"Sin empatía no hay esperanza": Entrevista con Michel Franco
Lee aquí nuestra Reseña de Nuevo orden
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Hace justo un año, cuando la mayor parte del mundo se encontraba en encierro, atemorizada por un bicho asesino que no discriminaba en su implacable misión, el Festival de Venecia decidió hacer presencial su muestra. Cannes ni siquiera había podido llevarse a cabo en mayo, como le era habitual. Y ahí, entre canales y góndolas, el mexicano Michel Franco presentó en competencia su Nuevo orden, un filme emocionalmente poderoso, escrito con cuidado y ejecutado con precisión, que fue galardonado por el jurado compuesto por gente como Matt Dillon, Joanna Hogg y Christian Petzold, presidido por Cate Blanchett, con el Gran Premio del Jurado, el segundo reconocimiento más valioso del segundo festival de cine más importante del mundo.
Después vendría el provocador tráiler y la absurda polémica en un México obtusamente polarizado, con un segmento de la crítica y la opinión queriendo juzgar la obra o bien increíblemente tras solo haber visto el avance, o después de ver la cinta pero ya habiéndose cargado con juicios a partir de los pocos segundos previamente vistos (de un filme que corre por más de 86 minutos); incapaces de detectar y rescatar los matices y, sobre todo, la cuidadosa forma en que el director elude tomar postura (si bien siendo crítico con la clase acomodada que retrata en el filme) en un tema complejo y tan espinoso, precisamente las cualidades que internacionalmente, incluso la crítica europea más ligada a la auténtica izquierda, destacaron de un sobresaliente trabajo inserto en una larga tradición del cine mundial que está más allá de las coyunturas nacionales de corta visión.
Por fortuna para Michel Franco o, más bien, gracias a su prolífica capacidad para concebir y ejecutar proyectos de calidad, cuando llegó el premio codiciado, y después las críticas descolocadas y los ataques burdos y -en buena medida- malintencionados en su propio país, el realizador ya tenía filmado otro proyecto, de carácter y escala muy distintos a su explosivo Nuevo orden. Mientras el mundo estaba enclaustrado, Franco y la parte fundamental del equipo con el que hizo su aclamado previo filme, se dirigieron por los caminos del sur hacia Guerrero, asentándose en Acapulco, con su amigo Tim Roth -que ya le había protagonizado Chronic- y Charlotte Gainsbourg para, con esos tesoros iniciales a bordo, desplegar las obsesiones que ha ido desentrañando a lo largo de su carrera. Pero, ¿qué hacían Roth y Gainsbourg en Acapulco?
Neil (Tim Roth) y Alice (Charlotte Gainsbourg), junto con los jóvenes Colin (Samuel Bottomley) y Alexa (Albertine Kotting McMillan) parecen formar una familia inglesa que vacaciona plácidamente en un hotel de súper lujo en Acapulco, en una villa con alberca infinita propia, prodigiosa vista al mar, y un cuerpo de empleados a su servicio. Pese a que la relación entre ellos es afectuosa, apenas se hablan. Cada uno parece disfrutar del sol, las bebidas y sus tabletas o celulares en personal fruición; si bien en un viaje por yate sí muestran mayor convivencia, para luego retornar a su paradisíaco espacio de relajación. Hasta que llega una intempestiva llamada al celular de Alice avisándole que su madre ha muerto. Deben regresar a Londres de inmediato. Desde camino al aeropuerto, en el transporte que los conduce, la aflicción de Alice contrasta con la impasibilidad de Neil quien un poco más tarde, ya al momento de documentar, esconde discretamente su pasaporte y a ellos les dice que lo ha olvidado en el hotel. Deben abordar de inmediato, así que Neil los alienta a adelantarse; él los alcanzará para los funerales en cuanto encuentre su documento.
Apenas abandona el aeropuerto, el hombre, igualmente impávido, aborda un taxi acapulqueño y trabajosamente dándose a entender, le indica al conductor que lo lleve a donde sea, algún sitio que conozca y esté cómodo. El taxista lo deposita en un hotel céntrico, de los que ni estrella alcanzan, y a Neil le parece estupendo. Se aloja y se dirige caminando a la playa, una muy populosa y ruidosa, donde consigue una silla y se sienta a tomar cerveza y ver el mar, disfrutando de su rumor, aparentemente ajeno al bullico que lo rodea. Ese mismo ritual comienza a repetirlo cotidianamente, solo interrumpido por las llamadas de Alice preguntándole qué ha pasado, a la que le responde que su pasaporte fue robado y la Embajada está intentando ayudarlo para obtener uno provisional, al principio; después, ya de plano ignorando las llamadas. También otro día cuando le roban las pertenencias que tenía en su habitación, aunque, en realidad, a Neil todo parece darle exactamente lo mismo. Nada lo perturba.
Quizá solo, para bien (para él), la única agitación a su rutina consiste en conocer a Berenice (Iazua Larios), una bella chica costeña con quien conecta de inmediato y empieza a tener sesiones de sexo y de disfrute del mar en silenciosa compañía. Neil apenas habla, casi no se expresa, ni se aflige, ni se perturba, ni nada; la mayor molestia que padece es la caída del sol en sus ojos. ¿Qué pasa por su cabeza? ¿Es un hombre “normal” o padece alguna enfermedad física o mental? ¿Tiene sentimientos, remordimientos? Lo que, parece claro, es que intenciones de regresar a su país, esas sí, no las tiene, en absoluto. Él solo quiere relajarse. Después ocurren una variedad de cosas que es mejor omitir aquí, para no develar los giros de la trama.
