por Alfonso Flores-Durón (@SirPon)
Ve aquí nuestra entrevista con Ulrich Seidl
Desde el primer plano en pantalla de Paraíso: Amor, es inocultable que se trata de un filme de Ulrich Seidl. El tiro de la cámara, los angustiantes segundos en que un grupo de personas con discapacidad mental sentados en “carritos chocones” apuntan el foco de su mirada hacia el mismo objetivo que el del espectador, el inquietante silencio. Después se ponen en marcha los coches e inicia un retorcido divertimento. Momento idiosincrásico de la filmografía del realizador austríaco.
¿Se trata de un documental? No lo es, pero parece un episodio salido de un filme del período temprano de su filmografía, cuando Seidl era documentalista. Y también parece una provocación hacia quienes a lo largo de su carrera, tanto entonces como en su etapa haciendo ficción, lo han criticado por “explotar” la condición de personas (actores no profesionales) cuya presencia en el filme tiene una misión que desconocen (a la que no conscientemente han accedido) y que no necesariamente está justificada del todo. En este caso, es probable que lo esté. Pues sirve para apuntalar el contexto (fundamental en el estilo conceptual de Seidl, que exige sea el bagaje propio del espectador el que le permita sacar su juicios y conclusiones, pero siempre después de considerar cada mínimo detalle sentado por él, siempre con un propósito deliberado) a partir del que se puede explicar el comportamiento de su protagonista. Al final de la desconcertante secuencia, vemos a Teresa (Margarete Tiesel), y apreciamos que funge como supervisora del día de paseo del grupo de discapacitados.
Podemos, pues, asumir que es ése el trabajo de Teresa; que su vida diaria se desempeña al cuidado de ellos, es decir, un trabajo exigente desde el plano físico, y también el emocional. De ahí la vemos llegar a su casa, en un barrio de clase trabajadora de Viena; un departamento diminuto, que habita con su hija, Melanie (Melanie Lenz), una chica robusta, haragana, que parece vivir viendo la televisión y comiendo chocolates. Su relación no es precisamente tersa. Apenas la saluda y ya la reprende por tener su cuarto hecho un asco (mismo que tiene tapizado de posters de figuras pop), ordenándole arreglar sus cosas pues están por salir. Las vemos caminando por las calles, cargando grandes maletas. Llegan a casa de la tía Anna Maria (Maria Hoffstäter) con quien, nos enteramos, se quedará Melanie unos días, pues su madre está por emprender un viaje. En la parte dos de este trabajo que es una trilogía, titulado Paraíso: Fe, conoceremos los avatares de Anna Maria relacionados con la forma en que lidia con su religión. En la tercera, Paraíso: Esperanza, los de Melanie, intentando encontrar sentido a las vacaciones en el campamento veraniego para bajar de peso al que la envió su madre, mientras ella va en busca de sus propios deleites.
El tiempo de descanso que se regala Teresa a sí misma tiene como destino un resort turístico en las playas de Kenia, país situado en la zona oriente del centro de África, en el que la primera incursión colonialista europea corrió por cuenta alemana. La aventura de Teresa es en solitario, pero pronto hace migas en el hotel con otras austríacas que buscan lo mismo que ella en esta costa del Índico: distanciarse de la rigidez que impera en su país (en todos los sentidos), volverse anónimas, sentir el poder que otorga el valer más y ejercer el mando, ser la protagonista única de cuanto ocurra en esos días en sus vidas y, principalmente, encontrar el amor (o, cuando menos, alguna de sus representaciones; enfáticamente, la que involucre la mayor cantidad de placer sexual posible).
Pese a ser un hotel para europeos sin clase, sin gusto, de los que viajan a sitios exóticos a precios bajos, el color de la piel y un dinero que ahí adquiere mayor valor, actúan de inmediato como pilares sobre los que los visitantes construyen su propia superioridad. Los negros son objeto de fascinación y burla en idéntica medida. Pero en la ecuación también, por momentos, se incrusta la culpa (la del pasado colonial, la de la complicidad con un sistema al que le conviene que existan esas diferencias insuperables que a ellas terminan beneficiando); y en esa oscilación es que se juega la plenitud de la satisfacción del goce de la experiencia “africana”. Particularmente para los primerizos, como Teresa.
El sueño dorado (o bien podríamos decir, de ébano) para las cincuentonas austríacas que eligen este destino turístico, para Teresa en este caso, es, sencillamente, conseguirse un amante local; o varios, de ser necesario. Sólo que la misión resulta no ser tan sencilla como el papel lo establece. El trofeo debe ser joven, con cuerpo atlético, con un instrumento de trabajo copioso, que sea sensible y suficientemente inteligente como para amarla, tal cual es, con sus virtudes, pero sobre todo sus defectos; los físicos y también los del alma.
Entre las amistades que ahí entabla Teresa, destaca una, la de una mujer vivaz y jacarandosa (Inge Maux), quien le ayuda a sacudirse sus inhibiciones y prejuicios. Esta mujer ostenta su experiencia sin reparos. Ha rebasado ya la etapa de las dudas y las congojas; asume su connoisseur orgullosa, y lo transmite desinteresadamente a su discípula. Teresa, nerviosa, aprensiva, recelosa, se lo toma todo muy a pecho. La amiga le insinúa, pero muy claridosamente (valga la aparente contradicción), que la relación con los jóvenes negros no es más que un intercambio comercial, pero ella se resiste a entender el mensaje. Cree (como la mayoría de los novatos –hombre o mujer- que se exponen a ese trueque) que es posible trascender el mercantilismo inherente. Piensa que con ella será diferente; que será tocada por una gracia especial para que todo adquiera un significado superior. Pero ni siquiera es capaz de colaborar decididamente para poder cumplir la ilusión de su inocencia. Su actitud es paternalista, mandona, exigente, dominante; sí, justo el rol que ejerce en el tipo de relación que entabla, pero no es capaz de admitirlo, ni con cinismo, ni con realismo, por lo que termina siendo patética. Y, como suele ocurrir con quien se refugia en el autoengaño, al no asumir su papel gallardamente, pavimenta su propio desencanto. A pesar de las agallas de la persistencia que exhibe.
