Los filmes de Ruben Östlund deconstruyen la fachada de la perfección en múltiples fragmentos para explorar lo que se encuentra en sus más íntimos y oscuros recovecos a través de los lentes de la sátira y la sociología. Su ojo capta meticulosamente las complejidades y contradicciones de la naturaleza humana con agresivo humor negro, destacando así los mejores y peores aspectos del comportamiento humano. Sus personajes –auténticos, defectuosos e inestables– son llevados a situaciones extremas para confrontarse con su ‘yo’ interior y sumergirse en dilemas morales y desafíos personales. Y su más reciente filme no escapa de estas dinámicas; The Square (2017) es una visión audaz y reflexiva de temas delicados como la fragilidad de las relaciones humanas, las convenciones y las normas sociales, la rectitud política, la violencia física y psicológica, y los roces entre moralidad e integridad.
Christian (Claes Bang) es un ciudadano de origen danés que trabaja en Estocolmo como curador de un museo de arte contemporáneo. El espectador conoce por primera vez al protagonista a través de una entrevista que sostiene con una periodista estadounidense, Anne (Elisabeth Moss), en la que ella pide que se aclare un pasaje complicado sobre la misión del museo. Él intenta explicarlo, pero es obvio que tampoco tiene idea clara de lo que significa y se ve obligado a improvisar o dirigir la conversación hacia otro lugar. Con esa introducción, queda claro que estamos hundidos en una sátira del mundo del arte moderno, con todo su intelectualismo y pretensiones, su humanitarismo fingido y prácticas egocentristas. Pero para ello, Östlund despliega varias púas alrededor de la inseguridad, fragilidad, carisma, preocupaciones y buenas intenciones de su figura masculina; toma al sujeto y lo explora desde todos los ángulos hasta lograr un efecto hilarante, impactante, incómodo y ciertamente impredecible, como la vida misma.
Un día, durante su camino al trabajo, Christian es víctima de robo; a pesar de perder cartera y teléfono, el hombre queda maravillado ante el ingenioso “performance” de los asaltantes para despojarlo de sus pertenencias. Horas más tarde, junto con Michael (Christopher Læssø), uno de sus empleados en el museo, Christian rastrea la ubicación del dispositivo móvil, el cual se encuentra en un edificio de una zona marginada. Después de unas copas de vino, redactan una carta en la que exigen la devolución de los objetos. La intención es poner copias de la misiva en cada puerta del edificio, esperando que una de ellas llegue al ladrón. Sin embargo, ese acto sólo es el comienzo de una cascada de malas decisiones tanto personales como profesionales en las que la paciencia, la creatividad y la honestidad de Christian se pondrán a prueba.
El tema del robo ha sido abordado por el realizador sueco en algunos de sus filmes anteriores –específicamente en el cortometraje Incident By a Bank (2009) y el largometraje Play (2011)– y aunque aquí sólo es un detonante, y no el tema primordial, The Square indaga, a partir del robo que sufre el protagonista, sobre qué tan dispuestos estamos los seres humanos en ayudar y confiar en un extraño. Aunque recurre a mecanismos de la comedia de lo absurdo, Östlund elabora una representación extremadamente pesimista de la sociedad contemporánea. El relato se desarrolla en la capital sueca, una ciudad vista como una especie de ‘no-lugar’ donde la gente no interactúa y, si lo hacen, es sólo para mostrar sus contrastes. Las divisiones sociales –incluyendo la llamada clase media alta y la clase obrera– reinan y la única catarsis posible (la comunidad creativa y artística) se nota aún más vacua que el resto. No es casualidad que el protagonista esté inmerso en la búsqueda desesperada por hallar y diseñar nuevas formas vanguardistas de comunicación artística para llamar la atención del público y enviarles un, sólo en apariencia, bienintencionado mensaje. Precisamente la obra que lleva el nombre del filme consiste en un espacio delimitado que busca fomentar la interacción de la gente exaltando la confianza, la unión y la solidaridad; incluso, una placa frente a la instalación decreta: “La Plaza es un santuario de confianza y cuidado. Dentro de él, todos compartimos los mismos derechos y obligaciones”. La pieza artística queda entonces reducida a una estructura vacía a la espera de ser llenada con el sentido de aquellos que quieren entrar en ella. Pero los ideales –la esfera conceptual de la obra– se ven irremediablemente contaminados por los gérmenes externos –en este caso la confianza ciega en las campañas virales de difusión y publicidad– que terminan por evidenciar una utopía destinada a chocar contra el statu quo irreversible de una sociedad centrada en el egoísmo y la indiferencia. Un simple cuadrado, que debía simbolizar el espacio virtual que alberga los principios elementales de la reciprocidad, se convierte en una campaña sensacionalista, violenta y siniestra. De la misma manera que, el día del robo, Christian encuentra su bondad vacilante irónicamente recompensada con la pérdida de objetos de valor, el altruismo conceptual de “La plaza” se convierte en una zona de guerra y escándalo.
