Las alegorías para representar la transición de la adolescencia a la edad adulta no son difíciles de encontrar en el cine –especialmente en el género de terror–. La torpeza y la incertidumbre propias de ese momento de la vida son suficientes para trazar una serie de situaciones asociadas al miedo de crecer y el rechazo a convertirse en adulto. Esa es la línea que Julia Ducournau sigue en Voraz (Grave/Raw, 2016) para elaborar un fascinante y embriagador relato de canibalismo que examina el salvaje despertar sexual de una tímida adolescente, cuya compleja psicología y lucha interna se describen con gran delicadeza al aproximarse con sufrimiento extremo a la enfermedad y el trastorno que padece.
Cuando uno piensa en la representación del canibalismo en el cine, lo primero que viene a la mente –ya sea en los años ochenta con Holocausto caníbal (Ruggero Deodato, 1980) o en la época actual con The Green Inferno (Eli Roth, 2013)– es el perturbador retrato de una selva habitada por una tribu de feroces y carnívoros indígenas. Pero la guionista y escritora francesa hace que su ópera prima no encaje en esa descripción de ninguna manera –forma o fondo– para tomar un rumbo distinto y seguir un trayecto similar al que, hace algunos años, emprendió el realizador mexicano, Jorge Michel Grau, en Somos lo que hay (2010): retomar un entorno urbano y contemporáneo para cuestionar el canibalismo (uno de los tabúes sociales más escandalosos –los otros dos son el incesto y el deseo matar a alguien–) y sus vínculos directos con la supervivencia, el paso de la adolescencia a la adultez y las dinámicas familiares.
Justine (Garance Marillier) es una chica de 16 años, introvertida, vegetariana y defensora de los derechos de los animales que, siguiendo la estricta educación de sus padres, ingresa como estudiante de primer año a la escuela de veterinaria. Las instalaciones del campus universitario representan su nuevo hogar, un territorio donde ya vive la rebelde hermana mayor de Justine, Alexia (Ella Rumpf). Pronto se hace evidente que este no es un lugar acogedor; los estudiantes mayores someten a los alumnos menores a una serie de bromas pesadas, acosos y pruebas. Se trata de rituales perturbadores en donde los estudiantes son despertados en medio de la noche y obligados a arrastrarse semidesnudos hacia una fiesta, una especie de delirio juvenil donde las luces neón y la música electrónica envuelven los placeres desenfrenados, incluyendo el baile, el alcohol y el sexo.
Salvo la fugaz aparición de un profesor que busca intimidar a los estudiantes inteligentes y de una enfermera serena y discreta, el escenario está casi totalmente libre de adultos, así que la escuela no ofrece figuras de autoridad para proteger a los novatos y ponerle un alto a los abusivos. De esta manera, la directora no crea el ambiente típico y opresivo de la escuela, sino más bien una especie de espacio desolado y sin emociones que, crucialmente, ofrece a Justine una oportunidad para la expresión más feroz de sí misma, en gran medida libre de restricciones o expectativas. Justine es propulsada a un escenario desconocido cuando, a pesar de su ferviente postura como vegetariana, es obligada a comer el riñón crudo de un conejo. La reacción de Justine irrumpe física y psicológicamente; su suave piel es invadida por una erupción roja de granos que se extiende por varias partes de su cuerpo, luego viene el deseo por la carne y, junto con éste, un apetito sexual agresivo.
Resulta vital la relación entre Justine y Alexia para comprender la transformación de la primera; las dinámicas entre hermanas son las encargadas de impulsar la narrativa del filme y conforman la clave para que Ducournau explore lo que significa ser niña, adolescente y mujer en el mundo actual. Las lecciones de la hermana mayor casi siempre están fuera de lo común: Alexia le da a Justine un vestido corto para que se vea más atractiva y llame la atención de los chicos, le enseña a orinar de pie y, finalmente, la orienta para satisfacer su apetito –cada vez más preocupante– por la carne. Consternada al saber que su hermana no se depila ni las axilas ni el vello púbico, Alexia se encarga de enseñarle cómo hacerlo. Es un momento fundamental, no sólo es una de las escenas de cera de bikini más extremas filmadas en el cine contemporáneo, sino que también yuxtapone explícitamente la negativa de Justine a adecuarse a los estereotipos de belleza femenina y el estallido violento asociado al canibalismo.
