Rodrigo González (@cinevolante)
El archivo de cintas, directores y estudios que han visto en la desaparición del género humano un tema, un estilo y/o un negocio es muy extenso. Desde el terremoto y todo tipo de desastres naturales, a la plaga de animales gigantes, asteroides e invasiones alienígenas, hay de todo un poco, y mientras más absurda sea la forma de la aniquilación que muestra, el filme resulta, por momentos, más espectacular y redituable. Dentro de todo ese espectro de cintas catastróficas se apartan con una extraña singularidad –por el deseo de exterminio en manos de agentes incontrolables y desconocidos– las películas que hablan sobre lo que se disemina de forma invisible, lo que es imposible de revertir y a lo que generalmente solo unos pocos resultan ser inmunes: la pandemia.
Una de las primeras cintas en abordar el tema fue The Last Man on Earth(Ubaldo Ragona, 1964) con Vincent Price, basada en la novela I am Legend de Richard Matheson. Esta cinta se sitúa en un planeta Tierra infectado por una plaga que transforma a las personas en vampiros estúpidos que no pueden salir durante el día, momento que utiliza nuestro héroe para cazarlos y deshacerse de ellos. Filmada en Roma, no tuvo un gran éxito en taquilla, pero, como sucede con las plagas, fue colocándose en el gusto del público y se convirtió en una influencia dentro del género.George A. Romero ha admitido en un sinfín de ocasiones haber utilizado esta película como una inspiración para Night of the Living Dead (1968), por dar un ejemplo.
En 1971 apareció una versión más de esta historia con Charlton Heston a la cabeza del reparto llamada The Omega Man y dirigida por Boris Sagal. Una guerra biológica entre China y la Unión Soviética es la que se encarga de eliminar a (casi) toda la raza humana. En lugar de vampiros tontos tenemos a la familia, mutantes albinos salvajes que quieren acabar con lo que queda de la raza humana, pero que no pueden salir a la luz del día, momento que nuestro héroe aprovecha para... y así ad nauseam.
La versión más trabajada a nivel literario y la más reciente de las reinterpretaciones de esta novela viene de la mano del videoasta Francis Lawrence que en 2007 dirigió la versión homónima con Will Smith como el teniente Robert Neville quien, al parecer, es el último sobreviviente en la Tierra, después de que una mutación de un virus creado como cura contra el cáncer mata al 90 por ciento de la humanidad, dejando al 10 por ciento restante como darkseekers, humanos mitad muertos, mitad vivos, con instintos depredadores y salvajes. Con un final mucho más cercano al del texto original de la novela, donde el protagonista es ejecutado por la nueva raza mutante, en la cinta, nuestro héroe se sacrifica, logrando antes restablecer "la cura" y así se convierte en leyenda. Por cierto, se filmaron dos finales, uno donde Will Smith lograba salvar a la novia del antagonista zombie, pero era tan complaciente que se optó por el final más oscuro.
Es claro que el tema del fin de la humanidad causado por una vertiente degenerada de sus congéneres se presta para un blockbuster veraniego. Sin embargo, también ha existido la ambición de algunos directores de trasladar el escenario a terrenos más reflexivos. Uno de los esfuerzos más conocidos es Twelve Monkeys (1995) de Terry Gilliam. En esta historia, la combinación de un virus esparcido por un grupo de anarquistas, el futuro postapocalíptico y los viajes en el tiempo de un exconvicto del futuro para tratar de salvar a la humanidad, convierten esta propuesta en un ejercicio intelectual y visual sobre la aparente superioridad del género humano por encima del resto de las especies, sobre nuestra limitada capacidad de entendimiento de las leyes naturales y sobre la obsesión por el control de los acontecimientos, la memoria, el azar y los sueños. La mano precisa de Gilliam nos permite mantener siempre el hilo conductor a través de los recuerdos de James Cole (Bruce Willis) y su infinita confusión entre pasado y presente. Pero, al mismo tiempo, nos sorprende con los efectos de la causalidad, poniendo al género humano en su sitio, es decir, no como fuerza centrípeta que todo lo genera, si no como un accidente más en la infinita cadena de sucesos que el azar devela. Inspirada en una inolvidable pieza, La jetée (1962), de Chris Marker, logra sintetizar en su propuesta un camino narrativo que después sería muy socorrido por la ciencia ficción como en The Matrix (1999), deAndy y Larry –o Lana– Wachowski, donde el juego de una metarrealidad sirve como base de operaciones para rescatar al género humano.
