Como niño
Sin límite es un buen nombre para la más reciente película de Neil Burger (El ilusionista, 2006). No define con exactitud su trama, su personaje o su propuesta visual, pero sí esa actitud antrabancada detrás de todos estos elementos.
Eddie Morra (Cooper), el típico escritor fracasado –sucio, despeinado, con look de los noventa, en crisis creativa, que debe la renta de un cuchitril y no tiene novia-, encuentra por casualidad una pastillita transparente que lo ayuda a utilizar su cerebro al máximo: le da acceso a toda su memoria, más fluidez, creatividad y entendimiento. Es fácil saberlo porque en la pantalla se muestra, como en monografía animada con efectos especiales, cómo la droga avanza hasta su cerebro, se acomoda en uno de los repliegues y actúa esparciéndose por caminos fosforescentes. Más adelante también sabemos que le ha llegado una dosis de energía casi sobrenatural porque cuatro Eddies hacen de su guarida un lugar lo suficientemente digno para ponerse a escribir y acabar finalmente con ese bloqueo que lo tenía atorado en el inicio de su novela. Las letras le llueven del techo literal, es decir, gráficamente. Acaba la novela en una semana.
La premisa de la que parte el guión –basado en la novela de Alan Glynn- es lo suficientemente poderosa para atrapar a cualquiera y los efectos visuales le dan glamour (como de El origen, 2010) y vértigo (como de The Matrix, 1999) para mantener el ojo atento. ¿A quién no le gustaría usar su cerebro a todo lo que da? Descubriríamos, como sucede en la película, que algunos dan más que otros. El de Eddie es especialmente dotado porque ya de por sí, se supone, era inteligente. Tras ingerir la sustancia, sus súper poderes se hacen inmediatamente obvios. Se despoja de su inseguridad y, en un chasquido (casi tan rápido como logra dilucidar el futuro de la economía estadounidense), el marginal se convierte en el centro de atención del estrato más sofisticado de Nueva York.
Un día que decide lanzarse por un peñasco hacia el mar en un clavado como de Quebrada de Acapulco, ahí, en medio del inconmensurable océano, a pesar de sus dones y vocación de escritor le viene una epifanía: él no está hecho para la pluma sino para la cuadra del consumismo, Wall-Street. Disculpen la inocencia pero ¿hasta ahí llega la curiosidad de todas las neuronas de un hombre inteligente haciendo sinapsis al cien? Algo queda claro: cuando escribió su novela tenía todas las intenciones de convertirla en un best-seller.
Así inicia su odisea a la cima. Los cíclopes: mafiosos detrás de la droga e implacables hombres de negocios. Los contratiempos: efectos secundarios de la pastilla, intentos dificultosos por regresar con su ex novia y persecuciones de un poderoso capo de las finanzas (interpretado por un acartonado De Niro) en busca de su millonaria visión. Hay un falso tope moral apenas insinuado y rápidamente arrasado por la urgencia de llevar el descubrimiento hasta sus últimas consecuencias. Nadie quiere que la magia termine. Al no encontrar llenadera, Eddie logra evadir cualquier regla, incluso las impuestas por el propio guión, y salirse tramposamente –sobre todo para el público- con la suya. La película funciona con imaginación infantil: un niño pone la fantasía de usar todo su cerebro al servicio de sus deseos y, como para conseguir todos los juguetes, incluso los que antes no quería, sigue caminos imposibles para su fantasía inicial hasta agotarse en un sinsentido. Un juego muy divertido, pero así, sin límites.