Reseña, crítica Yo, Daniel Blake - ENFILME.COM
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FICHA TÉCNICA
I, Daniel Blake
Yo, Daniel Blake
 
Reino Unido/Francia
2016
 
Director:
Ken Loach
 
Con:
Dave Johns, Hayley Squires, Dylan McKiernan, Briana Shann
 
Guión:
Paul Laverty
 
Fotografía:
Robbie Ryan
 
Edición:
Jonathan Morris
 
Música
George Fenton
 
Duración:
100 min.
 

 
Yo, Daniel Blake
Publicado el 19 - May - 2017
 
 
  • I, Daniel Blake cuida detalladamente las palabras, las acciones, las bromas, la mayor parte de los momentos dramáticos, los que conmueven profundamente, y también el modo en que plantea las rendijas por las que, quizá, se asomen con timidez algunas posibles soluciones.  - ENFILME.COM
 
por Alfonso Flores-Durón y Martínez

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Si leemos escritos que hablen, desde su tiempo, del orden político y social, en todas las épocas de la humanidad, sin falta encontraremos que la mayor parte de los textos de cada período hablan de injusticias, de descontento, de corrupción, de insensibilidad de los gobernantes y poderosos, del hartazgo de los dominados. Es la historia de siempre, invariablemente (vale el gozo leer Memorias de Adriano, de Margarite Yourcenar, probablemente el mejor tratado de política que jamás se haya escrito). Pero no es la que a todos les gusta contar. A Ken Loach sí. Le apasiona y la ha asumido como el sentido máximo de su labor artística, de su vida. En ocasiones, su rabia lo ha hecho tropezar en la resbalosa pista de la propaganda. Por lo general, su indignación ha sido el motor que lo ha encaminado a labrar historias de vida de personas que sufren del desamparo de un sistema político y social que, supuestamente, debería ver por ellas; desde la precariedad y la angustia, se les complica la tersa relación incluso con sus más cercanos. Ya son muchos los casos en los que Loach ha logrado hacerlo con determinante nervio artístico. Lo volvió a hacer con I, Daniel Blake, filme con el que ganó por segunda ocasión la Palma de Oro en Cannes, justo hace un año.

Daniel Blake (un espléndido, vulnerable Dave Johns) es un buen hombre; muy buen hombre, con sus sombras. Nos enteramos por él, avanzada la trama, que hace no mucho quedó viudo y que amaba profundamente a su esposa que, impredecible, voluble y enferma, también era una buena mujer. Daniel, en sus tardíos sesenta, vive en un multifamiliar propio de la clase trabajadora británica (council estate), en Newcastle, y se encuentra convaleciente debido a un infarto que sufrió; el servicio médico gubernamental (NHS) le receta reposo, por lo que  no debe trabajar para no castigar más su corazón, al menos temporalmente. Por cuestiones burocráticas, empero, no le es ratificada su incapacidad y, para poder subsistir, intenta cobrar por desempleo, pero también se enfrenta a los pantanos burocráticos, incluso pese a que los procesos ahora ya son desahogados a través de una empresa privada, contratada por el gobierno, claro. Atrapado en esos infaustos laberintos de la sinrazón y las crueles paradojas, Daniel va perdiendo la paciencia de forma acelerada. Llamadas telefónicas que te dejan por horas esperando en línea, horas nalga en oficinas gubernamentales, lenguaje técnico que desconcierta y desquicia, incertidumbre que ahoga. El hombre es maltratado y humillado, para toda posible solución le ponen trabas, y todos los procedimientos son irritantes. Le piden, incluso, llenar unas formas en la página de internet del Departamento de Trabajo y Pensiones y, él, ni siquiera sabe usar una computadora. Su oficio es la carpintería aunque, en la apremiante situación que se encuentra, estaría dispuesto a trabajar en lo que sea, incluso poniendo en riesgo lo que le queda de salud. O, cuando menos, hacer la finta de que lo intenta. De forma tan ingenua que, por supuesto, no le arroja buenos frutos.

Como suele ocurrir, no obstante, siempre hay personas que están en peores predicamentos que el que parece más fregado. Y un día, estando Daniel en las oficinas del Centro de Trabajo, al tomar un respiro tras un disgusto sufrido que derivó de la cerrazón de quienes trabajan para servir a los contribuyentes, es testigo de la forma en que estos burócratas ignoran las peticiones de una joven que llegó unos minutos tarde a su cita, desesperada, con dos hijos, e intenta interceder por ella. Los dos, aguerridos en la defensa de sus derechos, son desalojados de las instalaciones por parte de elementos de seguridad. Daniel decide tomar como propio el infortunio de la chica.

