Una mujer fantástica (2017), quinto largometraje de ficción del cineasta chileno, Sebastián Lelio (Navidad, 2009; Gloria, 2013), es un drama extremadamente sensible, elegante, íntimo y silencioso, pero con una fuerte carga expresiva, sobre el proceso del luto, el costo de ser auténtico en un mundo basado en binarios y, principalmente, el sentido de identidad o la forma en que la autodefinición entra en fricción constante con la manera en que otros quieren definirnos.
La película comienza con un plano abierto de las imponentes y famosas cataratas de Iguazú, las mismas que están en el corazón de los amantes de Happy Together (1997). Pero en lugar de seguir los pasos de la relación fallida y el amargo romanticismo de Wong Kar-wai, el realizador chileno muestra una relación estable, amorosa y afectuosa entre Marina (Daniela Vega), una mujer cercana a los 30 años que divide su tiempo laboral entre su trabajo como mesera durante el día y sus noches como cantante en un bar exclusivo, y Orlando (Francisco Reyes), un hombre sensato, cariñoso y comprensible de casi 60 años. Una noche, después de celebrar el cumpleaños de Marina en un restaurante de comida asiática y tener relaciones sexuales en su departamento, Orlando se despierta con dificultades para respirar y con un fuerte dolor de cabeza. Se apresuran al hospital, pero es demasiado tarde y él muere debido a un aneurisma. A pesar de determinar las causas del fallecimiento, Marina se encuentra bajo un intenso escrutinio de los médicos, debe soportar las actitudes inquisitoriales de la policía, tolerar los cuestionamientos de una oficial de delitos sexuales (Amparo Noguera) que trabaja en el gobierno y el resentimiento abiertamente manifiesto de la familia de Orlando, principalmente del hijo, Bruno (Nicolás Saavedra), y la exesposa, Sonia (Aline Küppenheim). ¿La razón? Marina es una mujer transgénero, algo que evoca disgusto, vergüenza e ira en todos aquellos que se involucran en el caso de Orlando, quienes sospechan que ella corrompió y asesinó al difunto.
Desde el momento en que vemos por primera vez a Marina, aproximadamente a los cinco minutos de haber comenzado la película, es difícil no ser absorbido por su presencia magnética y su rostro expresivo; una figura empática y humana. Marina es una mujer fantástica por su energía, por ese carisma que se sobrepone a las cicatrices de una existencia llena de humillaciones, vicisitudes y triunfos personales; por la capacidad que ha adquirido, y debe adquirir, para ir contra la corriente. Sus conflictos y luchas son evidenciadas a través de la manera en que Lelio se enfoca con tanta frecuencia en su rostro para explorar los espectros completos de la feminidad. El director enmarca a Vega en retratos de primer plano que ofrecen una mirada directa a la cámara. Estas imágenes presentan a Marina a través de una amplia gama de androginia; puede que se haya maquillado y peinado elegantemente, o que su cara no tenga adornos con el pelo hacia atrás para dejar que su mandíbula sobresalga un poco, pero Lelio consistentemente la enmarca por lo que es: un ser humano. Y Vega valientemente confía y permite que el director use su rostro y sus curvas para una estética que va más allá del placer visual al desafiar los estereotipos de la belleza femenina.
La identidad sexual de Marina no es un problema hasta que pierde a su pareja. La actuación de Daniela Vega es increíblemente cautivadora, capturando el sufrimiento y el dolor que las personas transgénero se ven obligadas a soportar de manera tan significativa. La también cantante le imprime al personaje una admirable fuerza de espíritu y de intensidad en la forma en que vuelve a levantarse cada vez sin tener que rebajarse al nivel de aquellos que la rechazan. Inicialmente, Marina experimenta microagresiones. Los demás se refieren a ella con su nombre de hombre; otros piensan que ella es una prostituta, una aventura sexual de un hombre mayor, que estaba con Orlando por dinero. La mujer está herida, pero continúa, tristemente, acostumbrada a este nivel de falta de respeto e ignorancia de una sociedad que sólo en palabras es abierta, tolerante y libre.
Lelio coloca a Marina en situaciones cotidianas e invita al público a sentir empatía con ella. En una escena específica -cuando ella conduce el automóvil de Orlando para entregárselo a Sonia-, la protagonista escucha “(You Make Me Feel Like) A Natural Woman” de Aretha Franklin, al mismo tiempo que dibuja en su rostro una sonrisa irónica, es el momento en que se ve obligada a responder a los prejuicios y la exclusión de la familia de Orlando con gracia e ingenio. En un estacionamiento subterráneo y claustrofóbico, Marina se encuentra por primera vez con Sonia; está claro que la segunda se siente incómoda: “Siempre me pregunté cómo era tu aspecto”, declara. Sin darle una oportunidad de corregirse, Marina responde rápidamente con el tipo de asertividad calmada de alguien que repitió la misma respuesta incontables veces en el pasado: “Como puedes ver ... sólo carne y hueso”. Lelio, recurriendo únicamente al juego de campo-contracampo, evidencia una impecable dirección de los actores y, sobre todo, aprovecha las posibilidades de un astuto trabajo de montaje destinado a atribuir un peso específico a la reticencia y a las ligeras alteraciones del rostro en lugar de a las palabras en sí mismas, otorgándole una complejidad a toda la secuencia. El director no desenmascara la hipocresía burguesa, coronada por el machismo y las múltiples formas de violencia, sino que la sirve ya despojada, desnuda, erizada, ridícula. En la boca de Sonia, Lelio pone una palabra clave: quimera. El significado puede interpretarse en un doble sentido. Para Sonia, la quimera sólo puede ser el monstruo híbrido mitológico que aterroriza a la población. Una criatura que caza a sus presa para luego esconderse; una locura excéntrica, enfermiza y senil de Orlando. Pero quimera también es una ilusión, un deseo, un sueño imposible de realizarse, ¿el de la tolerancia y la aceptación?, quizás.