Otro director contemporáneo que puso un pie en el terreno del exterminio humano fue Danny Boyle con la tremenda 28 Days Later (2002). En ésta, el protagonista es un virus conocido como Rage, alojado en unos monos usados para experimentación científica que son liberados por un grupo de ambientalistas. Boyle no se conforma con enfrentarnos al mundo que ya no existe más como lo hemos conocido. Nos pone cara a cara con nuestra parte más despiadada cuando estamos en busca de la supervivencia y nos cuestiona si aquello que surge de nuestra naturaleza vale la pena ser conservado. Aquello que creemos que está ahí para protegernos, como en este caso el grupo militar con el que se topan nuestros personajes resultan ser mucho más crueles y sanguinarios que los mismos zombies de los que huyen. Son ellos quienes han sufrido una mutación aún más terrible que tiene que ver con el poder y con la superioridad. Al colocarlo en un contexto de contraste extremo, Boyle nos hace ver que ese es un comportamiento natural del género humano. Por momentos el lado salvaje solo es distinguible porque unos aún conservan la capacidad de hablar, pero el despliegue de crueldad es tan similar de unos a otros, que nos obliga a reflexionar si esa mutación no es solo un aspecto natural de la especie que brota de forma natural en ciertas circunstancias.
¿Es acaso la idea de la desaparición del ser humano un juego meramente antropológico?
Pareciera que no. En 1993 apareció en TV un docudrama titulado And the Band Played On, del director Roger Spottiswoode, basado en el trabajo de investigación del periodista y escritor estadounidense, Randy Shilts, que llevaba el mismo nombre. El gran reto fue poder mezclar datos duros y estudios científicos con un drama lo suficientemente atractivo y coherente. El resultado es lo que quizá es hasta la fecha la mejor película semificcionalizada sobre el surgimiento del VIH.
En 2011, el irregular Steven Soderbergh comenzó a amenazar con su retiro del set con Contagion. En esta cinta, sin la intervención de la mano del ser humano, aunque sí con la ayuda de la fluidez de sus medios de transporte, la naturaleza se encarga de poner las piezas para que una pandemia de algo muy parecido al virus SARS del 2003 comience a diezmar a la población. Con su conocido estilo de contarnos diferentes líneas narrativas de manera simultánea, Soderbergh abre la puerta para mostrarnos que nuestra sociedad y nuestro sistema no está preparado y probablemente no lo esté para un evento como éste. El miedo, según la premisa de la cinta, es causa de una histeria mayor, lo cual eventualmente desencadena en un colapso social que termina haciendo más daño que el virus mismo.
Con menos suerte y más débil de argumentos, la cinta Outbreak (1995), deWolfgang Petersen, tuvo una forma más sencilla de resolver el asunto. Ante la amenaza de erradicar un mortal brote de Ébola (que está asolando a un pueblo en California) con una bomba autorizada por el presidente de los Estados Unidos, el director nos ofrece un muy previsible final donde el pueblo infectado se salva, se encuentra al simio portador del virus y se controla la pandemia. Meses después del estreno de esta cinta, una pandemia de este virus infectó a 144 personas en Zaire, matando a 108 de ellas.
Ahora bien, si de tramas elegantes se trata, pocas llegan al nivel de The Andromeda Strain, película de Robert Wise estrenada en 1971 basada en una novela de Michael Chrichton. Es aquí donde nos enfrentamos a lo imposible y realmente desconocido. El organismo encargado de la aniquilación de la raza humana ha viajado desde el espacio exterior en un satélite militar terrestre que, al estrellarse accidentalmente en un pueblo, se encarga de matar a todos sus habitantes dejando vivos solamente a un anciano de sesenta años y a un bebé de seis meses, y dejando una de las claves para poder eliminarlo (el extraño nivel de pH en la sangre de estos dos personajes es el único medio dónde el virus no sobrevive). La dicotomía moral y filosófica en función de la narrativa cinematográfica se hace presente y Robert Wise no se anda con rodeos ni parafernalias. Al descubrir que el organismo es capaz de transformar materia directamente de la energía, la activación de la bomba nuclear que se supone debe terminar con el virus sólo beneficiará su crecimiento. Entonces la carrera ya no es sólo contra un virus desconocido del que poco se ha descubierto, sino contra la complejidad moral que arrastra el enfrentarse a opiniones diversas para resolver el conflicto y salvar a la humanidad.
Hay quien también se ha tomado con humor (voluntario e involuntario) la aniquilación de la raza humana, y en la década pasada tenemos ejemplos notables como la sorpresivamente bien armada Zombieland de Ruben Fleischer, que en el año 2004 nos invitó a tomar el fin de nuestros días desde un punto de vista casi tan absurdo como creíble: el mal de las vacas locas muta en el mal de las personas locas que posteriormente se convierten en zombies. El apocalipsis zombie exige reglas de supervivencia y grandes personajes como Bill Murray personificando a Bill Murray y desapareciendo de la faz de la Tierra en una forma tan ridícula como absolutamente inesperada. En otro tenor, la saga de Resident Evil, por ejemplo, nos ha entregado hasta el hartazgo las aventuras de Alice (Milla Jovovich) contra la corporación Umbrella, que después de terribles accidentes bioquímicos, experimentos fallidos y absurdas mutaciones han logrado hacer del planeta un divertido campo de tiro zombie. La saga (cuya primera entrega es del 2002) ha sobrevivido como buen virus mutante a cinco entregas y probablemente venga una sexta. En todas con Milla Jovovich a la cabeza del elenco y en cuatro a Paul W.S. Anderson, su esposo, como director y escritor de las cintas; y, como característica principal, muy bien cargadas de lo mejor y peor de Hollywood: grandes efectos visuales e historias poco sustanciosas y facilonas.
