Basada en el libro Black Mass, escrito por los periodistas Dick Lehr y Gerard O’Neill en torno al legendario líder de la mafia irlandesa en Boston, James “Whitey” Bulger, Pacto criminal, del realizador Scott Cooper (Crazy Heart, 2009; Out of the Furnace, 2013), se inscribe en el subgénero del cine de gánsteres, que ha propiciado obras cumbres por parte de directores como Francis Ford Coppola (The Godfather, 1970) o Martin Scorsese (Goodfellas, 1990). El propio Scorsese se había inspirado ya en la figura de Bulger para el personaje de Frank Costello que Jack Nicholson interpretó en The Departed (2006), pero en aquel caso no constituía el punto medular del filme como sí lo hace en la película de Cooper, donde la magistral interpretación que hace Johnny Depp del citado mafioso es, de hecho, la carta más fuerte de su baraja. Habrá quien opine que a la caracterización de Depp como un hombre de calvicie platinada, rostro arrugado y dentadura estropeada, le perjudica un exceso de maquillaje que la empaña con el vaho de la artificialidad, pero el gran mérito del actor radica precisamente en su capacidad para transmitir de manera convincente una compleja gama de emociones, traspasando las capas protésicas que alteran su aspecto hasta volverlo casi irreconocible. Ni siquiera las lentillas azules que lo privan de su mirada natural le impiden proyectar con intensidad la inquietante vida interior de un personaje que, de manera impredecible, puede pasar de lanzar la amenaza más terrorífica a reírse campechanamente de una broma mientras todos a su alrededor están paralizados por la tensión que él mismo ha generado.
El propósito del filme de profundizar en la psicología y las motivaciones de su protagonista se apoya no sólo en el trabajo actoral de Depp, sino también en la importancia que la trama le concede a las experiencias vitales que delinean su personalidad incluso desde la infancia. Si bien es un periodo de la vida de Bulger que la película decide no mostrar, las constantes referencias a esa etapa resultan cruciales para entender el sentido de identidad del mafioso respecto a la comunidad de origen irlandés en la que se crio –sentido de identidad que determina en muchos momentos sus actitudes e incluso el tipo de “negocios” en los que se involucra, como cuando decide proporcionar armamento al Ejército Republicano Irlandés–, además de que es durante esa niñez cuando establece una serie de relaciones que a la larga se volverán fundamentales para el éxito de su carrera criminal. Cuando en 1975 la mafia italiana del norte de Boston se convierte en objetivo prioritario del FBI, el agente John Connolly, interpretado también con notable solvencia por Joel Edgerton, recuerda esos años de infancia en los que Bulger le brindó protección frente al acoso que sufría por parte de otros chicos, y entonces, apelando al sentido de la lealtad forjado en ese periodo, le propone a su viejo amigo que se convierta en informante del FBI y le proporcione datos que le permitan llevar a la cárcel a los italianos, en un acuerdo que sin duda beneficiará a ambas partes y que se convierte en un punto de inflexión que detona el desarrollo de la trama, planteando al menos dos interrogantes que alimentan la tensión narrativa del filme: 1) ¿Hasta dónde será capaz de llegar Bulger en su escalada delictiva una vez que sus principales competidores queden fuera de la jugada?, y 2) ¿Hasta dónde los intereses que Connolly pretende defender serán capaces de estirarse en ese pacto paradójico con un grupo criminal cuya vocación es transgredir las leyes de las que él, al menos en teoría, es representante y salvaguarda?
En respuesta a la primera pregunta, hay dos rasgos de la personalidad de Bulger que desde las primeras secuencias permiten augurar una expansión sin límites de sus actividades delictivas: por un lado, su carácter implacable e inmisericorde frente a todo aquel que afecte sus intereses, y, por el otro, un nulo sentido de la ética en lo que se refiere al cuestionamiento de los efectos negativos de sus propios actos. Como le explica a su pequeño hijo en una escena que resulta a la vez atroz, cómica y entrañable: “No importa lo que hagas. Lo que importa es cuándo y dónde lo hagas”. Y es que esa mirada vacía que a veces proyecta Bulger, pareciera aludir a una especie de ceguera interior. No es un hombre capaz de autocensurarse e imponer límites a su conducta, de manera que su única preocupación es burlar los límites impuestos desde fuera.
Su único punto débil –revelador de una dimensión humana a pesar de todo–, está en el campo de sus afectos, que lo llevan a mostrar respeto y condescendencia ante su madre, dolor y angustia cuando su hijo cae gravemente enfermo, o complicidad afectuosa con su hermano Billy (Benedict Cumberbatch), senador por el estado de Massachusetts. Es obvio entonces que conforme estos vínculos se vayan extinguiendo, el lado más mezquino de este mafioso saldrá fortalecido, y sólo una fuerza externa superior a él será capaz de frenarlo en el afán de perseguir sus insaciables ambiciones. El problema es que esa fuerza externa –la fuerza de la ley– es susceptible de corromperse y traicionar sus principios, lo cual nos lleva a retomar la segunda de las preguntas derivadas de la alianza entre Bulger y Connolly. Conforme el agente del FBI va siendo absorbido por el mundo del mafioso, ese pacto criminal se va perfilando como una bomba de tiempo que tarde o temprano estallará. La transformación que sufre el personaje encarnado por Edgerton es, en este sentido, otro de los aciertos de la película, sobre todo por la elección de mostrar las consecuencias de este proceso corruptor desde la esfera de su vida íntima, a través de la mirada desoncertada de su esposa Marianne (Julianne Nicholson), que observa cómo su marido va gradualmente traicionando sus convicciones bajo la influencia de Bulger, cuya onda expansiva invade su hogar al grado de hacerla sentir vulnerable en su propia habitación, donde se recluye para evadir la convivencia con ese grupo de criminales del que su marido parece ya formar parte.
Si bien el guión de Mark Mallouk y Jez Butterworth descuida importantes detalles que podrían hacer de Pacto criminal una película más redonda –muy especialmente el papel de la esfera política, apenas esbozado en el personaje del senador Billy Bulger–, lo cierto es que el filme de Scott Cooper ofrece un retrato elocuente y agudo de las complejidades que conforman a un espíritu criminal tan desmesurado como el de James “Whitey” Bulger, dejando claro que este tipo de individuos no surgen por generación espontánea, sino que son el resultado de un caldo de cultivo en el que la legalidad y la justicia parecen ser palabras huecas, apenas buenas intenciones que en la práctica se concretan en instituciones donde la ambición y las aspiraciones de ascenso en su orden jerárquico, marcan la pauta de su funcionamiento, en una dinámica que las acerca al modo operativo del crimen organizado que supuestamente se ubica en sus antípodas. A fin de cuentas, la película cumple con la exigencia de elevarse por encima de las anécdotas inspiradas en hechos reales que recrea, gracias al matizado retrato que hace de sus protagonistas y a una trama que plantea hondos dilemas éticos alrededor de esa borrosa frontera que en las sociedades corruptas separa a los criminales de los justos. El tono oscuro y crudamente realista que termina imponiéndose como su sello más definitorio, se sustenta no sólo en la potencia y credibilidad de sus actuaciones, sino también a través de una muy acertada ambientación que –a partir de detalles como la fotografía, el vestuario y el diseño de producción– cumplen con su cometido de conducir al espectador por los pasadizos más profundos de una auténtica historia verdadera, así de sombríos y así de retorcidos.