Por Verónica Sánchez (@SofiaSanmarin)
Depresiva y oscura pero a la vez con una luz intensa dada por su claridad narrativa, Un mundo secreto (2012) de Gabriel Mariño cuenta la historia de María (Uribe), una joven de 18 años en apariencia imperturbable, que se conduce por dos principios básicos interrelacionados: la búsqueda de compañía a través del sexo y el absoluto desinterés o emoción entorno a su sexualidad, la amistad o los mundos con los que se topa.
El relato se desarrolla en una atmósfera plagada de escenarios vivaces y disímiles que Gabriel Mariño, director y escritor de la película, ha rescatado de las catacumbas suburbanas. Aunque con un giro intimista, discurre utilizando un elemento clásico de la cinematografía de aventura y quizá demasiado recurrente en el cine mexicano contemporáneo, el viaje. La llanura que embarga a la joven por dentro se ve reflejada en la falta de chispa del mundo al que se enfrenta, y que, poco a poco, altera su propia actitud y la conduce a concebir el cambio como una posibilidad.
Esta road movie pasa de la vida anodina y taciturna de una chica postadolescente (quizá demasiado mayor para su comportamiento), dócil a la hora de satisfacer los deseos sexuales de sus compañeros de escuela o de cada hombre que se le plante enfrente con una petición, a la conciencia de la búsqueda: el éxodo. Llama la atención que –además del viaje–, aparezca otro elemento habitual del reciente cine mexicano: un personaje femenino obsesionado con el sexo como fórmula fallida para franquear las gélidas fronteras de comunicación con su entorno. Más que denostar un brío liberal, la insistencia en la presentación de este paradigma parece la delineación del prototipo de una mujer moderna que al ser explorada sin inquirir demasiado, carece de complejidad.
Pero más allá de su aparente frialdad –en ella no hay miedo ni breves titubeos–, María observa un mundo intranscendente a la luz de la cámara, donde ella misma no encuentra su lugar más que en su cuaderno de rayas y pasta negra, instrumento dilecto para escribir sus ideas. Una condición depresiva y hasta dark, pero sin la pose. Incluso, con un regusto a relato de Raymond Carver. Las expectativas de supervivencia están en un mundo que se ha mudado a un espacio lejano, desconocido, y pronto tendrá que encontrarlo.
Cuando el espectador entra en contacto con el universo que envuelve a la protagonista, la lisura de lo cotidiano asfixia. María es silenciosa y de baja autoestima. Intercambia algunos diálogos escuetos con su madre, con la que vive en un parco y frío departamento que está a punto de abandonar y en el que, al parecer, se dan sus encuentros sexuales fugaces. En el último día de escuela, María no sabe si ir a la fiesta de graduación o irse lejos. Decide partir en busca de un confín en territorio mexicano después de su último contacto sexual con un muchacho de su clase —un sexo mecánico, como acostumbra.
María empaca algunas cosas y emprende la travesía desde la ciudad de México. Al principio el destino final es un misterio (congruente con la ausencia de estímulos vitales o metas de la protagonista), y se mueve sin rumbo exacto y sin saber absolutamente nada del propósito de su viaje. La meta termina siendo el sur de Baja California –mítico lugar enclavado en la ensoñación de las playas, las ballenas, y en una porción de tierra que no se decide a ser isla todavía.
En el camino se encuentra con toda clase de personajes. Unos la usan y otros dos, Rosita y Juan, le demuestran compañerismo, comprensión y hasta afecto desinteresado. Es con ellos, sobre todo con Juan, que interactúa con suavidad y hasta encanto a lo largo del filme. Un chico que irradia honestidad y sensibilidad y al que se siente cercana. Prefiere conocerlo y luego dejarlo ir: en la imposibilidad y el recuerdo de lo perfecto por inconcluso, radica su nueva búsqueda de una felicidad que se le asemeje a lo hermoso que encontró en esa relación. Abandonar para buscar es mejor que la pérdida.
Sin apresuramientos, con un pausado manejo de los tiempos y los ritmos fílmicos, Mariño logra que las escenas parezcan fluir una tras otra, preocupándose por dotar de belleza cada encuadre, y con un trabajo de fotografía e iluminación interesado en dos cosas: intensificar los escenarios citadinos o naturales y, en segundo lugar, remarcar la atmósfera cálida o sórdida de los paisajes que atraviesa el personaje principal. El aspecto visual del entorno enfatiza lo que ocurre con la protagonista y no contrasta por su belleza: se interpreta según su visión gris de la vida. Por ejemplo, su desorientación existencial –que la lleva a la falta de concentración y la torna ensimismada– se potencia con los constantes fueras de foco. Una mirada incapaz de concentrarse en lo que de bello tiene el mundo o en las cosas que realmente importan.
La cinta es coherente dentro de su esquema. El encuentro final de María, es visualmente agradable (aunque ya un lugar común dentro del cine con protagonistas desolados) y dista de la parquedad de donde parte toda la historia. La interpretación de Lucía Uribe es el tercer pilar de la película, apoyada en silencios y miradas herméticas que hablan de su tristeza y apatía vital, trasmitida más por su voz en off que se escucha mientras escribe en su diario. La película nos demuestra cómo la ausencia de pasiones del Bartleby contemporáneo, del preferiría no hacerlo, mudan a esa pasión contenida de un Sainte-Colombe: perplejidad frente a un mundo que ha rebasado la belleza y por fin sabe lo que busca, aunque lo haya dejado ir.