Reseña, crítica Un final feliz - ENFILME.COM
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FICHA TÉCNICA
Happy End
Un final feliz
 
Francia/Austria/Alemania
2017
 
Director:
Michael Haneke
 
Con:
Isabelle Huppert, Jean-Louis Trintignant, Mathieu Kassovitz, Fantine Harduin, Toby Jones
 
Guión:
Michael Haneke
 
Fotografía:
Christian Berger
 
Edición:
Monika Willi Duración:
107 min.
 

 
Un final feliz
Publicado el 05 - Jul - 2018
 
 

  • En comparación con sus filmes anteriores, Michael Haneke coquetea decisivamente con la comedia, con el lado grotesco e irónico del drama. Este híbrido funciona para enfatizar, con una mirada burlona, la manera en que los personajes se niegan infantilmente a hacer frente a los problemas y las dificultades que atraviesan. El distanciamiento irónico es el filtro para evitar que el espectador se involucre directamente con los acontecimientos narrados, que a menudo son ridiculizados o privados de dignidad y autoconciencia; tanto es así que la tragedia actual toma tonos casi fársicos, como nunca antes había sucedido en el trabajo del director austriaco.  - ENFILME.COM
 
por Luis Fernando Galván

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La apertura prolongada e inquietante de Un final feliz (Happy End, 2017), de Michael Haneke, es casi un homenaje -que navega entre los límites de la autorreferencialidad y la autoparodia- a las videograbaciones de Benny’s Video (1992) y Caché (2005), pero con un giro actualizado en el uso de los nuevos dispositivos tecnológicos para crear imágenes audiovisuales. Vemos una serie de ‘live webcasts’ acompañados por palabras clave que expresan la profunda antipatía que siente Eve (Fantine Harduin) hacia las vidas de quienes la rodean, especialmente su mamá. Por ejemplo, en Snapchat comparte los momentos en los que droga a su hámster con antidepresivos y más tarde descubrimos que ha intoxicado a su propia madre. La hospitalización posterior de ésta lleva a Eve a vivir con su padre Thomas (Mathieu Kassovitz) y su nueva esposa, Anais (Laura Verlinden), en una esplendorosa y amplia finca en Calais (al norte de Francia), propiedad de su abuelo Georges (Jean-Louis Trintignant) y la tía Anne (Isabelle Huppert), quien ahora dirige el negocio de construcción familiar. Los Laurent, como muchos de los ricos y fríos clanes de Haneke, parecen plagados de una maldición inefable que oscila desde un malestar cotidiano hasta una auténtica calamidad. “Bienvenida al club”, dice Anne secamente a Eve durante su primera cena. Bajo un mismo techo conviven tantos mundos desmoronados que son atendidos por Rachid (Hassam Ghancy) y Jamila (Nabiha Akkari), los fieles y sumisos sirvientes marroquís.

Además de la demencia senil y los intentos suicidas de Georges, Anne teme enfrentarse a un problema legal cuando un muro se derrumba en su constructora matando accidentalmente a un empleado. El incidente pone en duda las habilidades de liderazgo de su hijo Pierrot (Franz Rogowski) como capataz, y retrasa algunos tratos comerciales importantes que Anne está gestando con el abogado Lawrence (Toby Jones), un hombre con el que eventualmente tendrá un amorío. Mientras tanto, Thomas, un neurocirujano que acaba de engendrar a su segundo hijo con su segunda esposa, intenta sostener su nuevo matrimonio sin dejar de explorar sus perversas inclinaciones sexuales con una violinista mediante las prácticas del cibersexo. Las ganancias de la familia han disminuido y los recursos que quedan son el resultado de estrategias empresariales que no siempre son transparentes y honestas. Además, el trabajo -ya sea en la casa o en la empresa familiar- se experimenta con molestia y fastidio: se delega, se evita, se pospone. Cada personaje que compone el fresco de la familia es consciente de las decadencias moral y financiera, de las cuales son cómplices y testigos. Pero ellos prefieren fingir, vivir en silencio, evitar los cruces de miradas y esperar que la tormenta llegue más tarde.