Ella, Katie (Hayle Squires), recién llegada, es de Londres.  Vivía con sus hijos –cada uno de distinto padre-, Daisy (Briana Shann), una linda niña de piel morena y ojos verdes, de alrededor de 11 años; y Dylan (Dylan McKiernan), un muy inquieto niño blanco, de 6 años, en un departamento que tenía goteras; al quejarse con el dueño, éste optó por arrojarlos a la calle. Durante dos años vivieron, los tres, en un minúsculo cuarto dentro de un hospicio, hasta que el gobierno le otorgó vivienda, pero en Newcastle, lejos de su madre, conocidos y de la escuela de sus hijos. Los padres de sus pequeños no la apoyan en lo absoluto ni se involucran en la educación de sus niños. Katie no conoce a nadie en Newcastle y carga apenas con algunas libras en el monedero. Ni para la comida le alcanza. Después del altercado del Centro de Trabajo, Daniel, que está para que lo ayuden, se ofrece ayudarla. Le compra comida, se encarga de los arreglos de la casa (es amplia, pero está destartalada), cuida a los niños y les da cariño a todos; él, asimismo, recibe su parte. Rápidamente se convierten en familia. En ningún momento hay la mínima sugerencia de un interés romántico de Daniel, pese a que Katie es atractiva; su apoyo es desinteresado. En la estrechez con que viven, a Katie a veces no le alcanza ni para comer, más allá de un poco de fruta, y sus hijos tienen necesidades que ella no está en condiciones de solventarles. Después de ser sorprendida robándose algunos productos en la tiendita de la esquina (toallas femeninas, desodorante, rastrillos), y perdonada, el encargado de seguridad promete ayudarla y le da su teléfono. Desesperada, lo contacta. El trabajo que le ofrece le permitirá vivir sin tanto apremio, pero terminará de romper el ya de por sí dañado corazón de Daniel y, a ella, le dañará su dignidad irremediablemente.

Cuando el año pasado I, Daniel Blake ganó la Palma de Oro en Cannes, no toda la crítica internacional compartió el gusto por el veredicto del jurado. Algunos analistas reclamaban que, si bien se trataba de un filme respetable y pulcro, era formalmente demasiado clásico, conservador y poco aportaba a la evolución del cine; no contribuía a expandir los alcances del cine como medio. Si bien en lo personal también suelo inclinarme por películas más audaces en su narrativa y en la forma de abordarla (festejé el premio a Apichatpong en 2010; The Tree of Life, 2011; Winter Sleep, 2014), siempre he sido admirador de la propuesta de Loach (unas veces más que otras) y me parece que el clima social que prevalece en el mundo, la profundización de las diferencias entre los ricos y los pobres, el abandono, el desdén que se tiene por quienes –por la razón que sea- son incapaces de aportar, de producir, de generar dinero, bienes, servicios, lo que sea, los ¨descartados” (incluso en los países de Primer Mundo), no solo merece sino exige ser rescatado por el cine (además de que Cannes suele premiar filmes apegados al realismo; los Dardenne lo saben). Y si lo hace alguien que lo puede convertir en una historia que además de ser contada con aplomo, austeridad, precisas dosis de humor, honradez y el necesario cuestionamiento a la indiferencia y crueldad del gobierno y las empresas que para él trabajan -que permean la despreciable forma en que sus empleados ignoran las penurias de sus semejantes-, lo hace desde una visión humanista, sin concesiones, con genuino interés por poner el arte al servicio del mejor entendimiento de lo que es el hombre y su misión en el mundo (que es una de las funciones centrales del arte), mucho mejor. Es, por supuesto, el sello característico del cine de Ken Loach.

