Por Sofía Ochoa (@SofOchoa)
La pobreza en la Bañera –esa zona en constante riesgo de inundación, que remite a Nueva Orleans y que es el escenario principal de Beasts of the Southern Wild– es singular. Nadie muere de hambre. Al contrario, hay alimentos por doquier. Sobre todo carne. Pollos, cerdos, mariscos, pescado; hay por todos lados. De hecho Hushpuppy (Wallis) y su padre Wink (Henry) pueden comerse un pollo al día. Con las manos. Pura y abundante carne brota del ambiente, como en una fantasía edénica carnívora. Carne, la materia de la que están hechos los seres vivos con corazón. La naturaleza vive y brota con la misma opulencia. El agua que podría sepultar al lugar nutre las raíces de enormes y frondosos árboles, de una exquisita vegetación que para muchos podría ser amenazante, pero que aquí cobija al mismo tiempo que obliga a mantenerse alerta a sus habitantes. La cámara del neoyorquino Benh Zeitlin, constantemente comparada con la Terrence Malick sobre todo por su sensibilidad hacia la naturaleza, sabe capturar con verosimilitud y sutileza el frondoso paraje inventado.
En la Bañera nadie trabaja, y quien lo hace parece no hacerlo (los dueños del bar, por ejemplo, están permanentemente borrachos sin que nadie los juzgue al respecto), hay el mayor número de días libres en todo el planeta (al contrario de la zona ‘civilizada’, donde solo descansan dos días a la semana), y sus habitantes festejan permanentemente. Eso sí, sin lujos materiales, no hay iphones, carros último modelo, ni siquiera televisiones y mucho menos computadoras, pero nadie los extraña. El desorden –que parece recordar y evocar constantemente a un huracán, Katrina, evidentemente–, la suciedad y la creatividad puesta al servicio de una tecnología de lo indispensable –en la que la parte trasera de una pick up sirve como balsa–, hacen eco a la naturaleza salvaje y valiente de estos habitantes marcados por el riesgo inminente de quedar enterrados bajo el agua. Pues hay una presa que evita el flujo natural de ésta, construida para mantener a salvo a la otra parte de la ciudad, la industrializada. Viven aislados con cierto recelo y resentimiento contra quien sí tiene seguridad, con un ostentoso e irreverente orgullo, incluso algo agresivo, que los comunica con el entorno a tal punto que nada puede salir mal entre los miembros (naturaleza incluida) de esta endogámica y primitiva comunidad. Los animales no muerden ni pican, los insectos ni se mencionan, el alcohol suaviza a la gente, que a veces se vuelve divertida, otras cariñosa, pero nunca algún borracho intenta sobrepasarse con una mujer, menos con un menor. El mal lo causan los del otro lado. Y por eso es defendible cometer actos terroristas en su contra.
Hushpuppy, una de las niñas más carismáticas que ha tenido el cine en tiempos recientes, es la voz tersa e inocente que todo lo matiza cuando nos presenta este lugar y que nos lleva, la mayor parte del tiempo en off, por toda la película. Ella es depositaria de un poder de reflexión poco común para una niña de seis años. Posee una combinación cautivadora de rudeza y sensibilidad. Ha sido educada por un padre exigente y áspero, y marcada por la ausencia de una madre bellísima –cuenta su padre que el agua hervía solo de sentirla pasar– y amada, que desapareció de forma enigmática en el mar. Las explicaciones de las que ha dotado al mundo que la rodea son una combinación de lo que su padre le ha enseñado y de lo que ella, con un poder imaginativo desbocado, ha creado a partir de lo que vive, sueña, teme y desea. Aunque la comparación pueda sonar un tanto absurda, ella es casi tan rica como el mundo que la rodea. Aislada de la civilización occidental tradicional, la Bañera ostenta valores y costumbres propios, donde se privilegia la comunidad, el riesgo, la fuerza, la imaginación y lo bestial. Los cangrejos no deben partirse con cuchillo, sino con los puños, y comerse con las manos, ¡beastly!, grita el padre. ¡Beastly!, repiten todos a gritos.
Hushpuppy vive sola en una casa improvisada a unos cuantos metros de la de su padre. Cuando él se ausenta por varios días, no tiene problemas para ingeniárselas por su cuenta. Y no llora, porque nadie en la Bañera llora. Cuando los días continúan pasando sin que él vuelva, no tiembla al decir que pronto tendrá que comerse a sus mascotas, lo dice con resignación valiente, igual que cuando describe la vida animalesca de los niños sin papá, la que probablemente le espera. Pero el padre vuelve. Y ella, enojada porque él, en su afán por educar a una soldada, próxima reina de la Bañera, se muestra indiferente y cansado al verla, resentida, le da un golpe directo al corazón. En su mitología infantil, este puñetazo desata una calamidad. Todo a lo que le han enseñado a temer está por suceder dentro y fuera de su cabeza, y tendrá que confrontarlo: diluvia hasta que la Bañera se inunda, los polos comienzan a derretirse permitiendo que las bestias que habitaron la tierra cientos de miles de años atrás y que se alimentaban de bebés sin piedad frente a sus padres, se descongelen e invadan la orbe. Estos son sus monstruos personales, los que a lo largo de la película intentará aprender a domar pues su carácter pronto estará a prueba.
El guión, trabajado en equipo entre el director y la dramaturga Lucy Alibar (a partir de la obra para teatro de la segunda, Juicy and Delicious) es también una superposición de contrarios. Pobreza y riqueza, brusquedad y dulzura, realidad y misticismo, toman cauce de manera tan natural y bien armada que el resultado entusiasma y permite que digiramos sin demasiados miramientos el mundo fantástico que se nos presenta (salvo quizá por el momento en el que aparecen las bestias en pantalla, un tanto alejadas del tono discreto manejado hasta ese momento en especial cuando nos manteníamos dentro de la cabeza de la niña). En solo unos minutos conviven frases bastas: “Le tienen miedo al agua como una bola de maricas”, y poéticas como: (refiriéndose a los ahogados) “Intentan respirar agua”.
Los polos opuestos de los diversos ejes que juguetean en pantalla son abordados por Zeitlin con un estilo que remite ocasionalmente al documental, mezclado (más allá de las imágenes con las míticas bestias) con claras recreaciones de la mente de Hushpuppy. Lo que permite que todo encaje en su lugar no es sino el fino trabajo detrás de la clara intención de dar respuesta a una pregunta de lo más primitiva y refinada al mismo tiempo, digna de cualquiera que en algún momento se haya puesto a pensar en la tierra que pisa y que pisamos todos: ¿Cómo es que nosotros tan pequeños, tan insignificantes, conectamos con el vasto universo?