En un momento específico, el anciano Georges, reducido a una silla de ruedas, se dirige a su nieta y le confiesa una anécdota del pasado: le susurra los detalles de una bella historia de amor que vivió con su esposa que, en algún momento de la vejez, se enfermó gravemente hasta perder completamente la autosuficiencia. Y así, después de tres años de sufrimiento “indescriptible y absurdo”, Georges la sofocó con sus propias manos, pero no se arrepintió en absoluto. Aquí es más evidente, con la voz y el rostro del mismo actor, el monumental Jean-Louis Trintignant, cuando los hilos del discurso narrativo del cine de Haneke se revelan conectados entre sí. El anciano que solía apoyar y amar a su esposa en Amour (2012) y que luego cayó como víctima de una forma de auto-aniquilación, ahora reaparece disfrazado, en un juego de espejos y de divertidas referencias al pasado. Happy End no es la secuela de Amour, pero este episodio sirve para destacar cómo, al pasar de una obra a otra, tan diferentes entre sí, el cineasta austriaco tiene un vínculo muy fuerte con sus personajes, su escritura y la lupa absolutamente personal con la que observa la humanidad contemporánea y los tumultuosos movimientos sociales que la rodean. En este sentido, Happy End es el más reciente y brillante capítulo de un viaje ideológico cultural de casi treinta años de Haneke basado en la descripción de la decadencia de la sociedad burguesa europea.

En comparación con sus filmes anteriores, Haneke coquetea decisivamente con la comedia, con el lado grotesco e irónico del drama. Este híbrido funciona para enfatizar, con una mirada burlona, la manera en que los personajes se niegan infantilmente a hacer frente a los problemas y las dificultades que atraviesa la familia. El distanciamiento irónico es el filtro para evitar que el espectador se involucre directamente con los acontecimientos narrados, que a menudo son ridiculizados o privados de dignidad y autoconciencia; tanto es así que la tragedia actual toma tonos casi fársicos, como nunca antes había sucedido en el trabajo del director austriaco. Pero entre una sonrisa y otra, los golpes impactan al estómago: la chica con una obsesión con el teléfono inteligente que le ayuda a filtrar lo real, su padre que le escribe mensajes eróticos a la amante desde la computadora que guarda en casa y el abuelo que intenta suicidarse con uno de los muchos autos estacionados y no utilizados en el garaje de su inmensa residencia. Para evitar que la película desemboque en una comedia, y que la historia narrada pierda credibilidad, contribuye la puesta en escena severa y fría que caracteriza cada vez más el estilo del director. Tanto su manera de filmar los interiores -donde la cámara, a través de la fluidez de los movimientos, sigue muy de cerca los desplazamientos de los personajes en las grandes y opulentas habitaciones de la casa- como los exteriores -disparos que intentan dibujar las trayectorias de los individuos en el espacio de la ciudad- revelan la incertidumbre de los personajes.

