Ve aquí nuestra Entrevista con Claire Denis en Panamá
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Desde hace ya muchos años Claire Denis ha sido, con justicia, considerada como una de las mejores directoras del cine actual. Pero, es más razonable decirlo, en realidad lo mismo puede decirse eliminando por completo el elemento de género. La autora francesa es una de las personas más talentosas e imaginativas en el cine, poseedora del oficio y la capacidad para orquestar exitosa y artísticamente el esfuerzo colectivo en que consiste rodar un filme, tanto entre las mujeres como también entre los hombres que se dedican al quehacer cinematográfico.
Prolífica y polifacética, la filmografía de Claire Denis abarca diversas líneas que se pasean cómodamente dentro de los confines de géneros distintos, pero la directora no ha dejado que sus discursos se inserten por completo en ninguno de ellos. Porque en cada uno de sus filmes es la propia voz de Denis y el mundo que concibe a partir de ella, el que termina siendo origen, trayecto y destino. Es una auténtica autora de cine que a través de sus filmes ha explorado la posibilidad de descubrir y reconocer al otro, de sentir atracción hacia él, ha revisado las secuelas del colonialismo francés y como parte de ello el concepto de identidad, ha inspeccionado el deseo y la confianza, ha explorado “al amor y las razones por las que queremos amar y ser amados” (como ella misma nos comentó en una entrevista) y ha examinado desde diferentes ángulos la complejidad que suele implicar el binomio sexo-amor, hasta el grado en que uno de los amantes (incluso de modo literal) pueda llegar a devorar al otro.
También su cine se ha caracterizado por la peculiaridad de su mirada, una llena de sensualidad, con una capacidad singular para mirar el cuerpo, su forma, lo que exhibe, lo que sugiere y también lo que guarda y esconde; una mirada que pone especial atención, al mismo tiempo, en el propio acto de mirar, en la forma en que ve uno al otro, en cómo ese otro es mirado al tiempo que mira. Claire Denis es una directora que seduce a través de las imágenes, pero también de la inteligencia, de la aptitud que inculca en los interlocutores de sus relatos para articular conversaciones que iluminan no solo a los involucrados sino, por lo general, también al espectador. Es a través del habla (como buena francesa que gusta de intelectualizar las cosas), de la verbalización de cuanto sienten, piensan, experimentan, que Denis los coloca en mejor posición para entender al otro e intentan comprenderse a sí mismos.
En Una bella luz interior, Claire Denis retoma el tema del amor, o la ausencia de éste, teniendo la satisfacción sexual (en el mejor de los casos) como un premio de consolación que a su vez, sin el soporte de aquél, suele provocar desconsuelo, sobre todo en quien aparentemente lo que busca, o cree buscar, es estabilidad y paz. Un círculo con abolladuras y protuberancias. Isabelle (una Juliette Binoche más bella que nunca, tan talentosa como siempre) aparece desnuda, en la primera escena del filme. Está en la cama con Vincent (Xavier Beauvois, el director de la magistral De hombres y de dioses), un hombre calvo y panzón, banquero, con quien tiene una sesión insatisfactoria de sexo que concluye con él ofendiéndola y ella llorando. Isabelle es una exitosa pintora en sus tempranos cincuenta, recién divorciada, con una niña de 10 años, atravesando un período de confusión en su vida que en ocasiones se convierte en desencanto. Pese a estar fascinado con ella, posteriormente Vincent le aclara de forma cruel que no dejará a su esposa. Después, Isabelle se involucra con un apuesto actor (Nicolas Duvauchelle), también casado que, tras una placentera sesión de sexo que la deja enamorada, igualmente le comunica que tendrá que dejar de verla pues prefiere cuidar de su familia. Como tiende a suceder, Isabelle no está interesada en quienes sí mueren por ella y, por tanto, estarían posiblemente dispuestos a todo (al menos al principio) con tal de tener la oportunidad de ser su pareja, de tenerla. Luego, cuando parece que la relación con su ex puede reconectarse, habiendo tenido encuentros sexuales con él (uno de ellos termina mal cuando él quiere darle sexo anal y ella le reclama el origen de esa novedad, dejándolo consternado), Isabelle se entusiasma con otro hombre al que desea inmediatamente cuando lo conoce en el bar de un pueblo, con el que, convenientemente, baila ‘At Last’, la tan cadenciosa como optimista canción de Etta James. ¿Será que, finalmente, Isabelle encontró el amor? Se aceptan apuestas.
De su carrera sabemos poco, más allá de algunas interacciones con galeristas, una secuencia en la que intenta desahogar su frustración pintando un cuadro en un lienzo de gran tamaño engrapado al piso de su casa-estudio, además de una visita a la inauguración de una exposición y un par de conversaciones sobre el tema. De la relación con su hija sabemos menos, la niña apenas aparece unos segundos en una secuencia en la que Isabelle discute con su ex y él la menciona, y en ausencia cuando habla de estar sola y poder recibir a un amante en su casa pues ella, su hija, está en casa del padre. El foco de la vida de Isabelle, pues, es su legítimo deseo de volver a encontrar ese elusivo anhelo que es el amor. Al menos desde el ángulo que nos permite ver Claire Denis.
