Por Luis Fernando Galván (@luisfer_crimi)
Escucha el soundtrack de Only God Forgives, aquí.
Quizá el filme del 2013 que más ha dividido la opinión de la crítica y del público –a nivel internacional– es Only God Forgives (2013) de Nicolas Winding Refn. Basta observar las declaraciones del británico Peter Bradshaw (The Guardian) que lo coloca como “uno de los mejores filmes de la pasada edición del Festival de Cannes”, mientras que la revista Time no ha dudado en incluirlo en su lista de lo peor del año. Los juicios al noveno largometraje del realizador danés han oscilado de un extremo a otro, pero en este vaivén de posturas dispares resulta pertinente observar –y leer– el filme desde distintos niveles que permitan descubrir sus virtudes y defectos sin caer en fervores ciegos y exagerados.
La ciudad tailandesa de Bangkok es el escenario donde dos estadounidenses, Billy (Tom Burke), y su hermano menor, Julian (Ryan Gosling), son los dueños de un club de boxeo tailandés que sirve como una capa para esconder las operaciones lucrativas que conlleva el contrabando de drogas. El centro deportivo es sólo una fachada para que los hermanos sigan con el negocio de las drogas que su despiadada madre, Crystal (Kristin Scott Thomas), controla desde el extranjero. Después de una exhibición de box, Billy sale a reunirse con el demonio: “Hora de conocer al diablo”. La temible atmósfera de las calles de Bangkok –creada a partir de la natural obscuridad de la noche y las resplandecientes luces neón en tonos rojos y azules, tanto de interiores como de exteriores– es el preámbulo del funesto destino hacia el cual se dirige Billy. No se trata del encuentro con el maligno ser sobrenatural, ni siquiera se trata de una persona malvada que atentará contra su vida. El “diablo” es el concepto del mal; Billy desde una perspectiva moral, sabe que sus futuras acciones no serán correctas, y que acarrearán fatídicas consecuencias.
El hombre contrata a una prostituta de 16 años, abusa sexualmente de ella y la mata. La policía llega a la habitación donde ocurre el crimen, y Chang (Vithaya Pansringarm), un exdetective que se involucra en el caso, le otorga, al padre de la joven, la oportunidad de “hacer lo que tiene que hacer”. El hombre, cegado por la rabia y el enojo, mata a Billy para vengar a su hija. Ante su decisión, Chang –aparente encarnación del Dios iracundo y violento mencionado en el Antiguo Testamento que portaba una espada y que agresivamente se lanzó sobre los idólatras de la tierra de Judá– decide castigarlo. Este policía tiene la capacidad de controlar una especie de justicia ‘kármica’; a toda acción equivocada que realiza el ser humano le ocurre una acción similar en su contra. Al enterarse que Billy ha sido asesinado, Crystal viaja a Bangkok a reclamar su cuerpo, y enterrar a los responsables de su muerte. Impulsado por la devastada y vengativa madre, el taciturno Julian se enreda en una serie de acontecimientos que lo conducen al despiadado Chang.
En Only God Forgives prevalece una densa estilización audiovisual cuya trama es una insustancial y distorsionada tragedia griega de odio y venganza. La relación madre-hijos alude tenuemente al mito de Edipo cuando Crystal, enfrente de Julian, manifiesta su preferencia por Billy destacando el tamaño de su miembro sexual masculino. Los personajes se despojan de las personas para asumirse como conceptos moldeados tramposa y artificialmente por el director. Chang encarna una imagen violenta, incompleta y distorsionada de Dios. En Crystal hay un guiño a Lady Macbeth; mientras la de Shakespeare era una especie de conjuradora que trazaba macabros planes para que su esposo asesinara al rey y se quedara con el trono, la mujer que retrata Winding Refn no tiene motivaciones de poder sino el hambre de la venganza. Y Julian representa la angustia y el conflicto moral que todo ser humano puede llegar a padecer. En su Temor y temblor, el filósofo danés, Søren Kierkegaard, recuerda el pasaje bíblico donde Abraham recibe la orden de Dios de matar a su hijo, Isaac. Desde una perspectiva moral, Abraham tiene que matar a su hijo, pero desde el punto de vista religioso, Abraham está dispuesto a sacrificarse. La figura divina pone constantemente a prueba la fe de los hombres, al igual que la figura malévola puede hacerlo. Si Julian recibe el llamado de Dios, no dudaría en ejecutar el sacrificio, pero es su madre, Crystal, quien le exige vengar la muerte de su hermano, y él, retraído y melancólico, se sume en el silencio, en la inacción, en la angustia y en un conflicto interno constante debido a que no es capaz de ser el hombre que su madre espera. Julian tiene claro su propio código, sabe distinguir el bien y el mal, por lo que es consciente que no merece ser vengada la muerte de Billy, dada la atroz acción que lo llevó a ella.