Sin embargo, a diferencia de otros filmes que han ganado la Palma de Oro siendo auténticas obras maestras, el filme de Loach tiene, si bien tenues, sus manchas. La pasión del británico por alinearse con las posturas radicales del socialismo hace que en ocasiones su discurso sea tendencioso, por más que cuide no hacer generalizaciones absolutas. Por ejemplo, los empleados de la empresa que trabaja para el gobierno (símbolo diabólico para Loach, además, del neoliberalismo: el privatizar servicios que el Estado supuestamente debería brindar) son un conjunto de seres inmisericordes, despóticos, insufribles, robotizados, con excepción de una mujer generosa y compasiva, cuya presencia tiene una función superior al ser solo la excepción que confirma la regla:está para que Loach evite el maniqueísmo. Por otro lado, en la sociedad, los integrantes son personas que se apoyan mutuamente, las mujeres del ‘food bank’ (banco en que se da comida gratuita a los menos favorecidos) son atentas, amables, caritativas aunque, de nuevo, también en la sociedad buena haya almas descompuestas, como quienes involucran a Katie en negocios de explotación. A Loach parece tenerlo sin cuidado ser objetivo, y tampoco balanceado. Como escribió Peter Bradshaw hablando de este filme, es claro que el realizador se apropia de una máxima de Churchill sobre no poder mantenerse neutral entre el fuego y los bomberos. Más allá de este desliz (menor, además, al que se ha permitido en otras películas), y algunos detalles poco plausibles (como el que Daniel desconozca todo de las computadoras, queriendo colocar el mouse sobre la pantalla), o melodramáticos (el papel de la niña para hacer reaccionar a Daniel en un momento de depresión), I, Daniel Blake tiene bien calibrado su enfoque y, como es su costumbre, el guion del habitual Paul Laverty cuida detalladamente las palabras, las acciones, las bromas, la mayor parte de los momentos dramáticos, los que conmueven profundamente, y también el modo en que plantea las rendijas por las que, quizá, se asomen con timidez algunas posibles soluciones.

Desde el inicio del filme, con la pantalla en negros mostrando los créditos, en off escuchamos a una oficial del gobierno haciendo preguntas médicas absurdas y exasperantes (con esa mezcla tan británica de glacial e hipócrita cortesía) a quien, pronto descubrimos, es Daniel, quien le contesta con impaciencia y sarcasmo. El resultado de esa entrevista, aparentemente anodina, resulta tener graves e incongruentes consecuencias que el protagonista padecerá de forma terrible a lo largo del filme. Loach no necesita mucho tiempo ni recursos narrativos para mostrarnos la forma en que el sistema parece orquestado para quebrantar la dignidad de quienes no tienen privilegios y para quienes la única posible defensa es su propia voz, una que es fácilmente silenciada.

Con toda la experiencia, el oficio y la gracia que Ken Loach ha ido acumulando a lo largo de una prolífica y brillante carrera, el director nos hace no solo compadecernos de la forma en que la realidad, confabulada con hombres y mujeres deshumanizados por el sistema del que forman parte, sofocan a otros hombres y a otras mujeres que padecen las injusticias que provoca ese sistema, sino también padecer con ellos, sentir su desprotección, su profunda desesperación, su impotencia por ser ignorados, su angustia, el abandono en el que viven. Nuestra paciencia se agota con la de ellos.

Sin restarle dramatismo a lo retratado, sin edulcorarlo, y con el peligro de parecer (para los cínicos) un viejo e ingenuo idealista, Loach presenta, apelando a ese estilo realista que domina (fotografiado con soltura, orientado hacia los cafés, pero con una elección de luz que evite que todo sea sombrío), su propuesta para hacer frente a esa violencia latente del sistema contra la mayor parte de sus ciudadanos. Es posible, a pesar de las abrumadoras muestras en sentido opuesto, tener esperanza porque, aunque nada garantiza que fórmula alguna pueda contrarrestar o derrotar las trampas establecidas para el mantenimiento del status quo, a partir de la solidaridad, de la reciprocidad, del auténtico compromiso con uno mismo y con el otro, se pueden ir modificando patrones destructivos, perpetradores sustentados en el egoísmo y todo afán individualista. Y, mientras tanto, hasta no conseguir que los núcleos de personas con estas intenciones vayan creando círculos virtuosos que verdaderamente establezcan contrapesos a los abusos y atropellos del sistema está, cuando menos, el recurso de la resistencia. Esa actitud bien enraizada en el interior de cada vez más personas que impide se dobleguen y, mucho menos, capitulen ante los agravios, las vejaciones y las amenazas de deshonra. Incluso, como en el caso de Daniel Blake, cuando el acto de resistencia se reduzca a un aparentemente minúsculo y meramente simbólico acto: algo tan sencillo y, al mismo tiempo categórico, como escribir en la pared de quienes representan a los que oprimen nuestro nombre y aquello por lo que peleamos y, hasta el final, seguiremos peleando.

 
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