"Sin empatía no hay esperanza": Entrevista con Michel Franco
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Las celebraciones de la alta burguesía, o de las clases más acomodadas, son eventos que condensan muchos de los aspectos negativos que ese sector de la población representa, en cualquier país, para el resto de la sociedad: la opulencia, la frivolidad, el despilfarro, la conveniencia, la indolencia. Y, además, patentizan el reforzamiento de su capacidad para abstraerse de una realidad que le es común a la mayoría de la gente pero que, para ellos, es ajena; siendo la situación más paradójica toda vez que para poder gozar de esas ocasiones como se merecen o creen merecer, necesitan de otras personas que les sirvan, que los atiendan, personas que no pertenecen a ese paisaje sino como sombras, siluetas lejanas que, de hecho, también ven, escuchan, piensan y entienden que ellos nunca podrán disfrutar algo semejante en carne propia. Ahí, juntos, todos departen desde la seguridad: la financiera, la de salud, y también la física debido a los guardaespaldas que, a la distancia (cruzando el umbral de las paredes y las puertas), los protegen. Al menos en los países tercermundistas.
Es en una fiesta, la celebración de la boda de Marian (Naian González Norvind) con Alan (Darío Yazbek Bernal), celebrada en la mansión de los padres de ella, Iván (Roberto Medina) y Rebeca (Lisa Owen), en el Pedregal de San Ángel (una de las zonas más acaudaladas en Ciudad de México), que se ponen en marcha tanto el ya habitual poder de Michel Franco para generar abrumadora tensión en el espectador como, en este caso, un intenso ejercicio de observación social del México actual que, claramente, también puede ajustarse a la realidad de muchos otros países de mundo. Aunque en realidad el inicio del filme ocurre antes, a partir de un montaje de estilizadas imágenes acompañadas de la Sinfonía no. 11 “El Año 1905” (compuesta para conmemora la revolución rusa de principios del siglo pasado) de Shostakovich, que dejan sentados algunos elementos, situaciones, conflictos e incluso visiones o símbolos de lo que se desarrollará a lo largo del filme, incluyendo el cuadro Solo los muertos han visto el final de la guerra, de Omar Rodríguez-Graham, de conveniente título para el discurso del filme. Un prólogo que es a un tiempo síntesis y sueño (pesadilla). Porque desde ese momento nos es advertido de modo rotundo que nos espera un viaje que no será cómodo, ni tampoco precisamente placentero.
Después del prólogo, previo a que empiece propiamente el desarrollo de la trama, somos testigos de la inquietante forma en que dentro de un hospital del IMSS (salubridad pública) algunos enfermos, en plena convalecencia, súbitamente tienen que ser removidos de sus camas en las habitaciones colectivas que ocupan, para abrir lugar a múltiples heridos, muchos de bala, algunos manchados de pintura verde, que en cascada empiezan a llegar, provocando un auténtico pandemónium que, parece, será imposible controlar.
Marian, una chica rubia, bella, alegre, de buenos sentimientos, llena de vida y Alan, un joven apuesto, arquitecto con un futuro promisorio, se besan apasionadamente. Ella se ve muy enamorada de él y él de ella. Daniel (Diego Boneta), hermano de Marian, interrumpe su beso de forma juguetona. Y a partir de ahí somos participantes de su boda. Vemos las llegadas de algunos invitados (todos con rasgos europeos); al personal de servicio (todos con rasgos autóctonos) organizando cómo funcionará su encomienda; a la madre verificando que todo esté en orden; al padre no desaprovechando un día tan importante en la vida de su hija para fortalecer relaciones de negocios; a los amigos de los novios preparando pócimas con MDMA, ácido y peyote; los señores y señoras bebiendo, todos pasando un rato agradable. Pero hay algo en el ambiente que se siente turbio y Franco plantea juiciosamente cuatro situaciones que acentuarán la zozobra en el espectador: en uno de sus recorridos a guardar los sobres con dinero que les regalan a los novios en la caja fuerte de su recámara, Rebeca abre la llave de su lavabo para enjuagarse y en lugar de agua el grifo arroja pintura verde; entre los guardaespaldas, ciertos invitados, incluso en algún radio, se alcanza a escuchar que en la ciudad se vive un momento de caos precipitado en disturbios violentos y saqueos múltiples en diferentes zonas, algunas ya cercanas; como consecuencia de ello, la jueza que los casará no llega, retrasando el horario del enlace; e, intempestivamente, un antiguo trabajador de la casa, Rolando (Eligio Meléndez), se presenta después de siete años de no trabajar ahí, para pedirles 200 mil pesos (cantidad ínfima comparada con lo que está costando la boda) ya que su esposa, quien también trabajó durante muchos años en esa casa, tuvo que ser evacuada del hospital público en el que sería operada del corazón debido al arribo de tantos heridos en los desmanes, y obligada a internarse en una clínica privada donde necesita pagar esa cantidad si es que quiere ser aceptada.
