Reseña, crítica Upstream Color - ENFILME.COM
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FICHA TÉCNICA
Los colores del destino: Upstream Color
Upstream Color
 
EE.UU.
2013
 
Director:
Shane Carruth
 
Con:
Amy Seimetz, Frank Mosley, Shane Carruth, Andrew Sensenig
 
Guión:
Shane Carruth
 
Fotografía:
Shane Carruth
 
Edición:
Shane Carruth, David Lowery
 
Música
Shane Carruth
 
Duración:
96 min.
 

 
Upstream Color
Publicado el 02 - Ene - 2014
 
 
  • Con poco diálogo, intimidad con los personajes, una melódica edición, un diseño de sonido sumamente refinado, en Upstream Color, Carruth plantea situaciones complejas con explicaciones apenas perceptibles para los personajes y un poco más claras para el espectador. La principal es el amor.  - ENFILME.COM
 
por Sofia Ochoa Rodríguez

Por Sofía Ochoa (@SofOchoa)

Shane Carruth tiene la mente de un científico y la sensibilidad de un poeta. Antes de dedicarse a hacer películas (debutó con Primer; pasó más de siete años preparando A Topiary para la que nunca consiguió presupuesto, aunque sí el respaldo de Steven Soderbergh y David Fincher; Upstream Color es su segundo filme) estudió matemáticas y trabajó en el desarrollo de software. Primer (2004) trata sobre un grupo jóvenes que está construyendo una máquina en su garaje y acaba descubriendo cómo viajar en el tiempo a partir del desdoblamiento. Los descubridores se vuelven adictos a las posibilidades de control que la tecnología les brinda y terminan desatando una micropandemia de dobles indomables para ellos, con consecuencias escabrosas, también para ellos, y, potencialmente, para el mundo.

Con poco diálogo, intimidad con los personajes, una minuciosamente premeditada edición, un diseño de sonido sumamente refinado, en Upstream Color, Carruth plantea situaciones complejas con explicaciones apenas perceptibles para los personajes y un poco más claras para el espectador. La principal es el amor. Kris (Amy Seimetz) y Jeff (el propio Shane Carruth) se enamoran. Y después de algunos minutos queda claro que son el uno para el otro. Pero no solo por razones sentimentales. Antes de conocerse, en la primera parte de la historia –muy emocionante por su originalidad y el poder visual con el que está narrada (close-ups y medium shots, colores deslavados, armonía en el montaje que intercala pausas con cortes rápidos)–, vemos a Kris caer en desgracia, vemos cómo ¿la maldad, el azar? trastocan su existencia. Un Ladrón le da una pastilla que contiene un gusanito; la toma, y queda poseída por esta larva que le produce un absoluto servilismo. Se convierte en esclava de un estafador con los métodos más exuberantes. “Te pido disculpas. Nací con una malformación… mi cabeza está hecha de la misma sustancia que el sol.” Esta explicación es suficiente para que ella no pueda mirarlo directamente a la cara. La secuestra durante un tiempo, la hace –sin que se percate ni oponga resistencia–  tolerar sin dormir ni comer, ocuparse en tareas mecánicas, aprenderse Walden (1854) –la reflexión de Henry David Thoreau para vivir más apegado a la naturaleza y comprender así al ser humano– de memoria, vaciar sus cuentas bancarias, hipotecar su casa. Cuando el criminal se va, su cuerpo está invadido por las larvas y debido a una especie de inercia zombie recurre a The Sampler (así es nombrado en los créditos, Andrew Sensenig) para que, a través de música que él compone con sonidos de la naturaleza y uniéndola con un cable a un cerdo, los organismos abandonen su cuerpo y ella se restablezca. Pero nunca vuelve a ser la misma. Para empezar, pierde su empleo, y su vida deja de ser compatible con la corriente posmoderna capitalista de la ciudad. ¿Cómo explicar lo que le sucedió si ni siquiera ella lo comprende? Porque muy probablemente pasó por una situación similar, Jeff parece empatizar con ella, al menos a un nivel sensorial (muy poco es verbalizado; incluso a falta de raciocinio lingüístico y a su fragilidad, los personajes parecen algo aniñados).