Ulrich Seidl es cuidadoso para no enjuiciar ni desacreditar a sus personajes. Al sumar los detalles con los que teje su historia, su intención es evitar la descalificación artera. Pero en este renglón no es del todo exitoso, ni en Paraíso: Amor, ni en buena parte de su obra. No dispara la bala Seidl, pero parece hacer cosquillas al disparador para que éste, voluntaria o involuntariamente (con la carga de sus propios prejuicios), lo haga. No es él un artista misericordioso. Es un observador impasible de los absurdos de la sociedad contemporánea y no tiene empacho en retratarla en toda su ridiculez. Los humanos, con nuestra insistencia en comportarnos de forma banal, solitos nos exhibimos.
El amor al que hace referencia el título atendido, de nuevo, desde la lectura simplista, parecería transmitir una carga irónica. Y, siendo Seidl, quizá la tenga. No es, definitivamente, el amor al que el otro intransigente cronista social austríaco, Michael Haneke, aludió en su reciente obra maestra. Es una definición retorcida del amor pero tampoco es cuestión de definirlo desde el sarcasmo. Se trata de una descripción del concepto de la expresión máxima del sentimiento de un ser a otro, vista desde la carencia, desde la discapacidad (distinta a la de los chicos de la secuencia inicial), desde la infranqueable desolación, quizá incluso desde la inaccesibilidad. Amor, sí, es lo que busca Teresa. Desea ser amada, se afana por amar. Pero no es mucha savia la que se puede extraer de un fruto seco. Fue abandonada por su esposo y sus novios no la han tratado como ella cree merecer; como cualquier mujer merece. Tanto desengaño ha dejado a Teresa tan ávida como inepta para el amor. Lo que ella busca no parece ser en Kenia el sitio idóneo para encontrarlo, no en su paquete todo incluido.
El vacío existencial en el presente suele ser llenado con sexo. Al no haber amor, ni de los demás para la persona, ni de ésta para los demás, ni para sí misma, al menos queda el sexo que, si probablemente termine dejando un vacío mayor al final, cuando menos entregará momentos de placer, quizá efímeros, pero que se pueden reactivar a través de la memoria. Y al remordimiento, o la culpa, se les puede apaciguar, con otra dosis de placer, y así sucesivamente. El culto al hedonismo y al egoísmo, pocas veces acaba bien. Y no lo dice un moralista, sino Ulrich Seidl, un explorador de la sección más sórdida de la personalidad humana, de la realidad del hombre como ente social.
Seidl está ahí para dar vuelta a las preconcepciones estultas que abundan en la psique del europeo, al menos del no muy educado. Las mujeres austríacas, que están tremendamente solas, hacen mofa de la dignidad de los negros y son ellas las que tienen un comportamiento primitivo, no necesariamente representado por su burda búsqueda de placer, sino por la forma en que se sobajan para encontrarlo. En Austria las sobajan; en África prefieren hacerlo ellas mismas. La cámara de Seidl adopta dos comportamientos: el de acompañante, de nuevo, herencia de su estirpe de la búsqueda del realismo a partir de métodos del documental (cámara en mano siguiendo a su protagonista por las callejuelas de Kenia, un punto blanco que se mueve, destacado, entre la gente pobre, negra, que sólo se interesa en ella porque saben que tiene dinero para darles); y el de la cámara fija, como de postal imbuida por el absurdo (la inmensidad del mar, siempre presentando una promesa, con guardias bien armados fungiendo como frontera entre los vendedores de baratijas y los huéspedes que, tomando el sol, se conciben ajenos a la perpetuación de un sistema inequitativo que, al menos aquí, a ellos favorece).
El cine de Ulrich Seidl se formula a partir de una idea firme, de una orientación rigurosa de hacia dónde quiere llevar su historia y, dentro de esos márgenes, logra introducir el mayor grado de naturalidad posible, a través de elecciones y ejecuciones. Al azar se le permite actuar, pero bajo la condición de que se sujete al contrato pactado; y no al revés. Ese contexto, controlado, permite que su mirada sea precisa, inclemente; que sus crónicas sociales sean demoledoras, que su observación de las perversiones de sus paisanos (que, con sus matices, bien pueden ser las de cualquier otro ciudadano del mundo) no admita sutilezas ni mucho decoro; que los brochazos de humor que se permite sean de la especie más corrosiva. Algo palpita en la sociedad austríaca, que propicia la irrupción de voces artísticas como las de Bernhard, Jelinek, Haneke, Seidl que son despiadadas en su descripción de esa sección del alma de su pueblo que es, también, despiadada, y que parece manifestarse a la primera provocación. Con su tríptico Paraíso (empotrado en el sustento de su filmografía previa), Seidl, intenta mostrar el panorama completo que puede ayudar a explicar causas y consecuencias de las conductas de su pueblo, de ida y vuelta. Con el primer cuadro, Paraíso: Amor, por lo pronto, Ulrich Seidl constata su papel como aguafiestas en el concierto de los grandes directores que, de alguna u otra forma, rescatan algún refilón de belleza en la vida. Este hombre considera que la degradación de la convivencia del hombre con sus semejantes no está como para afectaciones de ningún tipo.