Por Verónica Sánchez (@SofiaSanmarin)
El señor de los anillos: El retorno del rey (2003) fue un éxito importante a nivel de preseas para el celuloide. Cosechó once premios Oscar y una gran recaudación en taquilla, aunque todos los seguidores de la saga, de los libros, de Tolkien y Peter Jackson, concordaban en que fue una mera cuestión política: la tercera es la vencida para Hollywood. La mejor película de la trilogía fue, en realidad, la segunda –como pasó con Star Wars–: El señor de los anillos: las dos torres (2002). El dramatismo, los diálogos y el regusto lírico de los encuadres y las imágenes cumbre de batalla la coronaron por su ejecución fílmica. A una década de aquel banquete de galardones, el director de Heavenly Creatures (1994) se ha convertido en un multimillonario que busca la innovación tecnológica por encima de la historia –otra similitud con Star Wars–, lo cual se advirtió en la primera entrega de El Hobbit: Un viaje inesperado (los progresos tecnológicos bajo los que se rodó la cinta, 48 fotogramas por segundo, en lugar de los 24 clásicos), cuando se anunció que a pesar de la sencillez de la historia, su versión fílmica estaría dividida en tres entregas. Primer error: la novela, quizá la más redonda y precisa de Tolkien en materia narrativa, daba, incluso con lujo de detalles o narrativas paralelas (el escritor legó múltiples relatos en torno a la Tierra Media), no más de dos partes en pantalla grande.
Un año después del regreso de Jackson a la franquicia de las épicas, nos encontramos de nuevo con Bilbo Bolson (Martin Freeman), Gandalf (Ian McKellen) y los trece enanos, exactamente donde los habíamos dejado: al pie de las montañas brumosas en La desolación de Smaug. La pandilla continúa el viaje que inició en la primera parte de la trilogía, una travesía hacia el este en busca del tesoro custodiado por Smaug, un dragón astuto que duerme sumergido entre joyas y monedas de oro, en el reino perdido de los enanos liderados por Thorin (Richard Armitage), hijo de Thráin. Ahora pasarán por peripecias que arrancarán a los amantes de la novela risas y recuerdos nostálgicos.
En La desolación…, Bilbo se siente más seguro. Ha ganado la confianza de los enanos y su líder, pero sigue guardando un secreto en su bolsillo: un anillo mágico que lo ayuda a descubrir su valentía al hacerlo invisible. Smaug es sin duda el mayor atractivo y novedad de la cinta, un magnífico dragón interpretado por Benedict Cumberbatch –quien presta rostro y voz al guardián del tesoro–, que se roba la mitad de las proezas durante el encuentro con Bilbo y los enanos, que tienen lugar en la Montaña Solitaria. Aquí se desarrolla el punto neurálgico de La desolación de Smaug, con un momento de angustia, que convoca al público a un estado de inquietud.
Si en la primera parte Jackson no tomó demasiados riesgos en el guión –el relato era fiel a la historia original y estaba filmado con una estética muy cercana a la de El señor de los anillos: la comunidad del anillo (2001)–, en esta segunda mitad, el libreto a cargo de Guillermo del Toro, Fran Walsh y Philippa Boyens tiene subtramas tensas que inducen un relativo abandono a la imaginación. En su atmósfera hay reminiscencias a El señor de los anillos: las dos torres. Incluye personajes nuevos (Thauriel, Bardo), lugares (La Ciudad del Lago, Erebor, el Bosque Mirkwood) y criaturas inusuales (las arañas gigantes, de las que vimos un atisbo en la entrega anterior). Los diálogos destacan por su imbricación ágil y directa. En esto, hay que decirlo, los involucrados han logrado incluso mejorar el estilo de la novela original, con los efectos de un habla que no pierde su ceremonia sin caer en la grandilocuencia, el melodrama o el terror del lenguaje críptico y pomposo.