Es frecuente escuchar que el mundo está cambiando de forma vertiginosa, pero nunca había ocurrido con la velocidad de estos últimos años. Antes las transformaciones se podían medir particularmente a través del progreso científico o tecnológico, pues los cambios a nivel social y cultural tardaban más en gestarse y desarrollarse; en ocasiones requerían generaciones completas para su consolidación. En estos últimos meses hemos sido testigos de auténticas revoluciones sociales y culturales que, si bien no son frutos de generación espontánea (en buena medida son resultados de luchas que llevan décadas librándose), durante años parecieron avanzar de modo muy pausado. Pero, de pronto, en combinación con el furor que la inmediatez informática que las redes sociales permite, han explotado de una manera que parece hacer ver al 2014 como un año que, si bien está alejado por milenios de la prehistoria, poco se parece al de fines del 2017, al menos en algunas temáticas claves. La forma en que, por ejemplo, la mujer es vista y considerada por ella misma, por cada vez más hombres, por un creciente núcleo de la sociedad en conjunto. A partir de ahí es que comportamientos en términos de la relación entre uno y otro que estaban normalizados de forma social, cultural e histórica se han convertido en escándalos inadmisibles (gracias, en gran medida, al valor de muchas mujeres) que provocan no solo rechazo inmediato, sino indignación y rabia. Que hombres se aprovechen de su poder (por mínimo que sea) para utilizar, lastimar, aprovecharse de mujeres en posición de mayor vulnerabilidad, de quienes quieren obtener o arrebatar favores sexuales y someterlas siempre ha sido monstruoso y criminal, pero hoy también es visto como tal por un número de personas que crece día a día.
Una bella luz interior no trata precisamente de lo anterior, pero la historia se inscribe en este contexto. Isabelle es una mujer empoderada, exitosa, bellísima, sofisticada; no son la culpa o el remordimiento las anclas que le evitan encontrar satisfacción plena a su existencia. En la Francia (de cualquier época), a la edad que tiene, en el año que vive, en el círculo social y cultural en que se desenvuelve la libertad sexual se experimenta de modo libre y despreocupado. Y, sin embargo, aún en ese contexto, tiene que soportar comportamientos de hombres que no han terminado de romper con los esquemas machistas y misóginos que predominan (y en muchos sentidos y lugares siguen prevaleciendo) en la sociedad, y eso termina permeando en su propio proceso de asimilación de esta realidad: ¿se merece el amor?, ¿está siendo cómplice del doble juego de ellos –al meterse con quienes engañan a sus esposas-? ¿Es, pese a todo, víctima de sus propias decisiones y de los caprichos de los hombres? Parece que, pese a todo, Isabelle se preocupa sola y exclusivamente por su propia felicidad –otra tendencia, el individualismo, que lleva ya buen tiempo gozando de cabal salud en la cultura contemporánea, pero que actualmente embona a la perfección con el esquema de vida establecido- pero rara vez el egoísmo termina siendo premiado pues por más que se cumplan sus demandas siempre parece quedar insatisfecho. Y la forma en que va desenvolviéndose la vida de Isabelle parece certificarlo. La obsesión por encontrar la felicidad suele ser el primer obstáculo para alcanzarla.
Para Isabelle la constante rotación de pareja sexual, particularmente cuando se trata de un acto que aunque en primera, segunda y tercera instancia es físico y parte fundamental de su finalidad es producir placer físico, se vuelve una eventualidad toda vez que, siempre, en la ecuación se involucran otros seres humanos. Estas criaturas (ella incluida) sienten no sólo a través de la piel y de los miembros que recubre, sino de algo más interno que para algunos tiene que ver con el alma o el espíritu, para otros simplemente con el corazón y las entrañas. Si, además, también por imposibilidad de evitarlo, se involucran la cabeza y lo que en ella revolotea, llenándola de información que mezclada con los sentimientos la aturden, y en demasía, la confusión emocional, mental y, sí, también existencial, puede ser severa. Cuando todo esto, además, está constreñido en un período estrecho de tiempo, la colección de ansiedades, deseos, frustraciones, gozos, inquietudes, dudas, y esperanzas que pueden cargar los involucrados puede ser fastidiosa. Isabelle padece estas tribulaciones, pero las asume y continúa con su vida, sin renunciar al estilo que, siente, le acomoda.
Claire Denis no se burla ni juzga a su personaje. Si Una bella luz interior fuera un drama puro, quizá lo parecería. Empero, como ha confeccionado la historia en clave de tenue comedia (de las que sacan más sonrisas que risas), la presencia del humor permite ver todo desde otra perspectiva. Una que dimensiona las pequeñas tragedias de la vida dentro del juego más amplio de la historia en la que les ha tocado vivir a los personajes, con sus absurdos y ridículos cotidianos. La vida, para todos, siempre tiene eso. “¿Qué pasaría si Dios solo nos puso aquí para su propio entretenimiento?”, alega en algún momento el nihilista protagónico de Naked (1993), de Mike Leigh. E Isabelle está pasando por una etapa que, seguramente, le seguirá presentando alegrías y desencantos, unos y otros, que la harán seguir aprendiendo, o no, tropezará una y otra vez con episodios similares, o no, y así seguirá creciendo, y madurando. O no. Denis se divierte poniendo a Isabelle en esas vicisitudes, como si ella las hubiera vivido, le habría gustado vivirlas o, simplemente, quiso ver en pantalla y compartirla con una audiencia.
