Es probable que otros directores hubieran optado por iniciar la narración de la historia de Miriam Carbajal Yescas haciendo un rescate documental de lo que distintos medios publicaron el 2 de marzo de 2010 cuando fue arrestada en el aeropuerto de la Ciudad de México por haber sido acusada de participar en una red de trata de personas –cosa que todos, incluso la autoridad, sabían que no era cierto. Con un estilo ya probado, honesto y maduro, Tatiana Huezo inicia su Tempestad con negro en la pantalla, evoca una madrugada en una celda al margen de la ciudad con el sonido de insectos, barrotes de metal, perros que comienzan a despertar, y la voz de Miriam narrando el día en el que fue liberada después de haber pasado injustamente meses en una cárcel de Matamoros tomada por el narco. Desde los primeros minutos, Huezo postula las reglas de su trabajo: la calma precede a la tormenta en la forma de contar las tragedias de sus dos protagonistas. El contraste entre imágenes -sonoras y visuales- y narración, por encima de la espectacularidad y como manera de expandir el potencial poético de todos los elementos cinematográficos. La exigencia de la directora al espectador de imaginar, de rescatar de nuestras adormiladas consciencias mucha de la información que hemos (in)cómodamente guardado sobre asuntos de violentas injusticias en México, de vínculos entre gobierno y narcotráfico, de sometimiento a inocentes, antes que presentarnos la sangre, el horror, el crimen, la impunidad, como otro encabezado periodístico más.
El estilo poético, con su potencial reflexivo, abierto, de constante búsqueda y, por lo tanto, esperanzador (incluso en las tinieblas más asfixiantes), es quizá la única manera posible de narrar las tragedias impregnadas de política y poder sin acabar sucumbiendo a ese lenguaje opresor, cerrado, determinista y deshumanizante. Es quizá la única vía para bucear con oxígeno por las cavernosas profundidades de una verdad cuyo nombre se ha desgastado incluso antes de que hayamos acabado de asimilar y de comprender qué es lo que como país estamos enfrentando.
“Todas las mujeres estaban dormidas” son las primeras palabras de Miriam en la película. Podría ser el primer verso de un poema sobre la búsqueda de la libertad. Ella cuenta cómo atravesó un largo pasillo para que alguien, a través de unos barrotes, le leyera su liberación. En la pantalla, las imágenes reinterpretan sus palabras: la libertad es la copa de un árbol en movimiento enmarcado por las decadentes paredes de una ruina. O una ventana que se abre entre dos muros para mostrar, a solo unos metros, otro muro más.
Nunca veremos el rostro de Miriam a cuadro. Con ella emprendemos, visualmente, un viaje de regreso, desde Matamoros, a través de carreteras, retenes, gasolineras, ruinas, siempre ruinas, hasta Tulum, donde está su hijo, su pasado, su hogar, mientras escuchamos el relato de cómo fue apresada, trasladada al penal y cómo fue que sobrevivió ahí. Es nuestro Virgilio encaminándonos por el infierno de los inocentes: una calurosa cárcel en donde los reos pagan 5 mil dólares de entrada y 500 dólares semanales para estar protegidos; mientras esperan a que el dinero llegue, lo hacen en un hoyo ardiente y atiborrado de otros cuerpos calientes o limpiando baños a merced de lo que sea. Es un lugar donde hay personajes oscuros, circenses, monstruosos, chiflados, salidos de las pesadillas de la corrupción y la impunidad, del la somnolencia social, de la injusticia y de la desigualdad cada vez más críticas en México: como Juanita, una mujer de cuarenta años, tan arrugada y encorvada como una viejecita malvada de cuento, pero que en realidad es una aliada melancólica que después de escuchar diariamente “Lamento de amor”, de Rigo Tovar, bailaba y bromeaba con Miriam. Está también el contador que fue secuestrado para ejercer su oficio dentro de la cárcel, cobrando a los presos y reportando a los narcotraficantes. A Miriam la marca conocer al atroz y frío asesino que va a misa con su hija pequeña y que la alimenta en el comedor como cualquier padre feliz: un ser humano lleno de matices, cuya parte negra alcanza oscuros insospechados. Y Martín, el joven centroamericano, migrante ilegal, que murió brutalmente golpeado sin que nadie lo sepa, nadie salvo Miriam, que quizá fue la última persona en mirarlo con compasión y que la hizo cuestionarse hasta qué punto llegaría ella a violentar, a matar, con tal de sobrevivir. Pues sin dinero en esa cárcel, la única manera de mantenerse vivo es formando parte de los perpetuadores. Ni Dante hubiera imaginado este calvario. Pero es real. Re-al. Fue y sigue siendo real.