El filme posee una gran cantidad de momentos divertidos y absurdos, pero que reflejan dos o tres verdades sobre la vida. Por ejemplo, uno de los personajes secundarios, Julian (Dominic West), es un artista vestido con una pijama y un saco (un sutil guiño al peculiar ‘look’ del cineasta y pintor neoyorquino, Julian Schnabel) que asiste al museo para hablar sobre su obra y su trayectoria, sin embargo, su presentación es desafiada por un miembro de la audiencia que padece el síndrome de Tourette, quien interrumpe persistentemente las palabras de un artista que sólo busca la celebración de sí mismo. También, en ese recinto, durante un coctel de apertura de una exposición artística, los asistentes no dudan en abalanzarse sobre los bocadillos que les ofrecen sin importar que primero deben escuchar, al menos como gesto de cortesía, las palabras del anfitrión. En otro momento, Christian dialoga con una mujer sin hogar en un café, ofreciéndole comprar un sándwich para ayudarla, sólo para irritarse cuando ella pide más de lo que está dispuesto a dar. O la memorable secuencia en la que Christian y Anne discuten, una vez que han tenido relaciones sexuales, sobre el destino del condón usado; algo aparentemente sin sentido, ofrece respuestas en torno a la confianza y desconfianza en las relaciones amorosas. Östlund organiza todas estas anécdotas para poner a prueba la paciencia de los personajes que se encuentran sumergidos en escenas incómodas.
Además de arrojar luces sobre la masculinidad torturada y la responsabilidad social, centrándose en la fachada ridícula de la clase media alta, y después dee haber señalado la necrosis de la institución familiar (la primera célula de la sociedad) en su espléndida Force Majeure (2014), esta vez le toca a todo un macrocosmos –el de la sociedad escandinava, específicamente la sueca– ser examinado bajo la elegante e irreverente lupa de Östlund. El filme penetra las estructuras de clase con regocijo, y no teme pasar a la brutalidad existencial a medida que la historia avanza. Los artistas, curadores y publicistas que son retratados en el filme piensan que están creando nuevos significados y que están provocando reacciones enérgicas y genuinas por parte del público. Y cuando creen que lo han logrado la reacción es el horror y la violencia, no la iluminación ni la paz. Tal es el caso de la inolvidable cena de gala al interior del museo; en la secuencia aparece Oleg (Terry Notary), un artista de performance que se comporta como un simio para confrontar a los ‘mecenas’ del arte contemporáneo y obligarlos a salir de su zona de comodidad, de su pulcra esfera de elegancia y presunción, para ingresar al terreno de lo primitivo, lo salvaje y lo animal.
The Square es muestra de la buena condición –poderosa y despiadada– en que se encuentra la creatividad de Östlund, un cineasta capaz de confeccionar un mundo cargado de comedia que a veces se ve dislocado por algo totalmente misterioso o intensamente visceral. El filme es un estudio sobre la naturaleza contradictoria de la psique humana que explora las dificultades con las que carga el individuo para actuar de manera coherente con sus propios principios. Además, es un reconocimiento minucioso de las consecuencias –tanto en pequeña como a gran escala– de las elecciones y acciones ejecutadas conscientemente o gobernadas por el instinto. En última instancia, se trata de una disección del comportamiento y los límites de la paciencia; una inspección aterradoramente precisa del egoísmo y la falta de capacidad para tomar decisiones. Con mordaz ironía, el director y guionista no duda en mostrar cómo los espacios museísticos de la actualidad hacen alarde de su bienestar y su “compromiso con la gente” mientras surge el absurdo de una burbuja que han construido para sí mismos, para complacerse y engañarse, para anestesiarse de la degradación cultural, moral y social. Pero por más que la audiencia quiera separarse de ese círculo elitista, en cada imperfección, debilidad o exceso de esos pobres maniquíes que vemos en la pantalla, podemos reconocer algo familiar.