Por Gabriel Lara Villegas (@chanwilin)
El íncipit de Super 8 –o bueno: la primera imagen– es el mejor que verás en mucho tiempo en cartelera. Su economía, de tan vasta, parece imaginada por Orson Welles: un plano secuencia que va de lo general –una acerera de Ohio– a lo particular –el contador de un letrero que indica los días sin accidente que cambia, después de setecientos y pico, a uno. En menos de un minuto nos han dado contexto social (clase obrera estadounidense), histórico (la tipografía no puede ser posterior a los setenta) y una pauta temática (la muerte). El gesto de narrar tanto con tan poco es emocionante en sí, pero también lo es más que todo lo que viene después.
Al primer plano le siguen algunos minutos que lo explican ambiguamente –el solitario hijo de la mujer que ha muerto, un pleito que será explicado más tarde– y 15 minutos muy distintos, pero chidos. Juro que chido es el adjetivo: una pandilla de niños –variopinta, como la de Los Goonies (1985)– comandados por Charles (sesudo y lleno de confianza Riley Griffiths, a quien –notarás por su actuación– seguramente le mostraron varios videos de Orson Welles) escapan a la estación de tren para filmar una escena crucial de su película escolar sobre zombies. (Una de las tramas de Super 8 es esa: la de la filmación de una película a como dé lugar). Durante la filmación, el tren, para fortuna de Charles y su obsesión con los valores de producción, se descarrila destruyendo todo a su alrededor. El desastre bien puede fungir como un comentario de JJ Abrams sobre sí mismo, pero importa menos ese comentario que el divertido desmadre que se arma en la pantalla: ¡ahí va el tren! ¡corran! ¡ahí viene de regreso! ¡no quiero morir! ¡explosión!
Pero después, como el equipo que se confía con un gol tempranero, Super 8va en picada. A bordo del tren iba, (aguas, aquí va un spoiler) preso por el ejército estadounidense desde los sesenta, un monstruo alienígena que solo busca rearmar su nave y volver a casa. El ejército cerca todo el pueblo de Lillian, Ohio, para encontrar a la bestia. Mientras tanto, en el plano familiar, Joe (Courtney) –el niño que ha quedado huérfano– es ligeramente más maduro que su padre (Chandler), quien no perdona la muerte de su esposa y culpa al menos culpable de todos.
No vale la pena contar el resto de la trama, pero hay que saber que Joe se enamora de Alice (Fanning) y que el noviazgo es reprobado por sus padres. Abrams encamina ese amor de corte romeoyjulietesco hacia una pequeña crítica del poder, donde los niños le muestran a sus padres que poco o nada saben sobre sus vidas, y que más vale que sean permisivos. Los padres deSuper 8 son gente inmadura, incompleta –borrachos, dolidos o de plano ausentes– por lo que los niños tienen únicamente la creación para ampararse. Eso, y el recuerdo atorado de su madre, del que Joe puede deshacerse en una secuencia final de gran belleza redentora. (Y, sin embargo, queda la duda de si era Joe quien más necesitaba ese momento: los acentos de la película están mal puestos).
A pesar de sus dos buenos horizontes –el inicio orsoniano y el final que homenajea a E.T. (o a Encuentros cercanos del tercer tipo)– y sus logros aislados –el aliento de la bestia, su aparición en el pietaje de la peli amateur, la locura del niño piromaniaco, etc.– Super 8 termina por enredarse en su historia –hay, al menos, un gran hueco en ella que, para no spoilerear, mejor omitimos– pero, sobre todo, en su relajo. El descarrilamiento, por ejemplo, es divertido, pero inverosímil, y en el punto más álgido de su bobería, los niños corren en el pueblo sin guía entre tanques militares y cañonazos. Y es que a Super 8 le hizo falta, me parece, mirarse al espejo un buen rato –con más juicio que vanidad– y recordar su primera imagen.