Pese a que el filme se inspira de modo vago en Fragmentos de un discurso amoroso, de Roland Barthes (sobre reflexiones punzantes alrededor de los acertijos del amor y del duelo que se sufre al perderlo –Denis reconoce que entre algunas de las ideas que rescata del libro es el concepto de la agonía que suscita el rompimiento), el guion lo escribió la directora en conjunto con la novelista Christine Angot y, claramente, recogen además del espíritu de la obra de Barthes (“el drama antiguo tenía grandes escenas declamatorias, lo que excluía la acción” recoge de Nietzche en su libro), entre otras cosas en cuanto a que a diferencia de otros de sus filmes esté es guiado más por las palabras que por las imágenes (como si a través de la verbalización se pudiera descifrar en mayor medida lo que en realidad se siente o, articulándolo, entenderlo de mejor forma), también retoma del libro la cualidad posmoderna de, precisamente, fragmentar la experiencia vital en apartados. En este caso, no solo en términos de las distintas relaciones en que se enreda Isabelle, sino en cuanto a que parece haber una dislocación (a veces parcial, en otra casi total) con las demás facetas de su cotidianeidad, como lo son su carrera y su rol de madre. Si bien es evidente que se trata de una decisión deliberada de Denis, el filme resiente lo que se percibe por momentos como una pérdida de dimensión del personaje. Quizá la directora pensó que los apartados familiar y profesional ya la había experimentado Binoche en Le voyage du ballon rouge (2007), de Hou Hsiao-Hsien (donde interpreta a una madre presente y una actriz dedicada), y decidió retomar la vida de aquella mujer, precisamente, diez años después. O tal vez, es lo que parece, simplemente eligió concentrar su mirada en mostrar a una mujer que, como la Gloria del chileno Sebastián Lelio, aunque más joven y, claro, francesa, bajo sus propios preceptos, decide ser libre y, a partir de abrazar esa libertad, ser feliz. O cuando menos intentarlo. En la secuencia final del filme, un Gerard Depardieu en el papel de un terapeuta de los fanfarrones que hoy abundan que, como sacado de libro de autoayuda, le aconseja para encontrar su felicidad el vivir el presente y estar abierta para el amor (como si fuera fórmula mágica y, de paso, sin mucha sutileza, ofrecérsele), nos queda claro al ver a Isabelle que su destino será dejar que la vida se le exprese y conforme a eso gozar, sufrir, entusiasmarse, decepcionarse y seguir viviendo.
Tenemos ya muchos años viendo a Juliette Binoche interpretar de forma magistral el arte histriónico. Ha crecido delante de nuestros ojos. Parece como si fuera reciente el inicio de su carrera con Godard y Techine; su trabajo en Mauvais Sang y Los amantes del puente nuevo, de Carax; su consagración en La Insoportable levedad del ser de Kaufman, y en Damage de Louis Malle; no había cumplido ni 30 años cuando la admiramos en Bleu de Kiesloswki y luego colaboró con Chantal Akerman en A Couch in New York; y más tarde ya parecía una mujer madura en Code Unknown y Hidden de Haneke, sobre todo por la prestancia y seguridad que proyectaba en pantalla, pero apenas estaba en sus treintas. Y admiramos la fuerza de su trabajo con otras mujeres realizadoras como Diane Kurys, Isabel Coixet y Malgorzata Szumowska, y la proyección de su fuerza interna con directores como Dumont, Cronenberg, Assayas y Hsiao-Hsien. Muchas veces en papel de mujer atractiva, hasta fatal, otras más como persona que guarda profundas penas o congojas, repetidamente siendo una figura tremendamente enigmática. Su rostro proyecta lo mismo inocencia que amabilidad, sensualidad y perversión, misterio y dureza, fruición y aflicción y tiene el talento para traducir la gama de emociones y sensaciones requeridas, si es necesario, de modo simultáneo. Su voz, sus gestos, la utilización de su cuerpo, de sus ojos y de sus silencios la han convertido en una de las mejores actrices de la historia del cine. En Una bella luz interior se ha apropiado del personaje de Isabelle, con una dignidad que permite que la cámara de Denis constantemente la capture en unos primeros planos que penetran una cara que es hermosa y cuenta historias, para decirnos tanto de lo que hay dentro de ella. Y, pese al habitual delicado y elegante trabajo en la fotografía de otra brillante mujer, Agnès Godard, es evidentemente que de ahí, del interior de Binoche, es de donde surge la bella luz (blanquesina, como de un lindo día de otoño) a la que hace referencia el título y que, al mismo tiempo, es la que en realidad ilumina este encantador filme de Denis.