Tanto el Ladrón como The Sampler son dos presencias – el término “fuerzas”, quizá ayude a entenderlo mejor– cuyas existencias son apenas esbozadas, apenas justificadas, pero esenciales para comprender el mundo alternativo que crea Carruth para su pareja de amantes. Aunque no sabemos si el Ladrón y The Sampler se conocen, sabemos que comparten conocimientos sobre energías ocultas que dominan las acciones de Kris y Jeff. El primero es guiado por la codicia; el segundo parece tener razones más abstractas, pero menos inteligibles. Son dos polos necesarios para el equilibrio. Es aquí donde Upstream Color tiene puntos de encuentro con To The Wonder (2012), de Terrence Malick. Ambos directores están interesados en las energías que se filtran en la naturaleza y se manifiestan en distintos niveles de nuestras vidas, desde las sustancias que componen la tierra, de donde crecen las plantas, las larvas, donde se sostienen las casas… hasta el funcionamiento –o no– de las relaciones de pareja. Para Malick, este misterio es Dios, que se revela a través de la luz celestial de su fotografía, de la belleza del mundo. Para Carruth, estas relaciones comienzan en lo micro para tener repercusiones en lo macro. Le sucede lo que a Thoreau: mientras más observaba la naturaleza en busca del espíritu (la manifestación de Dios), encontraba más naturaleza. De ahí su interés por filmar a través de la lente de un microscopio que, a juzgar por la danza de formas y colores que muestra, bien podríamos estar viendo imágenes del espacio sideral. Los dos estadounidenses están interesados en el misterio de nuestra existencia. Uno apela a la fe; el otro, a la observación y al método.

Spoiler alert

The Sampler es un conocedor de los cerdos que cría en su granja y el aura que estos manifiestan en los personajes del filme. El amor entre Kris y Jeff está marcado por la estrecha relación entre dos marranitos criados por este experto que pasa sus días estudiándolos a ellos, a otros muchos, y a los sonidos del ambiente que los rodea, grabándolos y creando música (salvo por la parte de los lechones, el resto es un procedimiento muy similar al que siguió Carruth para componer la música del filme). Pensar que el amor de dos personas está marcado por la proximidad de dos puerquitos en un corral suena irrisorio, pero Carruth se lo toma muy en serio. Y logra que el espectador también. Lo hace de forma brillante: no da explicaciones, deja que las imágenes, el onírico montaje atemporal, la ambigüedad del Ladrón y The Sampler, las dudas que mantienen a Kris y Jeff erráticos, y la asociación por sonidos (pocas veces vemos a cuadro lo que estamos escuchando), todo acompañado por un tono de nostalgia por un paraíso romántico, conformen las variables de una ecuación que el espectador resuelve anticipándose solo un poco a lo que perceptivamente descifran los dos amantes.

De repente, la pareja comienza a tener ataques de ansiedad, flujos insoportables de adrenalina que los vuelve agresivos. Jeff golpea a su jefe (como uno de los personajes de Primer desearía haber hecho), Kris se lastima la mano con un cristal. Los dos terminan abrazados en una bañera, equipados con linternas y armas. La razón de todo esto, aparentemente, es que The Sampler ata a la pareja de cerditos y los hunde en un río. Los animales mueren ahogados, sus cuerpos se filtran a la tierra de la que una orquídea se alimenta. La exótica y blanca flor se vuelve azul y de sus raíces se alimentan pequeñas larvas que sí, son las mismas que usa el Ladrón para enloquecer a sus presas. El ciclo ¿perverso? se cierra. Y Kris y Jeff se encargan de romperlo asesinando a The Sampler, a quien encuentran de forma intuitiva y matan sin que tengan que recurrir a pruebas materiales. No las necesitan, pues están en sintonía con su naturaleza, en plena materialidad. Y gracias a la desaparición de este ser poderoso,  pueden vivir cerca de quienes son más similares a ellos –los cerditos–, en paz.

Fin del spoiler

Por más inverosímil que este romance de peculiar ciencia ficción pueda parecer, está planteado con tal precisión que postula reflexiones sobre la naturaleza misma del amor, los caudales cósmicos que nos obligan a abandonarnos a él, la relación entre la materia y el espíritu, y sobre la concepción de la libertad. Como Thoreau, Carruth ha dedicado muchos años de su vida a la búsqueda de su independencia al menos en la manera de hacer cine y, a través de sus películas, al conocimiento del ser humano, de sus males y sus deseos, de sus motores y su verdadera naturaleza. Trabajando a los márgenes de Hollywood, se encarga él mismo de buena parte de la realización: escribe, dirige, actúa, compone la música, coedita y –en este caso– fotografía (cuando trabajaba en A Topiary, filme que no se realizó, aprendió a hacer efectos especiales para ser capaz de hacer él mismo los de su cinta). Su ambición es obsesiva, pero corresponde a su talento, a su trabajo y a su capacidad de renunciar a algunos de los bienes de la vida –como una familia– con tal de acometer íntegramente su tarea. Y ese es el eco que parece inundar el color de su cinta y que resulta sumamente alentador y seductor: para ser original, para crear, para amar, para ser uno mismo, el camino solo puede transitarse contracorriente.

 
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