Un hombre y una mujer discuten frente a nosotros acerca de sus razones para divorciarse. A ratos nos miran fijamente como si cada uno quisiera convencernos con sus argumentos, como si la decisión estuviera en nuestras manos. La cámara subjetiva (POV) nos coloca en el lugar del juez civil y, de esta manera, el director iraní Asghar Farhadi anuncia que a partir de este momento será nuestro trabajo juzgar a sus personajes. No hay lados oscuros ni bondad divina sino seres humanos que se equivocan y mienten pero también son nobles. Lo más difícil será tirarles piedras sin estar libres de pecado; como si existiera la justicia.
Simin (Hatami) quiere irse de Irán en busca de una mejor calidad de vida para ella y Termeh (Farhadi), su hija. Nader (Moadi), su esposo, se rehúsa tajantemente a abandonar a su padre quien apenas lo reconoce porque padece Alzheimer. La única solución, aunque nadie la busque, parece ser el divorcio, y una madre como Simin está dispuesta a llegar hasta las últimas consecuencias (en este caso, recurrir a las leyes) para proteger a los suyos; aunque los suyos -en este caso Termeh- lo último que quieran sea la separación.
La historia del divorcio rodea (o algunos dirían que provoca) una serie de sucesos en los que nadie querría tener que tomar postura. Nader contrata a Razieh (Bayat), una mujer extremadamente devota para cuidar a su padre. En una ocasión Nader vuelve a su casa y ve a su padre tirado junto a la cama con una muñeca atada a la cabecera, Razieh tarda en llegar y le explica que tenía que salir; el hombre molesto la corre violentamente de su casa. Unos días después, el matrimonio se entera de que Razieh tuvo un aborto el día del conflicto, y que culpa a Nader por empujarla para que saliera de su casa. El cargo es asesinato, y las mentiras y confusiones estarán en las declaraciones de todos los involucrados, ¿a quién le creemos? ¿a quién perdonamos?
Uno de los atributos de esta cinta es la facilidad con la que nos podemos ver reflejados en los problemas de gente que vive en un país que uno pensaría tan distinto al nuestro. Por un lado, al retrato del sistema judicial iraní (las esperas, los espacios reducidos, la atmósfera burocrática) solo le falta su correspondiente dosis de corrupción para que se parezca a cualquier ministerio público de nuestro país. El machismo, como era de esperarse, está a la orden del día (el hombre es demasiado necio como para reconocer sus errores y espera que la mujer cumpla siempre sus caprichos a pesar de saberse equivocado), aunque en diferentes medidas y con el contrapunto de una mujer fuerte capaz de exigir el divorcio o de darle la vuelta a las acusaciones y reclamos de su marido para utilizarlas en su beneficio; suena conocido. Simin, como la protagonista de Ten (2002) de Abbas Kiarostami, está consciente de la situación de una mujer divorciada en un país como Irán, pero no por ello deja de defender sus convicciones. En algún momento, Simin utiliza el machismo de su marido para, dándole la razón, justificar lo que ella quiere que suceda: él la acusaba de que todo lo que estaban viviendo era su culpa por dejarlo y cuando no quiere permitir la solución que ella propone, ella exige que se le permita remediar lo que ella arruinó, aunque ellos (como nosotros, los espectadores) saben que la acusación era injusta desde un principio.
La cuestión religiosa juega un papel importante en el desarrollo de la historia, como lo sigue siendo en algunos lugares de nuestro país: aún queda gente ortodoxa que sigue al pie de la letra sus creencias. Por último, el conflicto de clases tampoco nos es ajeno; Nader y Simin son clasemedieros y su actitud hacia Razieh y su esposo no está libre de prejuicios, pero tampoco lo está la de ellos (en especial la de él) que a veces aseguran que se les acusa de comportarse como animales solo por su situación económica.
Una separación abre, con tajo pausado pero violento, la condición humana, y exhibe sin pudor lo que hay en su interior. Nos obliga a enfrentarnos a lo difícil de decir la verdad; a lo confuso que es confiar en los seres queridos solo por el cariño cuando la razón parece estar en su contra; a mentir y traicionar nuestros principios en una búsqueda desesperada de la solución a los problemas que nos quitan el sueño hace más tiempo de lo que recordamos; a lo complicado de ceder para negociar aunque sea por el bien de los nuestros; al coraje de sentirse víctima de una injusticia y lo incomprensible de creer que existe la justicia cuando vemos las cosas desde nuestro lugar o, incluso, lo difícil de rastrearla (para los espectadores) aun estando fuera y con vista panorámica. Los rostros tensos de los actores y las miradas confundidas en el encuadre completo de Farhadi, revelan la encrucijada en la que los personajes se encuentran, el laberinto de decisiones que puede llegar a ser la vida.
Aunque la filmación fue detenida durante aproximadamente diez años por el Ministerio Iraní de Cultura y Guía Islámica, fue porque Asghar Farhadi manifestó publicamente su apoyo a otros cineastas de su país que tenían prohibido trabajar, como Bahman Ghobadi y Jafar Panahi, y no porque (como en el caso de esos directores) se hubiera encontrado en esta cinta un contenido esencialmente contestatario. Si bien esta cinta forma parte de una tradición artística que se ha nutrido en la protesta y en la liberación de las expresiones no existe un dedo flamígero que apunte hacia el gobierno. Sí hay, sin embargo, un trasfondo implícito en la discusión sobre la ambigüedad de la verdad y la culpa. En un país en el que se está acostumbrado a caminar por la vida bajo el yugo de las limitadísimas verdades de unos cuantos, hacer una película que ponga en duda la existencia de respuestas que dividan claramente a víctimas y victimarios es per se una obra rebelde. Por otro lado, al centrarse en la ambigüedad coloca en el mismo lugar a todos: no solo el juez deja de estar libre de pecado sino también sus detractores.
Aún así el contexto fue elegido por razones naturales y es utilizado para dar relieve a la cinta que, además, utiliza algunos de sus elementos para enfatizar las complicaciones de los conflictos puramente humanos que se develan, como cuando el personaje de Razieh resuelve sus confusiones morales hacia la verdad con ayuda de la religión (incluso llamando a su Imam y preguntando si puede cambiar a un anciano enfermo). La cinta concluye plantando delante de nosotros una realidad común: en el divorcio, los mayores perdedores son los hijos, pero antes de esto ya vimos una debacle en la que todos los personajes perdieron un poco. Este es un rompecabezas que no se termina: la verdad es inquieta y amorfa; está frente a nosotros pero nuestra naturaleza humana y lugar en el que estemos parados no van a permitir que la distingamos con claridad.