No faltará quien se identifique con los deseos de venganza de los personajes de Relatos salvajes; deseos explosivos que encadenan los seis fragmentos que componen la película. Son seis cortometrajes que podrían funcionar por separado, pero que, en unión, enlistan una serie de opresores cotidianos del ciudadano común: 1) los padres, esas figuras que pesarán como sombra toda la existencia de sus hijos y a las que –si se tiene suficiente inmadurez– se les puede culpar de por vida, por lo que sea; 2) el ciudadano que sin razón aparente desquita sus carencias contra inocentes que se encuentra por la calle; 3) el político corrupto y altanero que, sin siquiera saberlo ni importarle, ha arruinado a sus gobernados; 4) la burocracia, ese fodongo que exige a gritos sin escuchar razones; 5) las diferencias sociales, el abismo atroz que permite que los de arriba manejen con sus hilos de oro a los de abajo; 6) el amante infiel y desleal que cubre sus mentiras con besos abetunados.
¿Por qué las personas intentan seguir con sus vidas, mantener la cordialidad, a pesar de la enorme carga que los obliga a andar a rastras? La respuesta del director argentino, Damián Szifrón, parece ser: el miedo a perder una supuesta estabilidad social o a dejarse ir y enfrentarse a un severo castigo, no solo social. Esta autoimpuesta capa de dura frialdad irremediablemente desencadena un reino de hipocresía que oprime a las bestias de cuerpo humano.
Los personajes de Szifrón, a diferencia de la gente en el mundo real, ya no toleran la carga. Dicen “ya basta” y eligen el camino de la vendetta personal. El primer cuento en el filme impone el tono de la comedia de toda la película: será negra, hiperbólica, inverosímil, carnavalesca, agresiva. Durante un par de horas, el mundo se pone de cabeza y los fregados se chingan a los de arriba, o al menos los ponen a su nivel. No todos salen ilesos. Pero eso no importa porque, muy probablemente, por primera vez en su existencia, las víctimas han decidido salir de su área de confort para jugarse el todo por el todo. Es decir, han apostado su jodidez por la jodidez del otro.
El primer relato es paradigmático. Un hombre ha reunido en un avión a todas las personas que alguna vez lo lastimaron desde que tiene memoria. Todas caben ahí dentro. Han llegado ahí por un falso azar, sin conocerse entre ellos. Y todos tendrán el mismo destino. Lo ridículo de la situación se impone sobre la lógica, y la risa, al dolor de los que lo padecen. Es una fórmula que, sin agotarse, se repetirá una y otra vez (en concreto, cinco veces más), en la que cierta casualidad –¿o causalidad?– desencadenará a los animales vestidos de civiles que protagonizan las historias.
Los fragmentos subsecuentes sirven para encender los ánimos: cuando un hombre en su Audi último modelo persigue a otro en una camioneta destartalada que lo ha insultado y viceversa; cuando una chavita se encuentra de frente con el asesino de su padre con la oportunidad de someterlo sin que él lo imagine; cuando un hombre abandona su vida con tal de desquitarse contra una regla de tránsito que le significa un sistema caído; cuando un rico pide a su jardinero, que se inculpe por el crimen que su hijo adolescente acaba de cometer, por una fuerte suma monetaria; cuando en una boda, la esposa descubre la infidelidad de su recién marido. Aunque no hayamos vivido momentos así, los sentimos cercanos. Son situaciones potenciales para quienes habitamos este mundo de desigualdades cada vez más acentuadas, donde el amor parece estarse desvaneciendo frente a banales deseos cada vez más regidos por los caprichos de la publicidad.
Así surge el mejor personaje de la película, interpretado por Ricardo Darín, el Bombita, un incendiario que, al perderlo todo –familia, trabajo, prestigio– por la frustración que le causa habitar un laberinto burocrático, ha decidido llevar sus fantasías más obscenas a la realidad. Primero se le tilda de loco, pero en corto tiempo, se convierte en un héroe familiar y nacional: él ha actuado con la violencia que muchos quisieran usar al reaccionar en contra de cualquier injusticia que nos llame.
Todo está narrado desde la destreza técnica. Las actuaciones son precisas. El guión, bien atornillado. La iluminación, impecable. Buenos Aires se descubre bella desde distintos pasajes, siempre con gusto, a pesar de la atmósfera de enojo contenido de la película. La dirección es la de una mano confiada, que sabe seducir a su público. Szifrón no solo apela a los deseos más primitivos, al imaginario común, a las consciencias enojadas de los argentinos, y a las de los mexicanos, los brasileños, los venezolanos, los bolivianos, los españoles, los ingleses, los franceses, en realidad, a las de muchos habitantes del mundo que encuentran desaliento en el futuro y en enemigos que, por ser tantos y tan difíciles de identificar y de atacar, parecen invisibles; el director también atrapa con una edición ágil, con música que exprime emociones, como podría suceder en un comercial con el slogan de “sí se puede”, “porque lo vales” o “solo hazlo”, si el comercial durara algo más de diez minutos. Lo hace con tal acucia, que la risa –proveniente de la identificación hacia la hostilidad– que provoca, puede resultar terapéutica. Pero también, al no destilar con verdadero análisis las causas de la violencia y sus consecuencias sobre todo en un tema tan delicado y efervescente, Szifrón lo hace con tal ligereza e irresponsabildad, que aunque esto le ha garantizado aplausos, no ha faltado quien encuentre en Relatos salvajes una apología de la venganza social. Ésta es una de las críticas constantes a la que se enfrentó el filme en su país de origen durante su estreno, y por la que el director ha sido meticuloso en sus entrevistas posteriores, para borrar su ambigüedad moral y hacer hincapié en sus intenciones –las cuales no están insertas donde deberían y necesitan estar–.
En Relatos salvajes hay más efervescencia que cuestionamientos; el filme tampoco aspira a brindar soluciones a un planteamiento que se da por hecho, que ni siquiera se molesta en dar explicaciones. Y es por eso que en el último relato, el de la novia que descubre que el novio –ya esposo– no solo le ha sido infiel, sino que ha llevado a la amante a que se ría en su cara a su boda, salta un poco el intento de redimir a los personajes. Se puede (o no) comulgar con la idea de que el matrimonio es una institución férrea que deforma al amor al intentar domesticarlo (pues es salvaje por naturaleza, según el director); otros menos podrán empatizar con la idea de que el amor nos da la capacidad de destruir y reconstruir al amado; pero difícilmente se le puede pronosticar un futuro halagüeño a una relación refundada sobre la venganza cruel. La erupción de pasión entre los novios termina como mero gesto. Estamos en territorio indómito y ahí no se vislumbra espacio para el perdón.