El mexicano Michel Franco demuestra una vez más su capacidad para, de entrada, con poco decir mucho. Y, en el proceso, apoyándose en la noción que ya tienen los espectadores sobre lo que puede suceder en sus filmes, ir incubando con mucha sutileza atmósferas que, a partir de unas cuantas situaciones o detalles, presagian que algo terrible puede ocurrir en cualquier momento; que los pasajes de sosiego puedan llegar a ser dinamitados intempestivamente, como lo hizo la llamada telefónica para avisar sobre la muerte en Londres pero, tal vez, (solo tal vez) en alguna oportunidad con cargas de intensa violencia o angustiante drama. No hay necesariamente un solo elemento que lo anuncie con vehemencia, pero mucho menos alguno que desmienta la posibilidad. El drama va haciendo lenta combustión y de pronto suelta estallidos de tensión. Puede sobrevenir una explosión fulminante… o quizá no.
Con esas premisas sentadas a priori, y aceptadas, Franco guarda mayor control sobre su material. Y, como además éste es siempre escrito por él mismo, al filmar ya tiene pormenorizados buena parte de los tonos, los ritmos, los usos de los espacios, la manipulación de los tiempos y las emociones. Sabe lo que va a decir y cómo quiere decirlo. De gran ayuda es que con Sundown sea ya su cuarta colaboración con el notable cinefotógrafo francés Yves Cape (quien ha trabajado con Bruno Dumont, Léos Carax y Claire Denis), que aporta elegancia en la iluminación y el manejo de la cámara, juicio e inmediatez tanto en las posibilidades de la quietud como del estrépito, de la fastuosidad o la sordidez; la segunda coeditando con Óscar Figueroa, descifrando el óptimo armado del relato y la cadencia que exige cada episodio.
Y, por supuesto, también la segunda con Tim Roth (quien además de protagonizar Chronic, fue productor en Las hijas de Abril), a quien de nuevo ha elegido para un rol aparentemente contrario a su tipo y con quien ha vuelto a bordar un personaje memorable, desprovisto de toda afectación y de todo-casi-todo, dejándolo apenas en el borde de ser un autómata o una persona con debilidad mental, en el punto exacto para ser alguien con quien el espectador no solo simpatiza, sino por quien siente preocupación, a quien gustosamente acompaña en su viaje y que, definitivamente, queda establecido como uno de los mejores trabajos de su destacadísima carrera actoral.
Después del estruendo provocado por Nuevo orden ahí donde ya se ha proyectado, principalmente en México, un filme de gran tamaño, Franco se repliega con Sundown a la zona donde suele sentirse más cómodo, en el drama que es más íntimo, en el microcosmos, pero no por ello dejando de frotar el dedo en la herida de los contextos políticos y sociales que tienen al mundo hecho la mierda en que está. Por un lado, en el aspecto más general, ubica la historia en Acapulco, otrora un bellísimo puerto, campeón del turismo, que sí, como todos los centros turísticos de México florecía en buena medida gracias a injusticias y desigualdades, pero que lejos de haberse borrado o al menos mitigado hoy se han acentuado, acompañadas además de violencia incesante y desenfrenados relámpagos de sangre. Aunque el filme no hace referencia a este hecho en concreto, se trata del estado (Guerrero) que recientemente eligió ser gobernado por la esposa de un narcotraficante, hija de un violador-pederasta (protegido y empujado por el mismo presidente del país) que es quien, además, en realidad se encargará de regentear todo en ese territorio.
Como chiste cruel, y no sin kilos de ironía, justo ahí (donde la violencia que atestigua se empalma con la que recuerda y lo atormenta) es donde Neil encuentra su envidiable Edén, precisamente en autoexilio de una sociedad opresiva a la que no quiere pertenecer más. La fortuna de su familia fue creada a partir de mucha devastación y desgracia que a él le han infligido traumas y culpas que se quiere sacudir (hay guiños visuales y conceptuales de Franco a Caché de Michael Haneke, como para apuntalar su cada vez más estrecha cercanía autoral con el austríaco, tanto en forma como en fondo), poniendo tierra -y un océano- de por medio entre su pasado, su crianza, su origen y el presente sin ataduras que ha elegido vivir. La estampa del ataque a los condicionamientos sociales de la burguesía queda certificada como una de las marcas registradas de la obra del mexicano, aunque a veces algunos no la entiendan o no se la quieran reconocer.
Pero, al final, debajo de lo político y lo social, se encuentra la cavilación existencial sobre el ser humano, la persona. Y es en ella en quien en última instancia Franco detiene su mirada, (aunque quizá no de la manera más esperanzadora, es cierto; probablemente no haya motivos para hacerlo, aunque sí con destellos de humor, de uno bastante negro). En alguien que ha decidido apostar por la soledad, por llevar su desapego al extremo. En un hombre que parece querer volver a ese estado de naturaleza del que no venga nadie, ni Locke ni Hobbes, a rescatarlo; sin estar encadenado a nada y sin tener que darle explicaciones a nadie, nunca más. En la búsqueda definitiva de sí mismo o, tal vez, más bien, en su acto de renuncia. El tiempo, parece, ha quedado en suspenso para Neil.