Pastelería vienesa
Por Ricardo Pohlenz (@rpohlenz)
Jude Law es un famoso escritor austriaco de visita en la nación imaginaria de Zubrowka. Está hospedado en el Gran Hotel Budapest y conversa con Mr Moustafa (F. Murray Abraham), quien le narra cómo fue que llegó a ser el dueño del hotel. Esto nos lleva a una época de esplendor en los albores de la Primera Guerra Mundial donde un Ralph Fiennes delirante es el conserje del hotel entre robos, conspiraciones y alcobas.
Fue tal el entusiasmo de Wes Anderson por las novelas del escritor Stefan Zweig que emprendió la aventura de hacer su propia versión (y visión) de la decadencia del Imperio Austrohúngaro. No sé si lo sedujo la narrativa en matrushka –por decirle de una manera– del autor austriaco, donde el punto de partida no es sino una excusa para dar un salto al pasado y comenzar –en estricto sentido– la narración, la que servirá de excusa a su vez –llegado el momento– para dar otro salto al pasado. De ninguna manera se trata de un recurso narrativo novedoso: el ir hacia atrás en el tiempo para poder explicar las circunstancias del momento presente se convirtió en una fórmula que fue explotada hasta el agotamiento en la literatura y el cine hasta finales de los cincuenta. No sólo Zweig es austriaco, también lo es Freud y la Sachertorte. El psicoanálisis y la pastelería vienesa se convirtieron en recursos formales para apelar a un mundo perdido, irrecuperable, cuyo lujo y oropel sólo compite con el de los cuentos de hadas. No se trata, por supuesto, de recuperarlo, sino sólo de languidecer en su evocación.
La nostalgia que pudo haberle provocado a Anderson la lectura de un escritor caduco como Zweig es balín. Pero supongo que no tiene caso hacer mala leche del alarde fastuoso de imprecisiones históricas y culturales que pone en escena con cuidado minucioso. Lo ha hecho siempre. Tiene una debilidad por lo literario como objeto convertido en guignol cinematográfico. Es el libro ilustrado llevado a la pantalla, en términos semejantes a los usados por la gente de Disney para algunas de sus adaptaciones, pero empujado al extremo donde candor se confunde con perversión. Es desde esta perspectiva que resulta más claro por qué acabó haciendo una película animada (en stop motion, para más panache). Lo digo porque lo ha vuelto a hacer. El Gran Hotel Budapest es muy semejante a Fantastic Mr. Fox (20099. Es un cuento pero también es un pastel. Es una excusa –como su propia vida familiar o el Capitán Jacques Cousteau– para poner su tinglado; un ordenamiento del mundo que es reflejo de la disposición de objetos sobre un escritorio, de cuadros sobre una pared o de volúmenes en una composición. El preciosismo o, más bien, la precisión de la que se ufana y que la ha conseguido fama internacional, es siniestro en su prolijidad.
No es, por supuesto, algo que se ha inventado sino algo que ha visto, repetido una y otra vez como “ese otro lugar que sólo sucede en las películas” que –insisto– fue explotado por la industria y que tuvo entre sus grandes autores a Billy Wilder, Douglas Sirk y George Cukor. No es nostalgia en el sentido estricto lo que lo lleva al rescate de esta “precisión preciosista”; creo –más bien– que es por la naturaleza inalcanzable de estos contenidos. Una era la vida como en las películas y otra era la vida real (sería hasta los setenta que se buscará romper con esta diferencia, y aún se tiende un abismo entre una y otra). No hay realidad en el cine, solo realismo o para decirle de otro modo, imitación de la realidad. ¿Para qué imitarla si puede acomodarse de manera que funcione como una maquinaria de relojería y –de paso– se vea mona?
El Gran Hotel Budapest es eso: una monada que funciona como juguete suizo. Es la idealización de una Europa perdida, jamás tenida por los americanos más que a través del cine. Es una Europa que se reconoce como referencia, no como lugar. Lo que hace Wes Anderson es un ejercicio de apropiación: pone todas esas referencias, bien acomodaditas, para poner en evidencia la verdad de su impostura. Es por lo mismo que no se preocupa en que su grupo de actores convencional (Owen Wilson, Jason Schwartzman, Edward Norton) hablen con acento americano, sería igual de falso si imitaran algún acento centroeuropeo y no sería tan efectivo. Esto es una postura política, pero pasa –en pantalla– como una licencia estética.
Con perdón.