En esta larga secuencia, la habilidad de Michel Franco para orquestar la coreografía es suprema. Pese a que sus filmes previos se caracterizaban por ser historias más íntimas, desarrolladas en ámbitos más controlados, en Nuevo orden la escala es otra, de una complicación y exigencia mucho mayor. Retratar la fiesta implicaba un reto mayúsculo no sólo de logística en el plano formal, sino de posibilidades narrativas y discursivas que fue acometido gallardamente por él y por quien se ha convertido en su fotógrafo habitual desde Chronic, el francés Yves Cape (los ojos de Bruno Dumont en cuatro de sus filmes y de Léos Carax en Holy Motors). La afortunada decisión que tomaron fue que la cámara persiguiera a varios personajes constantemente y sin reposo a través de ágiles planos secuencia (unos conectados con otros) que, además, les permitían concentrar la atención en distintos integrantes del reparto simultáneamente; de pronto parece como si se desplegaran varios montajes paralelos de acciones ocurriendo en el mismo sitio. El resultado de esto, combinado con el planteamiento de los cuatro puntos dramáticos antes descritos, produce un efecto de vértigo permanente, de angustia sofocante y de ansiedad exasperante, además de que va dejando sembrada información para la trama pero, sobre todo, para la lectura del comentario social que el filme articula (menciones a actos de corrupción y sobornos, comentarios entre los miembros del servicio, intercambios verbales entre los padres y ellos), en cada breve escala que va haciendo la cámara. Sabemos que algo terrible ocurrirá en cualquier instante pero no sabemos cuándo ni, bien a bien, cómo.
Cuando finalmente Marian reúne la cantidad requerida por Rolando (con solo algunos de los sobres que han recibido de regalo), él ya se ha ido, posiblemente corrido, seguramente humillado por el trato displicente, incluso denigrante, que le dieron la madre y el hermano. Entonces Marian decide tomar su tarjeta de crédito e ir a buscarlo a su casa, acompañada de Cristian (Fernando Cuautle), hijo de Martha (Mónica del Carmen), la jefa del servicio doméstico, sin avisarle a nadie. Pero apenas una cuadras más adelante se encuentran con un primer retén que les impide el paso y les informa de los desmanes que se aproximan. Mientras tanto, la jueza finalmente llega a la casa, con prisa porque tiene otra ceremonia que celebrar después y con la ciudad desmadrada debe tomar sus recaudos. Cuando empiezan a cruzarse con los violentos manifestantes, que arrojan pintura verde al auto y lo golpean, Cristian le dice a Marian que lo deje manejar y ella se esconda, probablemente a él, por sus rasgos, lo respeten quienes están destruyen todo a su paso. Estando en plena búsqueda de Marian en su casa para, finalmente, poder realizar la unión civil, de pronto un grupo de jóvenes vestidos con atuendos no adecuados para la ocasión, claramente sin tener la pinta de invitados, son descubiertos saltándose una barda y todos, además, estando armados. En precisa coordinación, por la puerta principal, en complicidad con personal de seguridad de la casa e, incluso, con integrantes del servicio doméstico, ingresan quienes están al mando de la misión. Con excesiva violencia someten a todos y a todas, matan algunos, roban cuanta cosa pueden y la que no la destruyen. Estalló una bomba de tiempo.
Afuera de la casa, a lo largo de toda la ciudad, la situación es la misma: quemas, secuestros, saqueos, asesinatos, devastación generalizada. No parece haber autoridad, se vive la anarquía total por doquier. Después de varios días de furioso desenfreno, es el ejército el que toma el control y, paulatinamente, establece el orden, con toque de queda incluido. En el proceso, detienen a cuanta persona se cruzan por las calles, sin importar si son blancos o morenos. Y en los separos a los que remiten a todos los que son aprehendidos (entre ellos Marian), torturan, violan, humillan, sobajan sin distingos; un auténtico bufete para El Bosco. La finalidad última es extorsionar a los detenidos, sacarles dinero (a pobres y a ricos) pero, también, solazarse con el simple hecho de mostrar quién tiene el poder. Ni siquiera el padre de Marian, con contactos que alcanzan al Secretario de la Defensa, un hombre vil y corrupto, puede rescatarla. Ya no son unos (los ricos, blancos) u otros (los morenos, pobres) o los de en medio los que sufren, sino todos, el país completo. En esas condiciones nadie se salva, con excepción, claro, de la élite política; más que el dinero, ahora lo que importa es quien tiene el poder, y son los mismos de siempre. Las historias individuales del principio del filme son avasalladas por el aluvión de la tragedia colectiva. El colapso de la sociedad es mostrado en toda su brutalidad, sin medias tintas. Es tal el hiperrealismo de lo que vemos en pantalla, que de pronto parece fundirse con una alegoría siniestra; o al menos eso es lo que anhelamos que fuera.
