Oliver Stone es un director al que, según sus propias palabras, le gusta sacudir al espectador con películas controversiales. Sabemos que el cineasta estadounidense tiene una predilección por temas y personajes populares que llaman la atención del público, pero también sabemos que su manera de retratar los hechos a veces se encuentra muy alejada de la realidad. Esto no quiere decir que el cine deba seguir la historia al pie de la letra, pero tristemente, muchas veces Stone cuenta sus historias con un afán amarillista; es aquí donde empieza a haber problemas. La escritora y crítica de música, Patricia Morrison, que contribuyó con la creación de la película The Doors (1991), dijo que el director había tergiversado los hechos a su conveniencia en la versión final de la cinta, y a sus declaraciones se unieron las de los miembros restantes de la banda. Incluso Billy Hayes, escritor de la novela Expreso de medianoche –que fue adaptada en 1978 por Stone–, ha atacado severamente el retrato que la película hace de los turcos. Ahora tendremos que añadir a esta vergonzosa lista el título de Salvajes, una película en donde Stone toma el aspecto más desafortunado de la actualidad en la frontera de México, para construir a partir de él una absurda historia de acción adornada con una serie de clichés que seguro complacerán al televidente más fiel de series como Guardianes de la bahía.
Todo comienza con la nefasta narración de O (Lively), quien nos anuncia que “solo por el hecho de estar contando esto, no significa que esté viva al final de la historia”, dejando en entredicho que al final sucederá algo inesperado, y que ésta será sin duda una película violenta, como es fácil de suponer. También nos anticipa, de manera incidental, que el guión estará plagado de frases ridículas que pretenden hacer de esta historia de narcotraficantes un relato hueco de chicos guapos que han triunfado en la vida sin merecerlo. O es la novia de Ben (Johnson) y de Chon (Kitsch), dos jóvenes traficantes de marihuana que son famosos por vender el mejor producto de Laguna Beach. El primero es un budista graduado de la Universidad de California que utiliza gran parte de sus ganancias para hacer el bien al otro lado del mundo (solo para variar, sería agradable ver a uno de estos millonarios estadounidenses visitar, por ejemplo, la Sierra Tarahumara); el segundo, es un soldado SEAL que combatió en Medio Oriente, y que al parecer se trajo la guerra consigo, al grado de que –como señala agudamente su novia– en vez de orgasmos, tiene “wargasms”. O dice que juntos hacen un hombre completo, y quizá sea verdad para ella, pero también es cierto que entre ambos no logran reunir las virtudes de un buen protagonista. Stone reconstruyó de forma grandiosa al personaje de Tony Montana para la película de 1983, Scarface, y lo dotó de una gran presencia que intimida al mismo tiempo que cautiva, y ahora vuelve al tema del tráfico de drogas con estos dos personajes que parecen salidos de Melrose Place. Johnson ha dejado atrás todo el encanto que tuvo como Dave Lizewski en Kick-Ass (2010), y Taylor Kitsch simplemente añade este papel a su incipiente colección de roles protagónicos sin trascendencia, junto con el de John Carter y Alex Hopper en Battleship (2012).
El conflicto empieza cuando los amos de Laguna Beach rechazan una oferta de Elena (Hayek), la despampanante y cruel líder de un cártel mexicano que está en planes de explandir sus límites más allá de la frontera. Más que una narcotraficante, el papel de Salma Hayek parece el de una diva de telenovelas (Stone mencionó que un día tuvieron que esperar horas bajo el sol porque la actriz se negaba a trabajar sin su vestido azul), y ojalá todos pudiéramos ver la reacción de los narcos de verdad al ver escenas como aquélla en donde Elena comparte una fina cena con la persona a la que acaba de secuestrar y le revela cosas importantes sobre su familia y su negocio. El brazo derecho de Elena es Lado (del Toro), un violento asesino que disfruta de hacer el tabajo sucio que es tan necesario en este tipo de entorno. La actuación de Benicio del Toro es de las pocas cosas que realmente valen la pena –aunque a muchos les parecerá exagerada–, y esto se debe a que el cruel Lado nunca deja de ser cómico. En la que quizás sea la mejor escena de toda la película, vemos a este personaje discutir con Dennis (Travolta), un corrupto agente de la DEA que cambia de bandos a su conveniencia, y quien manipula a Lado hasta el punto en que el asesino comienza a sospechar que lo están tratando como a un imbécil. Del Toro atina al clavo en esta escena que simboliza exactamente lo que sucede a grandes rasgos a lo largo de la película: un humor involuntario por parte de la trama y los personajes que se escapa de las manos de Stone. En una de las tantas escenas de sexo vemos a Ben, Chon y O haciendo un trío, y es inevitable preguntarse cómo sucede esto si siempre traen la ropa puesta. O piensa que ella es lo único que mantiene unidos a Ben y Chon porque ambos están enamorados de ella, y Elena le contesta que en realidad Ben y Chon se aman entre sí. Todas estas subtramas en las que Stone no ahonda lo suficiente (y que por lo general son más interesantes que el conflicto principal) están aderezadas con la horrible narración de O, y un timbre musical con el tema de El Chavo del 8 que se escucha cuando uno menos lo espera.
La película está basada en la novela homónima de Don Winslow, la cual Stone empezó a adaptar desde antes de que ésta estuviera terminada. Al final es absurdo el hecho de que todo el conflicto se deba a una droga como la marihuana, a pesar de que el mismo Stone ha dicho abiertamente que la considera una droga inofensiva; es tan solo una excusa para crear una historia más donde abunda el sexo, los balazos, la playa y la gente bien vestida y mal hablada. Es también, una excusa para encasillar nuevamente a los mexicanos en el papel de criminales ineptos y empleados mal pagados, mientras que dos estadounidenses jóvenes y guapos del tipo surfer logran salir victoriosos en la lucha contra un cártel entero. Para empeorarlo todo, el salvaje estilo visual por el que el cineasta estadounidense se caracterizó en cintas como Asesinos por naturaleza (1994) hace que las escenas dramáticas pierdan seriedad, y esta falta culmina con uno de los clímax más sorpresivos en la historia del cine (no por su originalidad, sino por el descaro con que Stone se burla del público), en donde el espectador se verá en la penosa necesidad de elegir cuál de los momentos finales –y, quizás, de toda la película– fue el menos vergonzoso.