Mucho ruido y pocas nueces, así podría resumirse la secuela de Thor, The Dark World. Si bien la película cumple los requerimientos esenciales de los tres actos –aparece un villano, el villano ataca, el héroe halla la forma de vencer al villano– en el primer y en el segundo movimientos se plantean muchos arcos dramáticos, mucho más ricos y explotables que sólo el de un enfrentamiento maniqueo.
Bor, padre de Odín y en ese momento rey de Asgard, declara la guerra a Malekith (Christopher Eccleston), líder de los elfos oscuros. Estos han creado el “Aether”, una sustancia capaz de acabar con la luz y la existencia de todo el universo. Olvidemos el parecido entre la ficción y la realidad estadounidense, esto simplemente pondría al filme como otra película de propaganda barata que intenta justificar la intervención en países extranjeros, ya que la intrusión asgardiana en el mundo oscuro parece una campaña norteamericana como en Irak o Vietnam; el Aether podría ser interpretado como otro enemigo invisible que tanta paranoia les causa a los buenos. El rey asgardiano, Bor, logra detener a los elfos oscuros y “capturar” la substancia bajo un gran monolito. Unos cuantos milenios después Jane Foster (Natalie Portman) llega al mundo de oscuridad donde se libró la batalla, gracias a una fractura en el espacio-tiempo provocada por la alineación de los nueve reinos (o planetas). Así se libera el “Aether” que se introduce en el cuerpo de la doctora Foster, motivo que obliga a Thor (Chris Hemsworth) a buscarla, lo mismo que Malekith. Este último despierta con intención de terminar su plan maligno original.
Con este planteamiento, parece que la única intención es poner nuevamente al enemigo malo-malo quien, como es tan pero tan malvado, literalmente, quiere matarlos a todos. Su fuerza radica en la oscuridad y en la ausencia de vida, su deseo es acabar con la existencia, como si ésta fuera una representación simbólica de la nada esencial que choca contra los deseos benefactores del héroe. La idea polarizada del bueno-bueno que se enfrenta al malo-malo, cierra cualquier posibilidad de desarrollo de un carácter complejo, con matices, y acartona a los personajes en un estilo meramente estereotipado.
Los otros arcos dramáticos que desaprovecha el filme son: el conflicto del padre que debe juzgar a su hijo, no como padre sino como rey; el triángulo amoroso entre Thor, Sif y la doctora Foster; el conflicto existencial de Loki (por ser adoptado, un gigante de hielo y no un verdadero asgardiano), originado desde la primera entrega fílmica y acrecentado por la muerte de la madre; este mismo hecho parece completamente intrascendente, pues en el enfrentamiento entre Thor y Malekith, su madre asesinada por Malekith, no es parte de las motivaciones del héroe.
A Thor se le acumulan los problemas desde el principio de la trama, pero él no sufre cambio alguno, ni se inmuta. Durante el breve juicio que emite Odín (Anthony Hopkins) a su hijo Loki (Tom Hiddleston), Loki se asume como dios sobre los seres humanos, Odin alega que ellos, los argardianos, no son dioses, también nacen y también mueren (argumento que vuelve incongruente al porqué Thor no puede tomar a Jane Foster como su reina –por ser ella una mortal). Según Roberto Calasso, autor de La literatura y los dioses, una de las diferencias esenciales entre los dioses y los hombres es que los primeros no pueden sufrir, cada vez que algo está por minar su existencia, estos suelen pasar por alguna metamorfosis. El sufrimiento es humano. Thor nunca experimenta alguna clase de sufrimiento. No es un dios, no es un hombre; el personaje de Thor resulta más un afiche de cartón.
En algunos momentos parece que le sacarán provecho a la formación shakespeariana de Tom Hiddleston, pero ni a Loki lo dejan expresar sentimiento alguno. Los personajes son planos, únicamente acoplados a una trama. Cuando se anunció a Alan Taylor como el nuevo director de la saga, muchos esperábamos que su trabajo en la serie Game of Thrones se viera reflejado en la secuela, pero salvo unas cuantas escenas de batallas medio medievales y fantásticas, realmente innecesarias, la pericia narrativa del realizador no salió a relucir.
Podría decirse que para una película de superhéroes es absurdo esperar tanto del desarrollo de sus personajes. Como si el conflicto interior para estos estuviera vedado y lo único trascendente fuera el conflicto físico de una fuerza “a” contra una fuerza “b”. Sin embargo, fue precisamente la humanización de los dioses lo que volvió interesantes a los superhéroes en el origen de la edad de plata del cómic. Que incluso dio origen a Marvel.
Esta historia comienza cuando Stan Lee y el gran Jack Kirby unieron fuerzas para revitalizar al mundo de los héroes caídos (estos habían visto mermada su publicación y audiencia después de que se implantara el código del cómic, similar al código moral que regía a Hollywood). Stan Lee creyó que algún día, como tantos escritores, escribiría la próxima gran novela norteamericana; Kirby, por su parte, ya era una leyenda cuando Lee entró a escena. Con baja honrosa regresó del campo de batalla durante la Segunda Guerra Mundial –nos cuenta Grant Morrison en Supergods– entonces se puso a dibujar, de su paleta de colores nacería el Capitán América. Durante la década de los sesenta ambos dotarían a los héroes de algo sin precedentes en la industria. Ellos eran héroes no porque estuviera bien hacerlo, ni por la idea del bien per se; cada uno de sus hombres-dioses tenía un secreto, un sentimiento de culpa que los obligaba, que los motivaba a ser héroes. “Todo gran poder conlleva una gran responsabilidad”, es la frase con la que cierra el Amazing Fantasy número 15 que introduce a Peter Parker, Spiderman, y que más tarde se le adjudicará a su tío Ben. Son estas palabras las que separaban a los héroes dioses sin fisuras de los dioses humanos en la edad de plata –los dioses que sufrían, los dioses con una psique, que antes de Marvel no existían–; estas palabras son los cimientos de Marvel cómics.
Thor tuvo alguna vez un yo humano, Don Blake, pero las actuales producciones cinematográficas desaparecieron todo rastro de esta dualidad, toda debilidad en él. Thor en pantalla muestra una inmutabilidad áspera, en comparación al Thor del cómic, ese Dios tonto y lleno de culpas por una juventud alocada, cuyo mundo era distinto pero que tenía un alma igual a la de su audiencia. Ese héroe ha desaparecido tras un personaje tan plano como la línea que anuncia la muerte en un electrocardiograma.