La odisea infernal de Miriam se contrapone con el purgatorio no merecido de Adela, la otra historia de la película, en la misma línea temática y estilística, aunque nunca se cruce con la primera narración. Contada en el mismo tono poético, a ella sí le vemos el rostro a cuadro, ensombrecido por un velo de tristeza. Su hija universitaria desapareció una década atrás, secuestrada por hijos de policías judiciales de la AFI. Aún con amenazas de muerte encima, Adela no ha dejado de buscarla. Ha dejado de temerle a la muerte. Hacer esta película es una prueba, un acto de rebeldía, de valentía, un grito al aire que pronuncia el nombre de su hija, lanzando el mensaje: Mónica, te seguimos esperando; el lazo invisible que nos une permanece vivo y solo por la fuerza de ese lazo moriremos.
El circo es su contexto. Viene de una familia de cirqueros y ella, además de entrenar a las generaciones más jóvenes, es una payasa elegante. Así es el personaje que le llevó años descubrir. En la secuencia en la que se arregla para dar función, en la que se concentra transformada bajo una luz cenital antes de entrar al escenario, ese espacio de suspensión del dolor, se ve cómo el maquillaje no oculta su tristeza, la dramatiza. Todos sus actos son una rebeldía y una súplica, desfogue y contención. Sacrificio de amor perpetuo. Ejercicio de paciencia y fe. Un eterno transitar sobre el trapecio de la locura.
Por alguna razón que no se explica Adela está rodeada sobre todo por mujeres más jóvenes. Los hombres que vemos en sus viñetas son niños. Y esto, junto con la historia de Miriam, otra madre, y el hecho de que la directora sea una mujer contando historias de mujeres, genera una atmósfera de empatía, solidaridad y generosidad femeninas. Quizá el momento que mejor representa esto es cuando, mientras Adela y sus familiares esperan sentadas a que la cámara se active, comienzan a hablar y a mezclar chistes escatológicos con el dolor del recuerdo. Están nerviosas por la presencia de la cámara y por tener micrófonos observándolas. El tinglado cinematográfico aflora y expone sus sentimientos. Y mientras ríen, Adela les expresa lo importante que es para ella, para sobrellevar la vida, el tenerlas cerca. “Pero no vamos a estar tristes, eh. Nos vamos a seguir riendo”, y la mención de un pedo las saca de la solemnidad. Las risas en complicidad le reactivan la respiración; son su red de seguridad.
El filme avanza saltando de relato a relato. Huezo explota los recursos a su alcance para complejizar la realidad, para acomodar un denso amasijo de capas que la conforman, haciéndola heterogénea, interpretable, inacabable. La ausencia de Miriam a cuadro no solo funciona como una metáfora de los llamados “desaparecidos”, de todas esas víctimas del crimen y la impunidad que sus familiares no han podido encontrar y que en este país se cuentan en miles; es también un recurso que mezcla la empatía con la probabilidad. Cualquiera podríamos ser Miriam. Cuando por la calle cruzamos con alguien, no sabemos cuál es la historia que le marca el ritmo... La música de Leonardo Heiblum y Jacobo Lieberman acompaña el relato con pertinencia. Entiende y complementa el tono sin imponerse. El diseño sonoro de Lena Esquenazi es una narración en sí misma que facilita que los relatos del guion penetren, se acomoden y se activen. Y la edición de Lucrecia Gutiérrez Maupomé y la misma Huezo acaba de transformar el documental, el mero testimonio, en poesía.
En un país decididamente hostil contra la mujer, en el que siete mujeres son asesinadas cada día, en el país que tiene el primer lugar, según la ONU, en agresiones sexuales en contra las mujeres; en un país en el que los medios, la publicidad, la televisión, el cine, tienden a reforzar estereotipos que hacen de las mujeres objetos, subyugadas del hogar, responsables de los sentimientos de los otros, y que las condenan a aspirar a un físico y a un estilo de vida sin propósito real, es decir, a vivir permanentemente frustradas, Tempestad ofrece la oportunidad de revalorar y admirar a la mujer por cualidades mucho más profundas y trascendentes. Miriam y Adela han atravesado las inclemencias del país sin torcerse. En los momentos más duros, corroboraron que el amor es la única arma que tienen para enfrentar al diablo. La tempestad no las hincó, las creció. En un país en el que la causa de muchos horrores, sino es que de todos, se originan en una crisis de amor, del reconocimiento más esencial, de la falta de claridad en las prioridades vitales que compartimos los habitantes de este territorio, rescatar con la suavidad y la inteligencia de Huezo relatos de lucha, perseverancia y valentía de este tipo, abren una luz en la caverna que todavía no acabamos de asimilar que habitamos.
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Sofía Ochoa