Escrita y dirigida por Jennifer Kent –que decidió convertir su corto, Monster (2005), en un largometraje– y filmada con bajo presupuesto en Adelaida, al sur de Australia, The Babadook (2014) es la historia de Amelia (Essie Davis), una madre viuda que está luchando para criar a su hijo, Samuel (Noah Wiseman), un niño de 6 años que adora la magia y que debe afrontar a los monstruos que aparecen en sus sueños y en su imaginación, y que, él asegura, viven en su habitación. Amelia, que trabaja como enfermera en una clínica de reposo para ancianos, no duerme mucho; su rostro pálido y sus ojeras la delatan. Es una mujer cansada del comportamiento hiperactivo y violento de su hijo, quien construye peligrosos artefactos para combatir a los monstruos que imagina; vive traumatizada por la muerte de su marido, que perdió la vida en el camino al hospital cuando estaba a punto de dar a luz. Cuando Samuel descubre un viejo libro, Mister Babadook, en el sótano de su casa destartalada y Amelia comete el error de leérselo antes de dormir, la malvada criatura, (que lleva un sombrero de copa, viste un largo abrigo negro y tiene unos largos y huesudos dedos que se extienden fuera de sus mangas) no se conforma con vivir en las páginas de papel y decide ingresar a la casa.
Hay algo profundamente aterrador en el filme: éste no apela a los chirriantes sonidos de las puertas, a la obscuridad de la noche, a los sucesos paranormales, a un asesino enmascarado, a una casa embrujada, a un desquiciado vampiro o a cualquier otra clase de monstruo mitológico. Las dudas, los sobresaltos, el pánico y la perturbación provienen de una madre trastornada que es impulsada –tanto por una posesión demoníaca como por su creciente desequilibrio y cansancio mental– a exterminar a su pequeño hijo.
The Babadook es una de las películas más espeluznantes y satisfactorias en la memoria reciente del cine de terror, incluso, William Friedkin (director de El exorcista, 1973) escribió: “Nunca he visto una película más aterradora que The Babadook”. Jennifer Kent, en su ópera prima, tiene una fe vehemente en lo que el miedo puede llegar a provocar, y en lo que el género puede aspirar y lograr. La directora muestra un sutil dominio en la manera de sacudir al espectador y producir escalofríos. El miedo se convierte en placer, en un goce estético vinculado al gesto terrorífico; en aquella cualidad de lo sublime –desarrollada por el teórico y filósofo inglés, Edmund Burke (1729-1797)– que apelaba a la mezcla de placer y terror que se produce siempre y cuando la sensación de peligro se experimente desde la ficción o desde un contexto en el que la parte terrorífica no se convierta en una amenaza real, lo que permite el disfrute estético frente al desagrado que produciría una vivencia real de esa situación.
El horror sepulcral toca puertas, transita silenciosamente por los pasillos y habita el oscuro sótano de la casa de Amelia. El diseño sonoro no se enfoca en las puertas que se abren bruscamente o en los pasos que proceden de las escaleras, Kent enfatiza los sonidos perversos y macabros que se desprenden de la pronunciación del nombre del monstruo (cuyo origen proviene de “Babaroga” –palabra serbia que es utilizada para nombrar al “bogeyman”, un espíritu malvado) en contraste con la dulce voz que una madre emplea para contarle un cuento a su hijo antes de dormir.
Desde el principio, incluso antes de que el propio Babadook aparezca, el filme se siente como una pintura fúnebre, iluminada y diseñada con la tonalidad del luto: un sombrío gris azulado. Al ser un filme de bajo presupuesto, la mayoría de las escenas se desarrollan en interiores; la casa de Amelia es el escenario principal, y Kent aprovecha esa locación al máximo para producir una intensa atmósfera claustrofóbica que le suma eficacia al horror. Los planos, capturados por el cinefotógrafo polaco, Radek Ladczuk, son estables, fijos, muy centrados y enmarcados, pero conforme la película avanza, el espectador comienza a poner atención en lo que hay al fondo de la escena central, e incluso se interesa en ver lo que hay más allá de los marcos; los planos comienzan a ser inarmónicos, pero sin ser desordenados, con la finalidad de transmitir el desequilibrio y cansancio mental que sufre la protagonista. Hay algunos efectos visuales a lo largo de la película que pretenden aumentar la tensión, pero éstos no se emplean para generar sacudidas abrumadoras, ni mucho menos para crear sustos baratos; recurre a las ilustraciones pop-up para mostrarnos a Mister Babadook en las páginas del libro, y la transición del monstruo –de las hojas de papel al mundo de los vivos– se lleva a cabo con un efectivo uso del stop-motion, recurso visual que recuerda los trucos de Georges Méliès y Segundo de Chomón.
The Babadook trasciende los clichés que han sido instaurados por el terror contemporáneo; el filme podría aludir a una larga depresión posparto agravada por el luto, o bien, ser una metáfora sobre el dolor. La película retrata las consecuencias de la muerte y cómo sus restos siguen causando estragos mucho después de que el cadáver ha sido enterrado o incinerado; es un relato sobre cómo la muerte de un ser querido puede erosionar la estabilidad emocional de los que quedan vivos y amenazar con la ruptura de la familia. La aflicción es parte del trayecto humano; debemos lidiar con las pérdidas, pero ese dolor nunca se desvanece y, al igual que Mister Babadook, permanece por siempre a nuestro lado; de nosotros depende cómo será esa convivencia.