Happy End se desarrolla en escenas cortas y sesgadas para conformar un mosaico que reúne casi todos los temas que el autor austriaco ha tratado a lo largo de su filmografía: la disfunción familiar, la culpa, la crueldad, los deseos suicidas, la venganza, la perversión sexual, la marginación social, el egoísmo, la violencia y la incapacidad para confrontar las consecuencias de actos pasados, aunados a una serie de trastornos emocionales y arrebatos que se tambalean en los límites de la ética y de la moral. También, como se aludió en un principio, el filme es un compendio de los elementos habituales de Haneke: el voyeurismo tecnológico de Benny’s Video; la narración fragmentaria de Code Unknown (2000) y 71 Fragments of a Chronology of Chance (1994); el trauma colonialista de Caché; la retorcida adolescencia de The White Ribbon (2009); la finalidad fatalista de Amour. El aglomerado de conflictos hace del filme un rompecabezas que se mantiene unido por el característico estilo de filmación del realizador. Christian Berger, el habitual cinefotógrafo de Haneke, recurre a los encuadres geométricamente equilibrados, arropados por la iluminación nítida para capturar a los actores en composiciones cuadradas y estériles, como especímenes bajo el microscopio. La puesta en escena, entonces, se convierte en un dispositivo ideado para activar la representación de historias que hablan del desencanto burgués, oculto tras la máscara de la formalidad y los modales exquisitos, dinamitado por la irrupción del peligro que arrasa los pilares de la normalidad previamente establecida. La apertura de Funny Games (1997 y 2007), por ejemplo, ilustra de un modo paradigmático este tipo de planteamiento argumental, con la crispación que provoca en la señora de la casa, Ann (Susanne Lothar y Naomi Watts), el fastidioso y banal pedido de sus jóvenes vecinos. Formalmente, Haneke se mantiene en la cima de este tipo de juegos y castigos. Pocos cineastas vivos hacen un uso más premonitorio de la quietud, de la tranquilidad, de un marco inquietantemente estático; estudiar una de sus composiciones cuidadosas es dejarse atrapar por la promesa del estallido violento: la sensación de que algo terrible podría y probablemente sucederá en un momento dado.

Desde que entró en producción, la película fue descrita como “una narración sobre la actual crisis de refugiados que proporciona el trasfondo de una instantánea de una familia burguesa europea”. Resulta que los refugiados son aún más periféricos, casi invisibles (incluidos los sirvientes marroquíes), a la narrativa del filme, ya que la selva de Calais, un telón de fondo que se cuela de manera insidiosa durante la mayor parte de la película, cobra inevitablemente importancia en sus vidas hasta el último tramo del filme. Esto sugiere que Happy End señala con el dedo a toda la Europa blanca, privilegiada e indiferente. La mirada ética del director se hace más evidente y clara: los miembros de la familia Laurent no son los únicos egoístas, sino que reflejan todo un sector de la burguesía europea, reacia a abrir los ojos ante los fenómenos sociales que los rodean, incluso si ocurren en su propia ciudad, quizás en un vecindario diferente, periférico y desfavorecido. Haneke, por lo tanto, invita al público a reconocerse en los personajes de esta perversa comedia, no tanto a través de una implicación emocional (los casos de los personajes son observados con una ironía despectiva), sino mediante un retrato implacable -sin pretextos, ni justificación, ni compasión- de una clase social que parece haber perdido el vínculo con la historia y el mundo, prisioneros de la indolencia, personajes que se aferran a los privilegios e incapaces de abrirse a los cambios que el desarrollo histórico inevitablemente conduce con él.

Cuando la familia apenas se está dando cuenta de esto, nadie -dentro del relato- parece estar al tanto de la silenciosa joven sociópata que vive con ellos; no es raro que Eve entable un entendimiento mutuo con Georges, un miserable anciano desesperado por terminar con su vida. Esto culmina en un final deslumbrante y tristemente hilarante arropado en tonos pastel en la boda de Anne con su abogado en un restaurante junto al mar. Es un final perfecto para una película que, de otro modo, estaría incompleta. Aunque parece más un recorrido por los conceptos de un autor que un todo coherente, la integración de Haneke de las formas en que nos comunicamos y conducimos nuestras vidas a través del teléfono y la computadora portátil se siente excepcionalmente efectiva. Después de una toma prolongada viendo como la vida de estos personajes se desmorona lentamente, la pantalla cinematográfica adopta de manera plácida la apariencia de un video transmitido por Facebook o Snapchat y no queda más que preguntarnos: ¿Cómo deberíamos responder cuando se presenta la muerte como un espectáculo? ¿Las pantallas obstaculizan nuestra capacidad de atender el mundo o de mejorar al mundo?

 
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