Por Guillermo Núñez Jáuregui
La cuarta entrega de la franquicia de los Piratas del Caribe busca, al prescindir de las intrincadas subtramas que caracterizaron sus últimas dos, rejuvenecer el proyecto con una historia sencilla y devolverla al espíritu de la primera parte, atrayendo, una vez más, a los grandes públicos. La trama es anecdótica: un grupo de piratas y marineros que emprenden una búsqueda (“¡llena de aventura y traición!”) por la legendaria fuente de la juventud. Vuelven los antagonistas del primer filme: el capitán Jack Sparrow (Johnny Depp) y el capitán Barbosa (Geoffrey Rush) y se añade a Penélope Cruz en el papel de Angelica, la posible hija de Barbanegra (Ian McShane). Desfilan otros personajes secundarios que solo pasan a saludar, como ha sucedido en las entregas anteriores. Pasará desapercibida por muchos, pero la gran Judi Dench hace un breve y jocoso cameo.
Piratas del Caribe presenta a un Jack Sparrow dando saltos en el Londres del siglo XVII, buscando al impostor que ha tomado su nombre para reclutar a una tripulación y un barco (precisamente lo que él necesita, aunque no se aclara muy bien por qué). Pronto descubre que detrás de su misterioso impostor se encuentra una red de interesados con un solo objetivo: adueñarse de los poderes curativos de la mentada fuente de la juventud. Así, el rey de Inglaterra (a través del capitán Barbosa, ahora miembro de la Marina Real), el rey de España (cuyo ejército parece estar presente solo para llevar a cabo un imperdonable Deus ex machina) y los piratas de Barbanegra corren, tropezones de por medio, tras el premio. No hay mucho más que contar, salvo que en el camino Sparrow se encuentra con un viejo amor –esto no pasa a mayores, pero el viejo amor es Penélope.
El mal que aqueja a la franquicia, al parecer, ya es permanente: al poco rato de comenzar, las similitudes con sus predecesores aparecen. Un poco como esas pistas de Hot Wheels donde un carrito da vueltas y vueltas impulsado por un resorte escondido en una gasolinera: la historia avanza gracias a las peleas bien coreografiadas (la gasolinera, digamos), hasta que, por mera gravedad, el auto se detiene. Uno se entera de algunas cosas en la trama, bastantes predecibles todas, hasta que deja la sala de cine. Xan Brooks, en su breve reseña para The Guardian, lo ha dicho con más elegancia: nos recuerda, finalmente, que el filme se basó en un juego mecánico del parque de diversiones de Disneylandia. Es entretenido, sin duda, pero ofrece, una y otra vez, el mismo recorrido. Quizá con el tiempo la franquicia se vuelva un rito como la cena anual de Navidad, algo aparentemente divertido que estamos dispuestos a hacer a falta de algo mejor. No quiero, ay, sonar como un aguafiestas. El filme tiene una gran producción, grandes actores, no muy buenos diálogos (hay al menos un momento de humor involuntario) pero, sobre todo, un buen par de horas de entretenimiento. Eso, quizá, sea algo bueno.
El mismo perro, distinto collar. El nuevo collar incluye nuevas criaturas (nada tan impresionante como el Vampyrotheutis infernalis –o Kraken– que tuvo prominencia en la segunda entrega, pero sí algunos zombies y algunas sirenas) y un nuevo director (Rob Marshall) especializado en los musicales y las coreografías (no olviden este dato de trivia: Penélope Cruz actuó bajo su dirección en Nine, de 2009), así como nuevos personajes y lo que parecen ser sugerencias sobre “grandes temas” (el destino, el enfrentamiento entre la fe, la mente ilustrada, la seducción de la falsa belleza, y así). ¿Es una película recomendable? No. ¿La verás en algún momento de tu vida? Muy probablemente. ¿Por qué? Porque así funciona este mundo y sus misteriosas aguas pantanosas.