Lelio mantiene un enfoque narrativo íntimo y centrado en una historia particular que es susceptible de abrir una mirada al macrocosmos de la sociedad chilena, cuya mutación, después del régimen de Pinochet parece no ser efectiva. Significativo para esto son los prejuicios -declarados explícitamente, de manera reservada o hipócrita- que encarnan plenamente las contradicciones de la sociedad burguesa que permanece anclada a una fachada de falsos valores que se esconden bajo las puertas de la familia, la iglesia y el estado. Hay un eco de un discurso más político, pero no tan evidente como en el cine de Pablo Larrain (No, 2012; El club, 2015), quien aquí trabaja como productor del filme. Ejemplo de ello son las conductas intimidatorias empleadas por el hijo de Orlando, quien ordena un breve secuestro para tapar la cara de Marina con cinta adhesiva; una manera de actuar que no está muy lejos de las represiones que se aplicaban durante la dictadura militar. Sin convertirse en un drama exacerbado de denuncia social, Una mujer fantástica explora los prejuicios generalizados que las personas transgéneros tienen que enfrentar en la sociedad latinoamericana contemporánea. Cuando incluso aquellos en puestos de poder, ya sean funcionarios encargados de hacer cumplir la ley o médicos, muestran una desconfianza abierta y no oculta de sus motivos, algo claramente ha salido mal en el funcionamiento de una sociedad aparentemente educada. No todos tienen que entender la vida transgénero (aunque cualquier persona moralmente respetable los acepta), pero los derechos humanos son decencia básica. No obstante, Lelio, de una forma velada, también muestra cómo en una sociedad conservadora ya se pueden dar este de tipo de relaciones (como la de Marina y Orlando) y de aceptaciones familiares (la hermana de Marina y su cuñado se solidarizan con ella).
Con el apoyo del cinefotógrafo Benjamín Echazarreta (Gloria, 2013; Rey, 2017), el director interrumpe la representación realista con una propensión simbolista y onírica mediante breves destellos de escapismo fantástico, ofreciendo momentos de fuerte incertidumbre expresiva. Primero, dentro de una sauna, vemos el cambio de color del entorno (primero rojo, luego amarillo, azul y finalmente violeta); después, la secuencia en la que Marina permanece en equilibrio contra una violenta ráfaga de viento, un momento surrealista y de ensueño que funciona como una imagen emblemática para representar un trayecto poblado de adversidades. Luego, Marina desciende a la vida nocturna de Santiago en busca de distracciones después de la muerte de Orlando. Entre las luces estroboscópicas de una discoteca, somos testigos de una danza imaginaria de Marina; ella posee la pista, encabeza un coro de bailarines sensuales y se eleva hacia el techo para flotar por encima de la acción (un número musical cercano a Baz Luhrmann) y sostiene la cámara en una mirada extasiada: esto es lo que significa ser humano y tener que sentirse vivo mientras se busca superar el dolor. Y finalmente, cómo, cerca del epílogo, encontramos citas, más o menos veladas, de las visiones fantasmales que recuerdan la espiral hipnótica de Vertigo de Alfred Hitchcock, arropadas por una atmósfera sonora fascinante confeccionada por Nani García y Matthew Herbert, quienes ofrecen un torbellino de flautas y cuerdas mientras Marina explora el abismo dejado por la muerte de su amante.
Una mujer fantástica es el retrato de una persona que sabe exactamente quién es y no deja dudas al respecto, que se niega a ser empujada y se dispone a reclamar lo que le pertenece por derecho. En un último esfuerzo, Marina, en su búsqueda por reelaborar el proceso del duelo, también encuentra la ocasión para la definición del propio cuerpo y de la propia independencia, a través de una actuación musical, que la involucra en primera persona como cantante de “Ombra mai fu” de Georg Friedrich Händel. Una vez más, entonces, la última catarsis ocurre con una cámara persistente sobre la mujer protagonista en un escenario para, quizás por un momento, olvidar las dificultades a las que ha sido sometida. Como si la música pudiera remediar la realidad; como si fuera capaz de encontrar su propio espacio, su propia estabilidad, una armonía personal en el caos del mundo contemporáneo.
Uno de los elementos más admirables del trabajo de Lelio es el respeto que la propia película tiene para con su personaje. Cuando alguien pregunta a Marina si ésta ya ha pasado por las cirugías de reasignación sexual, por ejemplo, recibe como respuesta lo que debería ser obvio: que esa es una cuestión personal y que la pregunta ni siquiera debería haber sido hecha. Además, el director jamás cede a un recurso sensacionalista que quizá las manos de otro director hubieran explotado: exponer los genitales de la protagonista (y de su intérprete). La elegancia de Lelio se evidencia cuando su lente enfoca a Marina desnuda, acostada en la cama y con un espejo cubriendo su sexo y reflejando su rostro, en una representación simbólica de lo que verdaderamente importa al intentar definirla. Una mujer fantástica cuestiona el tipo de intolerancia venenosa y cotidiana que suena casi inocente y nace más de la ignorancia que de la maldad y el odio. Y nuestra capacidad de identificarla (o no) dice mucho sobre nosotros mismos y la extensión de aquella que debería ser nuestra mayor virtud: el ejercicio de la empatía.