La psicología nunca fue el fuerte de Tolkien, sí de Jackson –los personajes de Tolkien no tienen una evolución: a falta de drama interior solo denotan cansancio, frustración, o bien un amor simple por la cotidianeidad. Jackson introduce en los personajes un elemento que siempre está presente: el miedo. Los protagonistas de Tolkien se transforman en héroes porque obedecen a una moral suprema; los de Jackson, por una necesidad de luchar, de no darse por vencidos. Sus personajes, por un truco narrativo heredado de las películas de acción hollywoodenses, acentúan el hecho de que los héroes y todos los participantes de la historia se encuentren siempre al borde del fracaso y la ruina, enfrentados a un poder que los sobrepasa y que se impone por el despliegue visual de la maquinaria de guerra, donde la derrota, parece inevitable. Es por ello que extraña verlo perder el control y concentrarse en el divertimento del ridículo —aunque hay que aceptarle el atino de, por momentos, hacer guiños con los enanos a secuencias filmográficas de Chaplin y Buster Keaton, que vimos desde la primer entrega de la trilogía. Smaug es el personaje mejor trabajado; no así la inclusión de Thauriel (Evangeline Lilly), una elfa guerrera cuya presencia no aporta nada sustancial a la trama. No ayuda tampoco el regreso a la saga del popular Legolas (Orlando Bloom), que es exactamente el mismo de la trilogía anterior, sin ninguna diferencia —y por cierto, tampoco es vital para el arco narrativo; acaso un elemento de humor muy al estilo de los personajes secundarios de Disney. Ambos pesan y quitan tiempo como figuras incluidas solo para dar un sentido de continuidad a la saga y para reiterar que este filme es parte de la trilogía anterior. Un facilismo narrativo que no aporta nada.
Técnicamente volvemos a hablar de una película con una fotografía bien compuesta, con texturas, volúmenes y contrastes muy marcados; hay una esmerada estética visual con una recreación de la Tierra Media más fina que la versión anterior en la cadencia de los encuadres, menos cutre, con detalles plásticos más encantadores, aunados a un esmerado trabajo de efectos digitales que se refleja sobre todo en la construcción del dragón Smaug.
Los planos generales aéreos siguen teniendo la intención de dejarnos boquiabiertos, pero son tantos y tan rutinarios que el espectador puede adivinar cuándo se insertarán en las escenas subsecuentes. Poco a poco, Jackson pasó del embeleso del paisaje a la enajenación con las fórmulas. El director evidencia su necesidad de ganar tiempo antes de cerrar la trilogía. Algunos de los argumentos secundarios derivados con torpeza de la mitología de Tolkien o creados a la mala, se sienten forzados. Por ejemplo, el romance entre Thauriel y Kili (Aidan Turner), el enano que despierta los celos de Legolas, forma un triángulo amoroso que entorpece la historia y solo arranca sonrisas por lo guapos que son los elfos —antecedentes directos de los vampiros de Crepúsculo (2008).
Mientras las sagas de El señor de los anillos parecían puras, vitales y heroicas, como la propia misión de la Compañía, esta precuela dividida en tres partes parece un viaje de mercenarios, no de guerreros que buscan reclamar su tierra. El tema del bien y el mal está mucho más en juego, a veces de manera sobrecogedora, pero en otras ocasiones el drama se siente rígido a causa de la pirotecnia humorística. Bastan cuarenta y cinco minutos de La desolación de Smaug para constatar que sobra metraje, minutos metidos con calzador. Por fortuna, los enfrentamientos entre el séquito de Gandalf, Smaug y los orcos que persiguen a los aventureros se suceden con frecuencia y aportan fuerza al entramado visual. En el caso de la trilogía anterior, las luchas lucían como parte de un drama ético y moral: la guerra es el enemigo al que hay que vencer, pues en quienes la proclaman reside el verdadero mal. Y, a diferencia de la primera parte, en La desolación de Smaug se diluye el peso del viaje como una forma de recuperar la identidad, el hogar y el honor de todo un pueblo.
El espectáculo está asegurado aunque tenga que basarse en efectos digitales demasiado llamativos. Esta película se ocupa de tender los puentes hacia la conclusión de la novela, El Hobbit: partida y regreso; busca agradar –guiños y música mediante– al espectador. Pero en el afán de convertirla en trilogía la cinta se vuelve densa y cansada.