La lista, por supuesto, es inmensa y se extiende tanto como se extienden en nuestra imaginación las versiones de nuestro final como especie. Sin embargo, dos filmes merecen especial mención. Una es Children of Men, del mexicano Alfonso Cuarón, estrenada en 2007 y basada en la novela deP.D. James. Después de una pandemia de gripa que diezma a la población mundial, la secuela son 18 años de infertilidad femenina poniendo a la civilización al borde del colapso. El Reino Unido se ha convertido en un estado policial que a su vez es buscado como refugio de millones de inmigrantes que han perdido todo en otros países. Clive Owen tiene como misión llevar a una refugiada a un barco llamado Tomorrow, donde se lleva a cabo el Human Project, esfuerzo de un grupo de científicos para curar la infertilidad. Lo esencial de esta película, por encima de todos sus logros técnicos y fotográficos (o gracias a estos), está en el estudio que hace sobre la relación entre opresión social y el desbalance del aspecto femenino en la humanidad. En sintonía con un amplio espectro intelectual que no se le había visto en anteriores trabajos, Cuarón maneja a sus personajes hasta tejer una delgada malla reflexiva que a su vez sirve como red en donde salva los posible errores dramáticos, como la casi forzada actuación de Michael Caine. En contraparte sus personajes femeninos principales, (Julian Taylor, interpretada por Julianne Moore y Kee, por Clare-Hope Ashitey) son complementarios entre ellos y retratan un todo articulado que encaja de manera ordenada con el ímpetu, la desesperanza y el caos masculino de Theo Faron (Clive Owen) y del universo general de la cinta. Una cinta robusta y perfectamente bien articulada a la que sin duda los años por venir le otorgarán su preciso lugar como una película que nació como referente del género.
Finalmente, viene, por supuesto, la visión fuera de paradigmas. The Seventh Seal, de Ingmar Bergman (1951), arroja con toda su fuerza narrativa y su calidad dramática una visión profundamente filosófica acerca del género humano y su extinción, su relación con la muerte y con Dios, y su presencia en la Tierra. Se trata de un filme que invierte lo que suele ser verídico y ficcionado en este género. La epidemia, la peste negra, fue real. Lo que es ficticio son los personajes que la atraviesan. El caballero Antonius Block (Max von Sydow) regresa de las cruzadas para encontrar su reino azotado por la plaga. Conoce a la personificación de la muerte (Bengt Ekerot) y sostiene con ella un juego de ajedrez que le sirve para ir posponiendo su momento final. El precio de la derrota será su alma. A lo largo de un desfile de personajes y momentos dignos de la mejor adaptación del Libro de las revelaciones, el objetivo de Antonius es llegar a su castillo y reunirse con su esposa de nuevo, aún sabiendo que su destino es el baile macabro de la despedida.
La película se sitúa en el periodo de la peste negra, alrededor de 1350. Sin embargo, la representación del enfrentamiento intelectual a la muerte y al exterminio, y la relación con lo sagrado, mantiene un hilo conductor que nos permite abstraernos del mundo y entrar al plano poético y existencial del ser humano, quizá se trate de la única manera de abordar el arduo camino del hombre moderno en busca de significado. Aquí la profundidad de las respuestas indispensables para el alma son solo la superficie por la cual Bergman nos permite transitar. Al final, el único método válido de justificación que nos deja es la posibilidad de la fe en un escenario postapocalíptico. Y sabiendo que este escenario es un cuadro recurrente en la medida en que el ser humano avanza en su carrera tecnológica, Bergman supera con creces la prueba y deja un terreno fértil para que el debate cinematográfico sobre estas preguntas quede abierto.
Las epidemias encuentran en el cine un gran laboratorio, un escenario experimental donde se pueden poner a prueba las pasiones, deseos, anhelos, preguntas y temores de toda la especie humana con respecto a lo inevitable, el fin de nuestros días. Estas cintas y tantas otras en las que se nos condena como especie, nos exponen cuán conscientes somos de nuestra pequeñez, que estamos expuestos, que sabemos de nuestra debilidad y que somos conocedores del hecho de que podemos sucumbir en cualquier momento. Quizá lo único que estamos tratando de decir es que queremos salvarnos. Y el cine es la forma en la que a ese grito casi vergonzoso podemos rodearlo de belleza –o efectos especiales– y, así, volverlo digerible y contundente.