A Michel Franco, lo ha patentizado en su filmografía, le gusta hablar en sus obras de temas de los que socialmente se habla poco o, de plano, se calla. El incesto entre hermanos en Daniel y Ana (2009); el bullying y cyberbullying en el entorno adolescente en Después de Lucía (2012); la eutanasia en Chronic (2016); la donación, el robo de órganos y los niños en situación de calle en A los ojos (2016); la traición familiar, de una madre a su hija, en Las hijas de Abril (2017). En todas ellas, sus personajes (los principales e incluso algunos secundarios) experimentan impotencia, frustración, resentimiento y parece como si Nuevo orden fuera, de alguna manera, el resultado de la explosión de todos esos sentimientos acumulados. Pero si en sus filmes previos era la psicología individual de los protagonistas la que guiaba el destino de la trama y, asimismo, el sustento del comentario social que articulaba, en Nuevo orden son la sinrazón colectiva, la claudicación de la empatía, la imposibilidad de ver y mucho menos querer entender al otro, la incapacidad para frenar un ímpetu de aniquilamiento voraz y delirante, las aspas que agitan esta obra. Como si de pronto un ejército (valga la expresión) de sus lastimados protagonistas previos, multiplicados, hubiera declarado la guerra simultáneamente a todo aquello que los trastornó, con el agravante, en este caso, de la cuestión de clase, que no es de modo alguno un asunto menor, por el contario. En Nuevo orden se trata de miles, millones de personas que además de, o debido a su falta de dinero, de posición, de oportunidades, ha sufrido vejaciones, humillaciones, limitaciones, explotación, escasez de oportunidades o nula posibilidad de desarrollo y que, de una vez por todas, ha decidido cobrársela no necesariamente con quien se las hizo, sino con quien tenga que pagárselas. Es evidente que la situación no da para más, que el cambio es urgente e inevitable pero, ¿qué tipo de cambio?
Lo que presenta Michel Franco es una visión apocalíptica, pero de un apocalipsis que cada vez parece más familiar. Es el llevar al extremo la perturbadora agitación social que se vive en el mundo actual llevándolo a los linderos del terror si bien, por desgracia, el desenlace no se vea ni se sienta tan lejano. Por lo general los relatos distópicos de ficción se sitúan en el futuro, en un tiempo impreciso y en espacios que, inclusive teniendo referencias concretas, también podrían ser cualquier lugar. En el caso de Nuevo orden, en el filme hay coordenadas geográficas concretas que permiten asegurar que todo ocurre en Ciudad de México y, por tanto, quizá en realidad no sea algo tan distópico sino, más bien, un futuro muy próximo. La casa está ubicada en el Pedregal, se menciona el Periférico, y hay tomas en Mazaryk, en Cabeza de Juárez, en Coyoacán, en Reforma, que la mayoría de los chilangos reconocerán, unas, otras o todas. Pero, en realidad, varios de los acontecimientos (cuando menos los ocurridos en exteriores) bien podrían haber sucedido en la Francia de los ‘chalecos amarillos’, en el Estados Unidos de Black Lives Matter, en el Chile de las protestas por la nueva Constitución, y este año en tantos lados, por tantos motivos, con todo y pandemia. El nivel de polarización social y política que se vive en buena parte del mundo no tiene precedentes, o al menos no la forma en que hoy en día es sentido en todo el mundo, simultáneamente, en tiempo real, en buena medida gracias a la inmediatez y omnipresencia de las redes sociales. El ambiente de hostilidad, de confrontación, de animadversión ha sido aprovechado por líderes populistas, demagogos (de izquierda y de derecha) que han logrado llegar al poder en diferentes países, utilizando las terribles desigualdades que nunca han sido aliviadas, ni siquiera estrechadas, azuzando la división y el encono a partir de falsas promesas, compromiso de cambio y hasta ofertas (veladas o descaradas) de resarcimiento a través de la venganza contra quienes sí tienen lo que a los demás les falta. Es, pues, la representación de una realidad universal, con la que muchas sociedades actuales se pueden identificar pero, lo cierto, es que el retrato le queda pintado a un México tomado por el narcotráfico, con índices récord en criminalidad y corrupción dentro de un gobierno que presumía ser el que llevaría a cabo una transformación en beneficio de los oprimidos pero que en poco tiempo los ha traicionado cruelmente.