En una serie de intentos desesperados para ser aceptada –Justine se siente irremediablemente marginada–, trata de acoplarse a las dinámicas internas del instituto, pero su naturaleza impide que eso ocurra. El canibalismo es tratado por Ducournau desde una postura ambivalente de liberación y condena. Al descubrir el placer que siente por la carne, Justine logra alejarse del determinismo familiar del vegetarianismo –una tradición que le han impuesto toda la vida–, pero debe decidir si le da rienda suelta a sus impulsos matando gente para alimentarse o someterse a las convenciones y reprimir sus deseos. Su transformación impregna la película de una energía animal –como un gato, ella mastica su cabello, se lo traga y luego lo vomita– y su aislamiento produce una melancolía que se impregna incluso en sus encuentros eróticos, donde la conexión entre sexo y hambre se presenta simultáneamente.
Con la mutación de Justine, Ducournau ancla una elegante metáfora cuya lectura se concibe como un cuestionamiento feminista y universal del cuerpo, la sexualidad, las relaciones sociales (ya sean familiares, de amistad o amorosas), así como una reflexión sobre la naturaleza misma del ser humano. ¿Cómo satisfacer sus impulsos ante una serie de códigos y normas que le impiden comer carne humana? No hay nada sobrehumano en las acciones de Justine; sólo una voracidad implacable, sin efectos especiales pirotécnicos o sensacionalistas que enmarquen el horror, sólo una representación lo más realista posible de las prácticas caníbales y los traumas internos que se generan en la joven, quien cuestiona cómo sus acciones, para bien o para mal, moldean su verdadera naturaleza.
A pesar de tener estos ingredientes sobre la mesa, Ducournau se niega a dejar que el filme caiga en una línea genérica: Justine tiene el potencial de convertirse en una asesina caníbal serial que tome venganza y acabe con los cuerpos de los estudiantes mayores, pero la directora no está interesada en presentar el arquetípico depredador bestial e irracional. Raw atrapa al espectador y lo conduce en una línea completamente diferente debido a la sutil eficacia con la que el guion describe el trayecto de una historia de iniciación, evolución y sobrevivencia; y, la manera en que Marillier asume el papel de Justine, es sensacional. La actriz muestra una amplia gama de habilidades de actuación para transitar de la timidez y el recato hasta una explosión violenta de apetitos sexuales y corporales, pero siempre de manera matizada; nunca cae en la tentación de exagerar. El rendimiento de la joven logra otorgarle verosimilitud a su transformación y su introspección. Ya sea que esté siendo emborrachada, cantando frente al espejo el tema musical de Orties, “Plus Putes que toutes les Putes” –que insta a la mujer a ser “una puta con decoro”–, comiendo carne, o mordiendo vampíricamente su propio brazo mientras pierde su virginidad, su interpretación nos atrae a cada una de las vivencias que representa.
A lo largo de Raw, Ducournau exhibe una crueldad clínica que recuerda el body-horror de David Cronenberg, así como el hambre carnal y la sed de sangre de Trouble Every Day (Claire Denis, 2001), enfatizando las diversas mutaciones por las que atraviesa un personaje que irónicamente se alivia por la intimidad grotesca de su apetito. La aproximación estética de Ducournau –que podría enmarcarse en el ‘Nuevo extremismo francés’, un estilo asociado a la violencia y la perversión que cuestiona los límites entre lo psicótico y lo socialmente aceptable– impresiona los sentidos de la audiencia. Infundiendo cada escena con una belleza fría, incómoda y poco acogedora, el cinefotógrafo belga, Ruben Impens (The Broken Circle Breakdown, 2012), hace que su cámara sea cómplice de cada una de las etapas de metamorfosis de Justine. Escondiéndose debajo de las sábanas y deslizándose sobre la carne joven, su lente nos lleva a lugares que tal vez no queríamos conocer. La directora juega hábilmente con la atención, las certezas e incertidumbres del espectador, incluso exacerba sus propias ansiedades; penetra en lo más profundo de lo humano y pone en escena, tanto con frialdad psicológica como agresividad gráfica, esas partes ocultas que albergamos en nuestro interior. Raw no es una experiencia grotesca y desagradable carente de sustancia, sino más bien un relato sobre la búsqueda de identidad, la exploración de la feminidad y la inspección minuciosa de los límites del placer a través de una propuesta visceral que cuestiona los apetitos y deseos. Es una mirada severa, descarnada y compleja; es un horror decidido a abandonar las viejas barracas de feria para infiltrarse en la realidad, en la misma esencia del drama y en los rostros de personajes cotidianos. La cena está servida y Raw es una deliciosa experiencia cinematográfica.