filmar de modo naturalista. El diseño de sonido es cuidado al extremo, enfatiza las expresiones de la naturaleza, fortalece las secuencias de los toros a partir de la bestialidad de sus bufidos cuando embisten, y le permite al director (que también editó el filme) jugar con el doblaje de las voces, facilitándole la resolución de secuencias en las que actores naturales (incluyendo los protagónicos) parecen no alcanzar las notas que exige algún instante crítico.
Nuestro tiempo es la minuciosa radiografía de Juan, un hombre al que, paradójicamente, pese a trabajar con las palabras y manipular las reglas del lenguaje al hacer poesía, le es difícil entablar conversaciones profundas con los demás, se le complica vincularse con los otros, vive metido en su mundo, ensimismado en sus ideas, sus miedos, sus fantasías, su obsesión por controlar todo lo que ocurre a su alrededor, un toro al que le está estallando su interior. En una muy bien lograda secuencia, se consolida el retrato de su egoísmo, desde el lugar de alguien que parece tenerlo todo, al envidiar a un amigo condenado a muerte pero amado por su mujer. Todo, para él, parece reducirse a ser siempre el centro de todo lo que ocurre, de la admiración, del amor, de la lealtad, el respeto y hasta de la compasión de quienes lo rodean. Un espejo que para muchos espectadores podrá servir como el vehículo de introspección que posiblemente fue para el director.
Pero el filme es, además, una reflexión sobre el amor, sus posibilidades, sus alcances, sus demonios, sus juegos de sombras y de luces, sus limitaciones, un cuestionamiento sobre el riesgo que implica el exigirle de más a un sentimiento tan frágil, particularmente cuando quizá éste no esté cuajado del todo. (Como es habitual en Reygadas, en Nuestro tiempo se aprecian rumores de otros filmes: con Winter Sleep de Bilge Ceylan y Phantom Thread de PT Anderson guarda vínculos innegables). Y, simultáneamente, Nuestro tiempo propone la aceptación de que nuestros problemas más íntimos, nuestros conflictos cotidianos, y incluso los existenciales, parecen palidecer cuando son puestos en perspectiva frente a la arrebatadora inmensidad de lo que no podemos manipular, ni controlar; de lo que nos rebasa: la naturaleza y el tiempo.
AFD (@SirPon)