Por Daniela Tena
Verano de Goliat (2010) es una obra cuyo genuino interés no radica en la temática que aborda, sino en los cuestionamientos formales que hace a los sistemas de representación. Una realidad que suponemos por demás familiar, la situación de precariedad, resentimiento y abandono en la que viven los habitantes de un pequeño pueblo junto a Tepoztlán, adquiere una cualidad de extrañeza, de perplejidad, a partir de un tratamiento formal que apela a denunciar la rasgadura en el velo de la ilusión, evidenciando que la realidad siempre es una percepción, una mirilla de observación.
La restringida profundidad de campo, la superposición de los canales en el diseño de audio, el manejo de la incertidumbre en la estructura narrativa, la frontalidad y sobriedad de la cámara respecto a las acciones, planos sin contraplanos, situaciones actorales simples en donde traslucen circunstancias humanas complejas, la mezcla de entrevistas en las que se escucha la voz del director con secuencias de ficción que entretejen una dinámica entre actores y no actores, son todos elementos de un mismo indicio: devolverle a la realidad una opacidad que le es propia, recordarnos que la realidad nunca tiene la claridad que adquiere en la pantalla cinematográfica.
Verano de Goliat es un filme que incita al espectador a descifrar esas zonas de misterio que el director Nicolás Pereda instaura, exigiendo más que un esfuerzo de decodificación intelectual, una búsqueda intuitiva, casi visceral. Invita al espectador a reconstruir lo que no alcanza a ver entre la borrasca, o a relajarse en la butaca y experimentar sin forcejeo esa opacidad. La cinta discurre por las líneas discursivas del cine contemporáneo, en donde el debate sobre las coincidencias y divergencias entre el documental y la ficción suena a discusión trasnochada. Este análisis ya fue ampliamente explorado en el ámbito de la fotografía; habitamos una época de irrupción y contaminación entre los géneros, los campos de estudio y las realidades. Este cine apela a la necesidad de hacernos de nuevas herramientas para leer obras en las que la temática y la evolución dramática de los personajes no es tan importante como los aspectos formales, las sensaciones y la experiencia cinematográfica que suscitan.
De la obra de Nicolás Pereda puede decirse que es la historia de una búsqueda. Con sólo 28 años y cinco largometrajes en su haber, es uno de los pocos realizadores jóvenes mexicanos que cuenta con un cuerpo de obra en donde puede palparse el proceso de construcción de una mirada, de una forma de hacer cine, de una direccionalidad estética que ha ido urdiendo en el medio cinematográfico para hacerse de una voz propia.
Ganador del del premio a Mejor Largometraje en el Festival de Morelia 2007 con su ópera prima ¿Dónde están sus historias? (2007), del Premio a Mejor Largometraje Mexicano de Ficción en el Festival de Guadalajara por Perpetuum Mobile (2009) y merecedor del Premio Orizzonti del sexagésimo séptimo Festival de Cine de Venecia por Verano de Goliat, las películas de Pereda, que tienen como constante las relaciones entre madre e hijo, la reflexión en torno a la repetición y la inquietud respecto al medio cinematográfico, la exploración de las posibilidades del relato, así como la participación de sus actores y compañeros de búsqueda Gabino Rodríguez y Teresa Sánchez, son la huella de un camino de experimentación, las notas en un cuaderno de apuntes en la búsqueda de un cine con una contundencia mayor.