Sangre de mi sangre (Musarañas, 2014), de los debutantes Juanfer Andrés y Esteban Roel, oscila entre el drama, el thriller y la comedia negra. La propuesta, apadrinada por Álex de la Iglesia (Balada de trompeta triste, 2010; Las brujas de Zugarramurdi, 2013), parte de un relato ubicado en el franquismo, que tiene como trasfondo una infancia truncada por hechos traumáticos, y en el que dos hermanas huérfanas no pueden ser del todo libres.
Una de ellas, Montse (Macarena Gómez), adulta y soltera, es prisionera no solo de la dictadura, también de su fanatismo religioso y, a pesar de padecer una enfermedad psicológica, ha tenido que cuidar de su hermana menor (de la que nunca sabemos su nombre e interpretada por Nadia de Santiago). La mayor sufre de agorafobia y no puede salir de su departamento, un lugar que enmarca las tragedias de su vida. Allí murió su madre, durante el parto de la segunda. Desde adolescente, Montse ha asumido el papel de mamá para su hermana, un rol impuesto en parte por el padre de ambas (Luis Tosar), un hombre violento y autoritario que las abandonó antes de que estallara la Guerra Civil Española.
La película presenta la opresiva convivencia entre las dos mujeres, la mayor de personalidad nerviosa, figura frágil, talentosa costurera que tiene como única clienta a Doña Puri (Gracia Olayo), la esposa de un respetado y millonario médico de Madrid, quien, en agradecimiento por los modelos que ella le elabora, le consigue a escondidas pequeñas dosis de morfina para que alivie la ansiedad que le provoca la agorafobia. La menor, de temperamento dulce, le profesa respeto y temor a la vez, a causa de sus sorpresivos estallidos de ira que culminan por lo general en castigos violentos hacia ella. Mantiene un noviazgo en secreto. Una de las reglas de su hermana es evitar el contacto con los hombres, un estatuto motivado más por el miedo a que la menor se vaya de casa y a que ella se quede sola en ese lugar en el que se crió y que más bien le ha servido de enorme ataúd en vida.
La película inicia con la celebración del cumpleaños número 18 de la menor —quien sale del apartamento con regularidad por su trabajo (nunca sabemos en qué labora)—, un festejo solo entre ellas y en el que se dedican a recordar el pasado de la familia, evocaciones melancólicas que para la menor son poco claras, pero que asume como verdaderas a partir de lo que Montse le asegura. Un día, Carlos (Hugo Silva), el vecino del edificio, toca el timbre del departamento de ambas. Tuvo un accidente y pierde el conocimiento frente a la puerta de ellas. Presa del pánico, Montse apela a su cristianismo, lo auxilia y comienza a cuidarlo sin decírselo a su hermana. Su trato con el vecino, el segundo hombre con el que habla en toda su vida además de su padre —personaje que aparece en la película en forma de fantasma y que golpea la frágil cordura de Montse—, la emociona y obsesiona, por lo que se vuelve el detonante de un drama pasional muy cercano en sus motivaciones al personaje de Kathy Bates en Misery (1990), de Rob Reiner.
Ella se convierte en un ente que vive y muere por esa obsesión. Lo que sigue es un cruel ciclo de violencia contra Carlos, quien se resiste a formar parte de ese viciado microcosmos. Atrapado en un ambiente que aparenta ser acogedor y familiar, Carlos goza de menor libertad que en una cárcel y su oponente supone una rival muy superior a él mismo, no solo por la ventaja considerable que mantiene sobre la piltrafa en la que se ha convertido, secuestrado y dopado por Montse, sino por el desconocimiento del hombre sobre los límites de la locura de su admiradora. Cada escalofriante descubrimiento que hace sobre ella le resulta más aterrador.
Sangre de mi sangre se centra primero en la relación de las dos hermanas. Y conforme se va desarrollando la trama revela la locura contenida por años, y la personalidad obsesiva y agresiva de Montse, provocada por un secreto de familia. El uso de primeros planos en el rostro de ella —la cámara que se acerca en los momentos de ira— nos permiten sentir la desesperación de un postrado Carlos, quien, al igual que los espectadores, no puede hacer nada contra una demente, interpretada de manera magistral por Gómez. La ansiedad se agudiza por el estrecho espacio de la vivienda en la que se desarrolla la mayor parte de la historia. La narración se desliza por diferentes géneros (drama, thriller, terror) sin perder el ritmo y la integridad tonal de sus inicios, especialmente cuando todo el infierno se desata: secuencias gore sazonadas con un sugestivo ambiente de cuento de terror, dosis del humor negro y el gusto por lo macabro del propio De la Iglesia.
Los directores de Sangre de mi sangre apuestan por un montaje muy refinado, teatral e intimista. La casa y sus objetos son un personaje más de la trama. Otro aspecto a destacar de la cinta es su acertado reparto, con una inquietante Macarena Gómez que consigue una interpretación muy elaborada, siempre al borde de la locura. Su mirada no solo refleja el vacío fantasmal de la soledad. Sino la desesperación que la empuja a los territorios de la inhumanidad.
A pesar de estos aciertos, los vaivenes en el tono de la película, entre el drama y el humor negro no siempre se presentan de manera equilibrada, a causa de un guión que por momentos no termina de dibujar con nitidez a sus protagonistas, que pasan de un estado a otro sin explicación alguna, lo que produce una desconexión con el espectador. Lo que al principio era sugerente y motivador, se va haciendo demasiado explícito y casi intrascendente, con un desenlace previsible desde la segunda parte. Los atinos de Sangre de mi sangre se concentran en recuperar ese tono de terror decadente que encabezó Amenábar en la España de los noventa (Tesis, 1996; Abre los ojos, 1997).