Dos son la formas a partir de las cuales Michel Franco elude inclinar la balanza hacia bando alguno involucrado en lo que parece inicialmente un filme centrado en la lucha de clases. Por un lado, negando toda posibilidad maniqueista al confeccionar personajes tridimensionales (todos, además, excelsamente interpretados); por el otro, fiel a un estilo que ha ido cultivando, al regar el relato de enigmas, que impiden el juicio simplón respecto a lo que vemos y lo que nos es sugerido. Si bien es cierto que, en realidad, es el simple avance de la trama el que despeja toda duda al respecto; lo que presenta no es un mundo dual donde hay buenos y malos, es un mundo sin superhéroes, y ni siquiera héroes, para aliviar el desmadre en el que todos terminan atrapados y rebasados por un poder que los aplasta: ricos, pobres, blancos, morenos.
Y de forma natural, conforme se despliega la historia, van saltando distintas referencias fílmicas (conscientes o no) con las que Nuevo orden se emparenta, algunas de modo más evidentes que otras: el cine temprano de Costa-Gavras; la colisión de clases en la fiesta de Parasite de Bong Joon-ho; el personal de servicio fraguando algo contra los patrones del El ángel exterminador de Buñuel; invitados indeseados como en Happy End de Haneke; la revuelta orgiástica de los pobres en Viridiana de Buñuel; el momento en que se fractura la impostada armonía social en el corto Éste es mi reino de Reygadas; el frenesí apocalíptico de Time of the Wolf de Haneke; pero, por encima de ellos, personalmente me hizo pensar en dos filmes. Il Gattopardo de Luchino Visconti, basado en la famosa novela de Lampedusa situada en la época del Risorgimiento, durante los días de la llegada de la revolución de Garibaldi a Sicilia. Visconti nos hace sentir la tensión que viven los protagonistas, miembros de la aristocracia, que temen perder todo a manos y armas de unos vulgares campesinos alebretados y deciden acomodarse a los cambios que tengan que suceder con tal de no perder sus privilegios. De ahí surge la famosa frase: “es necesario que todo cambie si queremos que todo siga igual”. El otro filme es I am Cuba, una obra de virtuosismo visual de Mikhail Kalatozov, que presenta los últimos días de la Cuba de Fulgencio Batista, en la que se mostraba la suntuosidad en que vivía la burguesía, mayoritariamente blanca, conviviendo con la extrema pobreza de los habitantes fundamentalmente negros, hasta llegar el momento en que jóvenes estudiantes y activistas, algunos blancos y algunos negros, ayudaron en las zonas urbanas a fortalecer el movimiento que llevaría al poder a Fidel Castro.
Más de 50 años después sabemos lo que sucedió con esa revolución, cuál fue la continuación del bello filme propagandístico de Kalatozov: el desengaño, el desencanto, la traición a los ideales. Los ricos en su mayoría huyeron, unos pocos murieron; los pobres han seguido siendo pobres, muchas veces más pobres; la clase media fue arrastrada hacia los terrenos de la pobreza, y solo unos cuantos, los jefes revolucionarios, se convirtieron en la nueva élite que quedó en lugar de a quienes eliminó, repitiendo el patrón de dominación que supuestamentemodificarían. Para los ciudadanos, en cambio, fue poco, o nada, lo que les benefició. En este tipo de encrucijadas políticas y sociales, el pueblo nunca gana y, generalmente, es el que más pierde. Al artista, pues, no le corresponde diseñar las soluciones posibles a un conflicto social si quiere esquivar el propagandismo; lo que sí puede y debe hacer, en todo caso, es señalar los posibles escenarios y peligros que vislumbran si no se atienden las problemáticas latentes.
Como consecuencia, la reflexión que plantea Nuevo orden no se inclina por la idea, establecidad desde la resignación, de que no hay forma de transformar el estado de las cosas; por el contrario, lo que postula es que, si no hay el cambio que se antoja urgente para aliviar tanta insatisfacción e injusticia en un esquema que resulta insostenible, entonces sí, quizá, la única salida para la descargar los rezagos y los agravios acumulados por tanto tiempo termine inexorablemente siendo a través de la violencia. Y una premisa de ese tamaño solo podía plantearse sin contemplaciones, de forma salvaje (más allá de lo elegante y preciso que se haya diseñado su aspecto visual y sonoro) con un ritmo vertiginoso, para darle una buena sacudida al espectador. Michel Franco así lo entendió y así lo ejecutó.
*Nuevo orden ganó el León de Plata (Premio del Jurado) en el pasado Festival de Venecia.