Los pasillos rojos, sobre los que Julian camina lentamente, son el tránsito que cada vez lo conducen al infierno. Dos imágenes recurrentes se confrontan en el filme: la primera, muestra sobre un fondo negro un brazo que posee una espada justiciera; la segunda, evidencia un par de manos (las de Julian) abrazadas por luces rojas, pero descubiertas e indefensas. Una alusión al cuerpo mutilado, pero también, una referencia al hombre castrado que representa la inminente caída del héroe trágico. Julian no posee atributo alguno que le permita vencer a Chang, y sólo prolonga, en su lento transitar, el día del juicio final. No es capaz de llevar a cabo el acto sexual; cuando está con Mai (Yayaying Rhatha Phongam), la prostituta de su preferencia, ésta le amarra las manos, mientras sólo observa cómo se masturba demostrando la lejanía y la imposibilidad de crear un lazo íntimo. La ambición existencialista del filme –que sólo se intuye como posible interpretación– se muestra en la pelea entre Julian y Chang. La única manera de situarse frente al justiciero es retándolo a un duelo. En su constante angustia y desesperación, el hombre lo maldice y emprende una batalla contra él. Al colocarse delante de Chang se reconoce como un pecador (cómplice de su madre y hermano) que no cree en sus propios méritos, sino en la misericordia de su contrincante, quien al final decidirá si le otorga el perdón o decide castigarlo.
La violencia, la venganza y las represalias son empapadas de rojos corrosivos que enfatizan el infierno en el que están inmiscuidos los personajes. La decoración de ese abismo es asfixiante –producto del trabajo de Russell Barnes y Witoon Suanyai como directores de arte– debido a la repetición de opulentos dragones que se impregnan en las paredes y que dotan de simetría y equilibrio un espacio sombrío. La fotografía de Larry Smith se inmiscuye en el club de boxeo, se entromete entre los asistentes, pero permanece al margen del cuadrilátero. Su cámara es un ojo que, sigilosamente, se desplaza por los pasillos, y se aleja para observar las calles y a sus solitarios habitantes deambular por la lúgubre ciudad. Constantes y repetitivos zumbidos electrónicos y sintéticos –obra de Cliff Martínez– ornamentan perversamente la búsqueda de venganza de Crystal, el conflicto interno de Julian y la paciencia con que Chang condena a cada uno de los pecadores. El filme, visualmente ostentoso, recurre a nociones religiosas trascendentales tanto de la tradición judeocristiana como del pensamiento oriental. Sin embargo, estos elementos –unos menos que otros– son sólo sugeridos y tratados superficialmente sin adentrarse en las implicaciones que conllevan la justicia, la fe, el pecado y el perdón. Winding Refn prefiere no comprometerse con ello, y los retoma someramente para edificar la propia mitología que ha construido a lo largo de su filmografía.
Desde su ópera prima, Pusher (1999), Winding Refn se interesó en mostrar el lado humano más duro y agresivo; retrató la Copenhague más oscura, aquella con drogas, corrupción y bestias que viven a la sombra del progreso y bienestar social del país nórdico. Su obsesión lo condujo a elaborar una trilogía Pusher2, 2004; Pusher3, 2005) sobre los mismos temas. No obstante, eligió desprender el carácter mimético de su obra; dejó de representar la realidad y optó por recrearla, estableciendo sus ideales estéticos –propios y distorsionados– en la búsqueda de su lenguaje. El cineasta nórdico ha explorado la violencia y la ha instaurado ya no sólo como un tema, sino como un estilo. Bronson (2008), Valhalla Rising (2009), Drive (2011) y Only God Forgives son elaborados bajo un esquema artificial con elementos reconocibles: seres cercanos a los héroes mitológicos que poseen dificultades para vivir en el mundo cotidiano, un aparente ‘cine del silencio’ que presenta personajes inexpresivos y de pocas palabras que encuentran en la violencia la única vía para reconocerse en el mundo (Tom Hardy como Charles Bronson; Mads Mikkelsen interpretando al enigmático esclavo medieval One-Eye; Ryan Gosling como el conductor; y nuevamente Gosling como el criminal en el infierno). Para sustituir la carencia de diálogos, Winding Refn emplea bruscos ruidos y feroces estallidos de las bandas y diseños sonoros que acompañan sus imágenes. La violencia estilizada se vuelve un acto pornográfico, explícito, severo y artificial. El realizador danés entiende el arte como un suceso impetuoso y provocador; la creación, por sí misma, es un evento agresivo que altera y manipula la materia prima con la que se trabaja. En el terreno de lo artístico, la violencia es el medio idóneo –según él– para expresar una emoción que se abalanza sobre el público, y si lo hace despiadada y ferozmente, puede llegar a penetrarlo provocándole una reacción. El espectador entra en contacto con el discurso artístico –lo aplaude o lo repudia–, pero ya ha sido afectado por la obra. La crueldad física ya no representa a la sociedad hundida en la miseria (como lo mostró en Bleeder), sino que ahora es llevada al extremo formal. La sangre y la furia son arropadas por un fastuoso y llamativo diseño visual y sonoro que cautivan artificiosamente, enmudeciendo una auténtica reflexión sobre las implicaciones de su uso extremo. Mientras Hollywood se ha encargado de trivializar, banalizar y restarle importancia al tema mediante un tratamiento poco serio (a través de la aturdidora repetición de los golpes y la muerte, a veces la comedia o el desprecio a los personajes secundarios y el apego a los heroicos protagonistas), contribuyendo a que el espectador se vuelva un cómplice al sedar su compasión, Winding Refn ha hecho de ésta un estilo.