Precisamente cuando el mundo entero es informado sobre una nueva y severísima crisis alimentaria en Somalia, en buena medida provocada por una más de las cíclicas guerras civiles que se desatan en países de África, se estrena en México un filme que de manera más que tangencial, pero con diligente sobriedad y tersura, ataja varios de los problemas endémicos del continente negro. Un hombre que llora, de Mahamat-Saleh Haroun, rastrea las devastadoras consecuencias que la pobreza, la guerra y el despiadado sol ocasionan en el ámbito más íntimo de la persona humana.
Adam (Djaoro) trabaja como encargado de la alberca de un lujoso hotel en Chad (lujoso para los estándares de Chad), que aloja principalmente turistas extranjeros, en su mayoría blancos. Le dicen Champ, pues en su juventud fue campeón nacional de natación. Adora su trabajo y lo desempeña apaciblemente, sentado a la generosa sombra de un árbol, de frente a la refrescante agua de la piscina. Su hijo, Abdel (Koma), rondando los veinte años, labora con él. Los dos viven con Mariam (N’Goua), esposa y madre, respectivamente. Pero los ecos de la guerra civil que azota al país comienzan a reverberar en la vida cotidiana. La notoria merma de huéspedes provoca que la administración del hotel –en manos de una mujer china- decida recortar personal. La tensión se advierte por doquier. Adam, ahora aprensivo, teme ser despedido. No lo es; pero sí es degradado. De la frescura de la alberca, en shorts, playera polo, cachucha y chancletas, lo envían a manejar la pluma de entrada a la sequedad del estacionamiento, lleno de polvo, vestido de traje (que le queda muy corto), y ahora frustrado. Ahmed queda a cargo de la piscina y Adam observa cómo la juventud y lozanía de su hijo fascina a la clientela femenina. La frustración entonces se torna envidia y crispa la relación entre padre e hijo. Al mismo tiempo, el acoso de los rebeldes a las fuerzas del gobierno desencadena el rompimiento de la frágil estabilidad que aún subsistía en la ciudad. Incapaz de cooperar monetariamente con la causa gubernamental para el mantenimiento de la lucha en contra de los opositores, Adam, sin consultárselo, todavía resentido, decide que, matando dos pájaros de un tiro (valga el tono violento de la frase en este caso), su apoyo a la causa consista en enlistar a su hijo en el ejército.
En el agua (más que un símbolo en la aridez africana) arranca el filme y, circular, también en ella concluye. Dos hombres se regocijan compitiendo por ver quién aguanta más tiempo debajo del agua en el transcurso de la primera secuencia. Uno es joven y el otro maduro. Todavía no sabemos que son padre e hijo, ni que la alberca en la que juegan es su lugar de trabajo, ni que el juego se convertirá en rivalidad, ni que la calma se convertirá en estrépito. Más tarde caeremos en la cuenta de que el realizador, de un plumazo, desde entonces dejó trazados los cauces por los que precipitaría todo el efluvio narrativo y reflexivo de Un hombre que llora, filme que ganó el Premio del Jurado en Cannes en 2010.
Contar grandes cosas a través de pequeños elementos parece ser la encomienda de Haroun, y plano a plano, secuencia a secuencia, lo va consiguiendo. Lo hace convencido de que el contraste entre la enormidad de la guerra –que no muestra visualmente, pero que se escucha y todo el tiempo deja sentir su presencia en la trama- y el retrato de la vida cotidiana, laboral y familiar, ofrece una perspectiva más profunda y humana de lo que verdaderamente se vive en estos conflictos. Elude toda tentación de crear tensión con una cámara vigorosa contagiada por la violencia de las batallas, inclinándose por una puesta en escena en la que la suavidad, las sutilezas de los detalles, la iluminación poco contrastada y el énfasis interpretativo en los momentos cruciales convivan o inclusive reaccionen ante el diseño de sonido que reverbera la convulsión del combate y a las noticias televisiva que, tenaces y ominosas, no permiten se les ignore. Sentimos los estragos que provoca la lucha armada; vemos el resquebrajamiento de los fundamentos sobre los que se sostiene la convivencia más íntima, incluso en la propia famila. Enmedio de la vorágine y de la polvareda aparecen fulgores de poesía.
La violencia lo impregna todo; ser violento se convierte en una herencia cultural ahí donde se ha cancelado la posibilidad de llegar a acuerdos a través de diálogo, quedando destruido todo espacio para la paz, ha comentado Mahamat-Saleh Haroun. Exiliado de su patria de la que, precisamente, salió huyendo de la guerra, se instaló en Francia hace más de 30 años. Ahí estudió cine y, es evidente, también ahí estudio el cine. Por lo que su propuesta fílmica, es notorio, está impregnada de referencias del cine occidental y del oriental (en esta cinta se aprecian rumores de Bresson –sobre todo en el montaje elíptico–, de Ozu –en la resolución de algunas secuencias como la del padre, la madre y el hijo comiendo– y de la fantástica The Last Laugh, de Murnau –al presentar la historia de un hombre que ama su trabajo y sufre la humillación de ser degradado–, como bien lo hace notar el erudito cinematográfico de The Observer, Philip French), pero al mismo tiempo guarda una profunda voluntad por rescatar su historia (la personal y la de su patria), su raza, sus recuerdos (hasta de la forma en que cae la luz a determinada hora). La amalgama de ambas motiva que su estilo filmico resulte enriquecido.
Esa capacidad que la distancia le ha permitido a Haroun para, habiendo salido de Chad, poder ver, analizar y así conocer mejor a su patria, se convierte en un espejo del propio proceso que sobrelleva Adam durante la implacable lección de vida a la que la pobreza, la guerra y, también la flaqueza propia de la condición humana, lo han expuesto.